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—¿No la has despertado?

—¿Y qué iba a poder hacer ella, Diane? ¿Hacer regresar las estrellas?

—Supongo que no. —Hizo una pausa—. Tyler —dijo.

—Sigo aquí.

—¿Qué es lo primero que recuerdas?

—¿Qué quieres decir? ¿De hoy?

—No. Lo primero que recuerdas de tu vida. Sé que es una pregunta estúpida, pero creo que me gustaría hablar durante cinco o diez minutos de otra cosa que no fuera el cielo.

—¿Lo primero que recuerdo? —Reflexioné durante unos instantes—. Eso sería cuando estábamos en Los Angeles, antes de mudarnos al este. —Cuando mi padre todavía vivía y trabajaba para E. D. Lawton en su firma en Sacramento antes de que llegara a prosperar tanto—. Teníamos un apartamento con grandes cortinas blancas en el dormitorio. Lo primero que realmente recuerdo es observar cómo se movían las cortinas con el viento. Era un día soleado, la ventana estaba abierta y soplaba la brisa. —El recuerdo era inesperadamente conmovedor, como el último vistazo a la línea de la marea antes de que fuera cubierta—. ¿Y tú?

Lo primero que Diane podía recordar era también un momento en Sacramento, aunque era uno muy diferente. E. D. se había llevado a los dos niños a hacer una visita a la planta, ya entonces preparando a Jason para su papel de heredero. Diane se había quedado fascinada con las enormes planchas perforadas del suelo de la fábrica, las bobinas de hilo de aluminio ultrafino que eran tan grandes como casas, el ruido constante. Todo era tan enorme que casi esperaba encontrarse con un gigante de cuento de hadas encadenado a las paredes, prisionero de su padre.

No era un buen recuerdo. Dijo que se sentía ignorada, casi perdida, abandonada en el interior de una inmensa y aterradora maquinaria de construcción.

Hablamos sobre eso durante un rato. Entonces Diane me dijo:

—Mira al cielo.

Miré por la ventana. Del horizonte occidental manaba la luz suficiente para dotar al cielo de un color azul tinta.

No quise confesar el alivio que sentí.

—Supongo que tenías razón —dijo, repentinamente animada—. El sol ha salido, después de todo.

Por supuesto, en realidad no era el sol. Era un sol impostor, un engaño ingenioso. Pero entonces no lo sabíamos.

Mayoría de edad en agua hirviendo

La gente más joven que yo me pregunta: ¿Por qué no hubo pánico? ¿Por qué no le entró el pánico a nadie? ¿Por qué tu generación aceptó el hecho sin más, por qué entrasteis en el Spin sin siquiera un murmullo de protesta?

A veces digo: «pero ocurrieron cosas terribles».

A veces digo: pero no comprendíamos. ¿Y qué podíamos haber hecho?».

Y a veces cito la parábola de la rana. Tira una rana dentro de agua hirviendo y saldrá de un salto. Tira una rana dentro de un caldero de agua agradablemente templada, aumenta el fuego lentamente, y la rana estará muerta antes de darse cuenta de que tiene un problema.

La erradicación de las estrellas no fue algo lento ni sutil, pero tampoco fue, para la mayoría de nosotros, algo desastroso. Si eras un astrónomo o un estratega de defensa, si trabajabas en la industria de las telecomunicaciones o en la aeroespacial, probablemente pasarías los primeros días del Spin en un estado de terror abyecto. Pero si eras un conductor de autobús o freías hamburguesas, entonces era más o menos agua templada.

Los medios de comunicación en inglés lo llamaron «El Suceso de Octubre» (no sería el «Spin» hasta unos cuantos años después), y su primer efecto obvio fue la destrucción de la industria de cientos de miles de millones de dólares de satélites orbitales. Perder los satélites significó perder toda la televisión retransmitida y emitida directamente por satélite; hizo que el sistema de telefonía móvil no funcionara bien y convirtió en inútil al sistema GPS; atascó internet, convirtió en obsoleta gran parte de la tecnología militar más sofisticada y moderna, redujo la vigilancia global y las operaciones de reconocimiento, y obligó a los hombres del tiempo a dibujar isóbaras sobre mapas de los Estados Unidos en vez de usar proyecciones creadas por ordenador a partir de imágenes de satélites meteorológicos. Los repetidos intentos por contactar con la Estación Espacial Internacional fracasaron uno tras otro. Los lanzamientos comerciales programados desde Cañaveral (y Baikonur, y Kourou) fueron postergados indefinidamente.

