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—No está mal —concedió Jason—. ¿Sabes lo que es un cometa?

—Sí.

—¿Quieres ver uno?

Asentí y me tumbé a su lado, todavía lamentando el sabor agrio del cigarrillo de Diane en mi boca. Jason me mostró cómo apoyar los codos en el suelo, luego me permitió que me llevara los binoculares a los ojos y que ajustara el enfoque hasta que las estrellas se convirtieron en óvalos borrosos y luego en puntas de alfiler, más de las que podía ver a simple vista. Recorrí el cielo hasta que encontré, o supuse que había encontrado, el punto al que Jason me había dirigido: un diminuto nódulo de fosforescencia contra la despiadada negrura del cielo.

—Un cometa… —comenzó a decir Jason.

—Lo sé. Un cometa es una especie de bola de nieve sucia que cae hacia el sol.

—Se podría decir así. —El tono era desdeñoso—. ¿Sabes de dónde vienen los cometas, Tyler? Vienen del límite del sistema solar… de una especie de halo de hielo alrededor del sol que comienza en la órbita de Plutón y se extiende hasta llegar a mitad de camino a la estrella más cercana. Ahí fuera hace más frío de lo que podrías imaginar jamás.

Asentí, sintiéndome un poco incómodo. Había leído la suficiente ciencia ficción para entender la indescriptible e inconcebible enormidad del cielo nocturno. Era algo en lo que a veces me gustaba pensar, aunque podía ser un poco intimidante cuando lo hacía en el momento equivocado de la noche, cuando la casa estaba en silencio y a oscuras.

—¿Diane? —dijo Jason—. ¿Quieres mirar?

—¿Tengo que hacerlo?

—No, por supuesto que no tienes que hacerlo. Puedes quedarte ahí sentada ahumándote los pulmones y babeando, si lo prefieres.

—Listillo. —Aplastó el cigarrillo en la hierba y tendió la otra mano. Le pasé los binoculares.

—Ten cuidado con eso. —Jase estaba profundamente enamorado de sus binoculares. Todavía olían a plástico de embalaje y poliestireno.

Diane ajustó el enfoque y miró. Se quedó en silencio durante un momento, y luego dijo:

—¿Sabes lo que veo cuando uso esta cosa para mirar a las estrellas?

—¿Qué?

—Las mismas viejas estrellas de siempre.

—Usa tu imaginación —dijo Jason. Parecía realmente enfadado.

—Si puedo usar mi imaginación ¿para qué necesito los binoculares?

—Quiero decir que pienses en lo que estás contemplando.

—Oh —dijo Diane. Y luego—: Oh. ¡Oh! Jason, veo…

—¿Qué?

—Creo que… sí… ¡es Dios! ¡Y tiene una gran barba blanca! ¡Y lleva una pancarta! ¡Y en la pancarta pone… Jason es idiota!

—Muy divertido. Si no sabes usarlos, devuélvemelos.

Jason le tendió la mano; ella le ignoró. Se sentó en la hierba y dirigió los binoculares a las ventanas de la Gran Casa.

La fiesta seguía a toda marcha desde por la tarde. Mi madre me había dicho que las fiestas de los Lawton eran «sesiones intensivas de peloteo para jefazos corporativos», pero tenía un desarrollado sentido de la hipérbole, así que había que tomarse lo que decía con precaución. La mayoría de los invitados, según había dicho Jason, eran gente prometedora de la industria aeroespacial o personal que trabajaba para políticos. No de la vieja alta sociedad de Washington, sino recién llegados adinerados con raíces en el oeste y conexiones en la industria de defensa. E. D. Lawton, el padre de Jason y Diane, celebraba uno de esos acontecimientos sociales cada tres o cuatro meses.

—Negocios como de costumbre —dijo Diane desde detrás de los óvalos gemelos de los binoculares—. Baile y bebida en el primer piso. Más bebida que baile, llegados a este punto. Parece que la cocina está cerrando. Creo que los camareros están a punto de irse a casa. Las cortinas están corridas en el estudio. E. D. está en la biblioteca con un par de tipos importantes. ¡ Ag! Uno de ellos se está fumando un puro.

