Silencio y ver el cielo: Jase, como era típico en él, había decidido que quería ambas cosas.
Diane y Jason habían nacido con minutos de diferencia pero eran obviamente más bien hermanos que gemelos idénticos; nadie excepto su madre los llamaba gemelos. Jason solía decir que eran el resultado de «espermatozoides dipolares que penetraron en óvulos con cargas opuestas». Diane, cuyo IQ era casi tan impresionante como el de su hermano, pero que mantenía su vocabulario atado con una correa más corta, hacía la comparación de «prisioneros diferentes que escaparon de la misma celda»[2].
Ambos me hacían sentirme intimidado.
Jason, a los trece años, no sólo era tan listo que daba miedo sino que además estaba en buena forma física: no era especialmente musculoso, pero sí vigoroso y solía ganar en las carreras y en los deportes de competición. Medía ya casi metro ochenta en aquel entonces, era flacucho y su rostro desgarbado se veía redimido por una sonrisa torcida pero genuina. Su cabello, en aquellos días, era rubio y estropajoso.
Diane medía unos doce centímetros menos que él, rechoncha sólo si se la comparaba con su hermano, y de piel más oscura. Su complexión era clara exceptuando las pecas que rodeaban sus ojos y le daban un aspecto de máscara: «Mi antifaz de mapache», solía decir. Lo que más me gustaba de Diane, y yo ya había llegado a una edad en la que esos detalles cobraban una importancia pobremente comprendida pero innegable, era su sonrisa. Rara vez sonreía, pero cuando lo hacía era espectacular. Estaba convencida de que sus dientes eran demasiado prominentes (y estaba equivocada), y había tomado el hábito de cubrirse la boca cuando se reía. Me gustaba hacerla reír, pero era su sonrisa lo que anhelaba en secreto.
La semana pasada, el padre de Jason le había regalado unos caros binoculares de astronomía. Había estado jugueteando con ellos durante toda la tarde, mirando el póster de viaje que había encima de la tele, fingiendo ver Cancún desde las afueras de Washington, hasta que al final se levantó y dijo:
—Tenemos que salir a ver el cielo.
—No —dijo Diane al instante—. Ahí fuera hace frío.
—Pero está despejado. Es la primera noche despejada de esta semana. Y sólo hace un poco de fresco.
—Esta mañana había hielo en el césped.
—Escarcha —contraatacó Jason.
—Es más de medianoche.
—Es viernes por la noche.
—Se supone que no podemos salir del sótano.
—Se supone que no debemos perturbar la fiesta. Nadie dijo nada acerca de salir al exterior. Nadie nos verá, si lo que pasa es que tienes miedo de que nos pillen.
—No tengo miedo de que nos pillen.
—Y entonces, ¿de qué tienes miedo?
—De que se me congelen los pies mientras te escucho parlotear.
Jason se volvió hacia mí.
—¿Y tú qué, Tyler? ¿Quieres venir a ver el cielo?
Para mi pesar, los gemelos a menudo me pedían que arbitrara sus discusiones. Era una posición en la que saldría perdiendo hiciera lo que hiciera. Si me alineaba con Jason, me pondría en contra de Diane; pero si me ponía de parte de Diane demasiado a menudo, entonces parecería… bueno, parecería obvio. Así que le dije:
—Pues no sé, Jase, fuera hace bastante frío…
Fue Diane la que me permitió salirme de la trampa. Me puso una mano en el hombro y me dijo:
—No te preocupes. Supongo que un poco de aire fresco será mejor que tener que escuchar sus quejas.
Así que cogimos nuestras chaquetas del pasillo del sótano y salimos por la puerta de atrás.
La Gran Casa no era tan grandiosa como implicaba el nombre que le habíamos puesto, pero era más grande que el hogar medio en este barrio de clase media-alta y tenía una parcela de terreno mayor que las demás. Una gran extensión ondulante de césped bien cuidado daba a un grupo de pinos silvestres que bordeaban un arroyo algo contaminado. Jason escogió un lugar para mirar las estrellas a medio camino entre la casa y el pinar.
