—Hace que uno se pregunte —dijo Diane—, por qué se han tomado tantas molestias.
—Según Jason…
—Lo sé. Los Hipotéticos quieren salvarnos de la extinción, de forma que podamos crear algo más complejo que nosotros mismos. Pero eso mismo es lo que deberíamos preguntarnos. ¿Por qué lo quieren? ¿Qué esperan de nosotros?
En ignoró nuestros filosofeos.
—Y después de cruzar…
—Después de eso —le dije—, queda un día de viaje hasta Puerto Magallanes.
Sonrió ante la perspectiva.
Intercambié una mirada con Diane. Se había presentado ella misma a En hacía dos días y ya eran amigos. Diane le había estado leyendo historias de un libro para niños en inglés que había en la biblioteca del barco. (Incluso le había citado a Housman: El tierno infante no es consciente… «Ésa no me gusta», había dicho En.
Nos mostró sus dibujos, imágenes de animales de Equatoria que debía de haber visto en la tele, bestias de largos cuellos, de ojos pensativos y pelaje atigrado.
—Son muy bonitos —dijo Diane.
En asintió solemnemente. Lo dejamos atareado y nos dirigimos a la cubierta.
El cielo nocturno estaba despejado y la cumbre del Arco quedaba directamente sobre nuestras cabezas. No mostraba ninguna curvatura. Desde este ángulo era una pura línea euclidiana, un número elemental (1) o una letra (I)
Nos quedamos junto a la baranda tan cerca como pudimos de la proa de la nave. El viento nos tironeaba de las ropas y el pelo. Las banderas del barco restallaban con fuerza y el mar inquieto devolvía imágenes fragmentadas de las luces del barco.
—¿Lo tienes? —preguntó Diane.
Quería decir la pequeña ampolla que contenía una muestra de las cenizas de Jason. Habíamos planeado esta ceremonia, si es que se podía llamar así, mucho antes de marcharnos de Montreal. A Jason nunca le habían gustado las conmemoraciones, pero creo que hubiera aprobado ésta.
—Aquí está. —Saqué el tubo de cerámica del bolsillo de mi chaleco y lo sostuve en mi mano izquierda.
—Lo echo de menos —dijo Diane—. Lo echo de menos constantemente. —Se apoyó contra mi hombro y le pasé mi brazo por encima—. Ojalá lo hubiera vuelto a ver cuando era un Cuarto. Pero supongo que no cambió mucho…
—No, no cambió mucho.
—En ciertos aspectos, Jase siempre fue un Cuarto.
Según nos acercábamos al momento del cruce las estrellas parecieron oscurecerse, como si una presencia vaporosa hubiera cubierto el barco. Diane puso su mano sobre la mía.
El viento cambió de dirección súbitamente y la temperatura cayó uno o dos grados.
—A veces, cuando pienso en los Hipotéticos, tengo miedo…
—¿De qué?
—De que seamos su becerra roja. O lo que Jason esperaba que fueran sus marcianos. Que esperan que los salvemos de algo. De algo a lo que ellos le tienen miedo.
Puede ser. Pero entonces, pensé, haremos lo que siempre hace la vida… desafiar las expectativas.
Sentí un estremecimiento que le recorría el cuerpo. Sobre nosotros, la línea del Arco se volvió más débil. Una bruma se adueñó del mar. Excepto que no era una bruma en el sentido normal de la palabra. Ni siquiera era meteorología.
El último vislumbre del Arco desapareció y lo mismo le pasó al horizonte. En el puente del Capetown Maru, la brújula debía de haber empezado su rotación; el capitán hizo sonar la sirena, un ruido brutalmente estrepitoso, el bramido del espacio violentado. Alcé la vista. Las estrellas se arremolinaban juntas de forma mareante.
—Ahora —gritó Diane en medio del ruido.
Me incliné sobre la baranda de acero, con su mano en la mía, y abrimos la tapa de la ampolla. Las cenizas trazaron espirales en el aire, como nieve ante las luces del barco. Se desvanecieron antes de estrellarse contra las turbulentas aguas negras; esparcidas, quise creer, en el vacío que atravesábamos invisiblemente, el lugar sin océanos entre las estrellas cosido entre dos mundos.
Diane se apoyó sobre mi pecho y el sonido de la sirena reverberó por nuestros cuerpos como un latido hasta que cesó.
Entonces levantó la cabeza.
—El cielo —dijo.
Las estrellas eran nuevas y desconocidas.
Por la mañana todos subimos a cubierta, todos nosotros: En, sus padres, Ibu Ina, los demás pasajeros, incluso Jala y unos cuantos tripulantes fuera de servicio, para oler el aire y sentir el calor del nuevo mundo.
Podía haber sido la tierra, a juzgar por el color del cielo, el calor y la luz. El cabo de Puerto Magallanes había aparecido como una línea abrupta sobre el horizonte, un promontorio rocoso y unas cuantas líneas de humo pálido que se elevaban verticalmente y luego se desintegraban hacía el oeste al encontrar una corriente alta.
Ibu Ina se puso junto a nosotros en la baranda. En iba pegado a ella.
—Parece familiar —dijo Ina—. Pero da una sensación completamente diferente.
Matas de plantas en espiral flotaban en nuestra estela, arrastradas desde Equatoria por mareas o tormentas, enormes hojas con ocho dedos que flotaban lacias sobre la superficie del agua. El Arco quedaba a nuestras espaldas, y ya no era una puerta, sino una puerta de regreso, un tipo completamente distinto de puerta.
—Es como si hubiera terminado una historia y hubiera empezado otra.
En no estaba de acuerdo.
—No —dijo solemnemente, inclinándose contra el viento como si pudiera hacer que el futuro se adelantara—. La historia no empieza hasta que no lleguemos a tierra.
Agradecimientos
He inventado un par de enfermedades con propósitos dramáticos para esta novela. El SDCV es una epizootia del ganado sin contrapartida en el mundo real. La EMA también es completamente imaginaria, pero sus síntomas imitan los de la esclerosis múltiple. Aunque la EM no tiene cura por ahora, hay un cierto número de terapias prometedoras que ya han sido introducidas o están en el horizonte. Sin embargo, las novelas de ciencia ficción no deberían ser confundidas con publicaciones especializadas de medicina. Para los lectores que tengan interés en la EM, una de las mejores fuentes disponibles en la red es www.nationalmssociety.org.
El futuro que he extrapolado para Sumatra y el pueblo minangkabau también es en gran parte de mi propia invención, pero la cultura matrilineal de los minangkabau y su coexistencia con el Islam moderno ha atraído la atención de los antropólogos; ver el estudio de Peggy Reeves Sanday, Women at the Center: Life in a Modern Matriarchy [Mujeres en el centro: La vida en un matriarcado moderno]
Los lectores interesados en las corrientes de pensamiento científico sobre la evolución y el futuro del sistema solar puede que deseen echarle un vistazo a The Life and Death of Vianet Earth [Vida y muerte de la tierra] de Peter D. Ward y Donald Brownlee, o a Our Cosmic Origins [Nuestros orígenes cósmicos], de Armand Delsemme para ver información que no haya sido refractada por la lente de la ciencia ficción.
Y una vez más, de entre toda la gente que ayudó a que escribir este libro fuera posible (y también les doy las gracias a todos ellos), el premio al Mejor Jugador de la Liga recae en mi esposa, Sharry.