Significaba, a largo plazo, malísimas noticias para GE Americom, AT T, COMSAT y Hughes Communications entre muchas otras compañías.

Y si ocurrieron cosas terribles a consecuencia de aquella noche, aunque la mayoría de ellas quedaron oscurecidas por los apagones informativos. Las noticias viajaban como susurros, apretadas en el interior de cables de fibra óptica transatlánticos en vez de rebotar por el espacio orbital; pasó casi una semana antes de que supiéramos que un misil paquistaní Hatf V equipado con una ojiva nuclear, lanzado por error o por mal cálculo en los confusos primeros momentos del Suceso, se había desviado de su rumbo y había vaporizado un valle agrícola del Hindú Kush. Era el primer artefacto nuclear que detonaba en acción bélica desde 1945, y por trágico que fuera el acontecimiento, dado el nivel de paranoia engendrado por la pérdida de las telecomunicaciones, tuvimos suerte de que sólo ocurriera una vez. Según algunos informes casi perdimos Teherán, Tel Aviv y Pyongyang.

Confortado por el amanecer, dormí hasta mediodía. Cuando me levanté y vestí, encontré a mi madre en la sala de estar, todavía en su bata acolchada, mirando la televisión con el ceño fruncido. Cuando le pregunté si había desayunado, me dijo que no. Así que preparé un almuerzo para los dos.

Mi madre debía de tener cuarenta y cinco años en aquel otoño. Si me hubieran pedido que escogiera una palabra que la definiera, hubiera dicho «sólida». Rara vez se enfadaba y la única vez en mi vida que la vi llorar fue la noche en que la policía vino a casa (cuando todavía estábamos en Sacramento) para decirle que mi padre había, muerto en la 80 cerca de Vacaville, cuando volvía a casa en coche de regreso de un viaje de negocios. Creo que tenía mucho cuidado de dejarme ver sólo ese aspecto de ella. Pero tenía otros aspectos. Había un retrato en una estantería en la sala de estar, tomado años antes de que yo naciera, de una mujer tan esbelta, hermosa e intrépida que me sobresalté cuando me contó que era una foto suya.

Claramente, no le gustaba lo que oía en la tele. Una estación local estaba realizando un noticiario a tiempo completo, repitiendo historias emitidas por emisoras de onda corta y por radioaficionados, además de confusos llamamientos a la calma emitidos por el gobierno federal.

—Tyler —me dijo, haciéndome una seña para que me sentara—, es difícil de explicar. La noche pasada ocurrió algo…

—Lo sé —dije—. Lo oí antes de irme a la cama.

—¿Lo sabías? ¿Y no me despertaste?

—No estaba seguro…

Pero su enfado desapareció tan rápidamente como había o parecido.

—No —dijo—, está bien, Ty. Supongo que no me perdí nada al seguir durmiendo. Es gracioso… me siento como si siguiera durmiendo.

—Sólo se trata de las estrellas —dije como un idiota.

—Las estrellas y la luna —me corrigió—. ¿No oíste lo de la luna? Por todo el mundo, nadie puede ver las estrellas ni la luna.

La luna era una pista, por supuesto.

Me quedé un rato sentado con mi madre, y luego la dejé con la mirada fija en la tele («De vuelta antes de que oscurezca», dijo, y lo decía en serio) y me llegué hasta la Gran Casa. Toqué a la puerta de atrás, la puerta que usaban el cocinero y la criada, aunque los Lawton tenían cuidado de no llamarla nunca la «entrada del servicio». También era la puerta por la que entraba mi madre los días laborables para realizar sus tareas en la casa de los Lawton.