Octubre había sido agradable hasta ayer, cuando un frente frío había acabado con el veranillo de San Juan. Diane se abrazó las costillas y tiritó ostensiblemente, pero sólo para castigar a Jason. El aire nocturno era simplemente fresco, no helado. El cielo estaba cristalino y la hierba relativamente seca, aunque posiblemente de madrugada volvería a helar. No había luna ni rastro de nubes. La Gran Casa estaba iluminada como un barco fluvial del Misisipi y proyectaba su feroz luminiscencia amarillenta por todo el césped, pero sabíamos por experiencia que en noches como ésa, si te ponías en la sombra de un árbol, desaparecías de la vista como si hubieras caído en un agujero negro.
Jason se tumbó de espaldas y apuntó sus binoculares al cielo estrellado.
Me senté con las piernas cruzadas junto a Diane y observé cómo sacaba del bolsillo de su chaqueta un cigarrillo, que probablemente le había robado a su madre (Carol Lawton, cardióloga y supuestamente exfumadora, guardaba en secreto cajetillas de cigarrillos en su cómoda, su escritorio y en un cajón de la cocina. Mi madre me lo había contado). Se llevó el cigarrillo a los labios y lo encendió con un mechero traslúcido; momentáneamente, la llama fue lo más brillante en la noche; y exhaló una vaharada de humo que remolineó vigorosamente en la oscuridad.
Me pilló observándola.
—¿Quieres una calada?
—Tiene doce años —dijo Jason—. Ya tiene suficientes problemas. No necesita un cáncer de pulmón.
—Claro —dije yo. Ahora ya se trataba de un asunto de honor.
Diane, con expresión divertida, me pasó el cigarrillo. Inhalé tentativamente y me las arreglé para no toser.
Me lo retiró.
—No te entusiasmes demasiado.
—Tyler —dijo Jason—, ¿sabes algo acerca de las estrellas?
Aspiré un buen trago de aire fresco y limpio.
—Por supuesto que sí.
—No quiero decir lo que aprendes leyendo esas novelas de bolsillo. ¿Puedes nombrar alguna estrella?
Me sonrojé, pero esperaba que en la oscuridad no se notara.
—Arturo —dije—, Alfa Centauri. Sirio. La estrella Polar…
—¿Y cuál —preguntó Jason— es el sistema originario de los klingon?
—No seas malo —dijo Diane.
Los gemelos eran precozmente inteligentes. Yo no era precisamente tonto, pero ambos me superaban por mucho, y todos lo sabíamos. Iban a una escuela para niños excepcionales; yo cogía el autobús para ir a la escuela pública. Era una de las diferencias obvias entre nosotros. Ellos vivían en la Gran Casa, yo vivía con mi madre en el búngalo situado en el rincón este del terreno; sus padres tenían carreras, mi madre les limpiaba la casa. De alguna forma, éramos capaces de aceptar esas diferencias sin convertirlas en una brecha insalvable.
—Vale —dijo Jason—, ¿puedes señalar la estrella Polar?
Polaris, la estrella del Norte. Había estado leyendo sobre la esclavitud y la guerra civil. En aquellos tiempos había una canción de esclavos fugitivos que decía:
«Cuando vuelva el sol» quería decir después del solsticio de invierno. El invierno de la codorniz, como se conocía en el Sur. El Cazo era la Osa Mayor, y el recipiente del cazo señalaba a la estrella Polar, que estaba justo al norte, la dirección de la libertad: encontré el Cazo y meneé la mano en la dirección general esperando acertar.
—¿Ves? —le dijo Diane a Jason, como si hubiera demostrado un argumento en una discusión de la que no se habían molestado en hacerme partícipe.
2
Juego de palabras intraducible basado en la polisemia de «cell» en inglés: celda y también célula.