—Tu asco es poco convincente —dijo Jason—. Señorita Marlboro.

Diane prosiguió catalogando las ventanas invisibles mientras Jason se acercaba más a mí.

—Muéstrale el universo —me susurró—, y preferirá ponerse a espiar una fiesta.

No sabía cómo responder a eso. Como gran parte de lo que decía Jason, me sonaba más ingenioso y sagaz que cualquier cosa que se me hubiera podido ocurrir a mí.

—Mi dormitorio —dijo Diane—. Vacío, gracias a Dios. El dormitorio de Jason, vacío, exceptuando el ejemplar de Penthouse bajo el colchón…

—Los binoculares son buenos, pero no tanto.

—El dormitorio de Carol y E. D., vacío; el dormitorio de invitados…

—¿Y bien?

Pero Diane no dijo nada. Se quedó sentada completamente inmóvil con los binoculares pegados a los ojos.

—¿ Diane? —dije.

Diane se quedó en silencio unos segundos más. Entonces se estremeció, se giró y le tiró, le lanzó, los binoculares a Jason, que protestó pero no pareció entender que Diane acababa de ver algo que le había resultado perturbador. Estaba a punto de preguntarle si se encontraba bien…

Y en ese momento desaparecieron las estrellas.

No fue gran cosa.

La gente a menudo lo dice así, la gente que lo vio ocurrir. No fue gran cosa. La verdad es que no lo fue, y lo digo como testigo: estaba contemplando el cielo mientras Diane y Jason reñían. No ocurrió nada excepto un momento de un extraño resplandor que dejó una especie de imagen de sobreexposición de las estrellas en mis retinas en una fosforescencia verde y fría. Parpadeé y Jason dijo:

—¿Qué fue eso? ¿Un relámpago?

Y Diane seguía sin decir nada.

—Jason —dije, parpadeando todavía. —¿Qué? Diane, juro ante Dios que como hayas roto una lente de los…

—Cállate —dijo Diane.

Y entonces dije.

—Callaos los dos. Mirad. ¿Qué le ha ocurrido a las estrellas? Ambos alzaron las cabezas hacia el cielo.

De los tres, sólo Diane estaba preparada para creer que las estrellas habían «desaparecido» de verdad, que se habían extinguido como velas al viento. Eso era imposible, insistió Jason: la luz de esas estrellas había viajado cincuenta, o cien, o cien millones de años luz, dependiendo del origen; desde luego que no habían dejado todas de brillar siguiendo una secuencia infinitamente elaborada diseñada para que el apagón pareciera simultáneo desde la Tierra. De todas formas, señalé, el sol también era una estrella, y todavía seguía brillando, al menos al otro lado del planeta… ¿no?

Por supuesto que sí. Y si no, dijo Jason, todos estaríamos congelados y muertos para cuando llegara el día.

Así que, lógicamente, las estrellas seguían brillando pero no podíamos verlas. No habían desaparecido, sino que estaban oscurecidas: eclipsadas. Sí, el cielo se había vuelto repentinamente una negrura de ébano, pero se trataba de un misterio, no de una catástrofe.

Pero otro aspecto del comentario de Jason se había enquistado en mi imaginación. ¿Y si el sol en realidad había desaparecido? Me imaginé la nieve cayendo en una oscuridad perpetua, y luego, supuse, el mismo aire congelándose en otra clase de nieve, hasta que toda la civilización humana quedara enterrada bajo lo que respirábamos. Era mejor, vaya si lo era, suponer que las estrellas habían sido «eclipsadas». Pero ¿qué lo había hecho?

—Bueno, obviamente, algo enorme. Algo rápido. ¿Viste como ocurría, Tyler? ¿Ocurrió todo de repente o algo atravesó el cielo?

Le conté que las estrellas habían brillado más de lo normal y que luego se apagaron, todas a la vez.

—Que le den a las putas estrellas —dijo Diane. (Me quedé estupefacto: puta no era una palabra que ella acostumbrara a usar, aunque Jase y yo la usábamos con bastante libertad ahora que nuestra edad había alcanzado las dos cifras. Muchas cosas habían cambiado en ese verano).