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La señora Lawton, la madre de los gemelos, me abrió la puerta, me miró con expresión ausente y me hizo una seña hacia el piso de arriba. Diane seguía durmiendo, la puerta de su cuarto estaba cerrada. Jason no había dormido y, por lo que parecía, no planeaba hacerlo. Lo encontré en su cuarto atento a una radio de onda corta.

La habitación de Jason era una cueva de Aladino llena de lujos que envidiaba pero que había asumido que no tendría: un ordenador con una conexión ultrarrápida a internet, una televisión de segunda mano que era dos veces mayor que la que había en la sala de estar de mi casa.

—La luna ha desaparecido —le dije por si no había oído la noticia.

—Interesante, ¿no? —Jase se levantó y se estiró, pasándose los dedos por el pelo despeinado. No se había cambiado de ropa desde la noche pasada. Ese tipo de descuido no era propio de él. Jason, aunque era un genio según decía todo el mundo, jamás se había comportado como uno en mi presencia… es decir, no actuaba como los genios que había visto en las películas; no bizqueaba, tartamudeaba o escribía ecuaciones en las paredes. Hoy, sin embargo, parecía completamente distraído—. La luna no ha desaparecido, por supuesto, ¿cómo podría? Según la radio, en la costa atlántica se están registrando las mareas normales. Así que la luna sigue ahí. Y si la luna sigue ahí, entonces también siguen las estrellas.

—Y entonces, ¿por qué no podemos verlas?

Me dedicó una mirada irritada.

—Y yo qué sé. Todo lo que digo es que se trata, al menos en parte, de un fenómeno óptico.

—Mira por la ventana, Jase. Brilla el sol. ¿Qué tipo de ilusión óptica deja que pase el sol pero oculta las estrellas y la luna?

—Y te repito que yo qué sé. Pero ¿cuál es la alternativa, Tyler? ¿Que alguien metió la luna y las estrellas en un saco y se las llevó?

No, pensé. Era la Tierra la que estaba en el saco, por alguna razón que ni siquiera Jason podía adivinar.

—Pero es un buen argumento —dijo—, lo del sol. No es una barrera óptica sino un filtro óptico.

—¿Y quién lo puso ahí?

—Y yo qu… —sacudió la cabeza con irritación—. Estás deduciendo demasiadas cosas. ¿Quién dice que tuvo que ser alguien el que lo pusiera? Podría ser un suceso natural que se da una vez cada millón de años, como la inversión de los polos magnéticos. Es un gran salto suponer que hay una inteligencia detrás de ello.

—Pero podría ser cierto.

—Hay muchísimas cosas que podrían ser ciertas.

Ya había aguantado suficientes chascarrillos bienintencionados sobre mis lecturas de ciencia ficción para no decir la palabra «alienígenas». Pero por supuesto, fue lo primero que se me ocurrió. A mí y a un montón de gente más. E incluso Jason tuvo que admitir que la idea de una intervención extraterrestre se había convertido en infinitamente más plausible en el curso de las últimas veinticuatro horas.

—Pero aunque sea eso —dije—, hay que preguntarse por qué lo harían.

—Sólo hay dos razones plausibles. Para ocultarnos algo. O para ocultarnos de algo.

—Tú padre ¿qué cree?

—No le he preguntado. Lleva al teléfono todo el día. Probablemente está intentando deshacerse de todas sus acciones de GTE por adelantado —era una broma, y no estaba seguro de lo que quería decir, pero también era mi primer indicio de lo que la pérdida del espacio orbital podía significar para la industria aeroespacial en general y para la familia Lawton en particular—. No he dormido nada esta noche —admitió—. Temía perderme algo. A veces envidio a mi hermana. Ya sabes, «que me despierten cuando alguien haya descubierto lo que pasa.»

Me enfurecía ante lo que percibí como un insulto a Diane.

—Ella tampoco durmió —dije.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? Y tú ¿cómo lo sabes?

Atrapado.

—Hablamos por teléfono un rato…

—¿Ella te llamó?

—Sí, cerca del amanecer.

—Jesús, Tyler, te estás sonrojando.

—No señor.

—Oh, sí.

Me salvó una repentina llamada a la puerta: E. D. Lawton, que tampoco parecía haber dormido mucho.

El padre de Jason tenía una presencia intimidante. Era grande, de hombros anchos, difícil de complacer y de ira fácil; los fines de semana se movía por la casa como un frente tormentoso, todo relámpagos y truenos. Mi madre me había dicho una vez que «E. D. no es el tipo de persona del que te gustaría atraer la atención. Jamás entendí por qué Carol se casó con él».

No era exactamente el clásico hombre de negocios hecho a sí mismo. Su abuelo, el fundador ya jubilado de una firma de abogados de San Francisco con un éxito espectacular, había avalado la mayor parte de las primeras empresas de E. D., pero había creado un lucrativo negocio de instrumentación de gran altitud y tecnología más ligera que el aire, y lo había hecho a la manera difícil, sin contactos reales en la industria, al menos cuando empezó.

Entró en el cuarto de Jason con expresión irritada. Sus ojos se centraron en mí y destellaron.

—Lo siento, Tyler, pero tendrás que irte a casa. Tengo que hablar de unas cuantas cosas con Jason.

Jase no objetó y yo tampoco tenía muchas ganas de quedarme. Así que me encogí en mi chaqueta de paño y salí por la puerta de atrás. Pasé el resto de la tarde en el arroyo, haciendo rebotar guijarros y observando a las ardillas acumular provisiones para el inminente invierno.

El sol, la luna y las estrellas.

En los años siguientes, crecieron niños que jamás habían visto las estrellas con sus propios ojos; la gente que sólo tenía cinco o seis años menos que yo llegaron a la madurez conociendo las estrellas sólo por las viejas películas y por tópicos cada vez más alejados de la realidad. Una vez, cuando tenía treinta, le puse a una muchacha la canción del compositor del siglo XX Antonio Carlos Jobin titulada Corcovado, «Noches tranquilas de estrellas silenciosas», y la muchacha me preguntó, con los ojos abiertos y completamente en serio:

—¿Las estrellas hacían ruido?

Pero habíamos perdido algo más sutil que unas pocas luces en el cielo. Habíamos perdido la confianza en nuestro lugar en el universo. La Tierra es redonda, la Luna da vueltas alrededor de la Tierra, la Tierra alrededor del Soclass="underline" a eso llegaba la cosmología que la mayoría de la gente aprendía o necesitaba, y dudaba que más de uno entre cien le dedicara algún pensamiento más al asunto después ¿z dejar el instituto. Pero se quedaron perplejos cuando les robaron las estrellas.

No obtuvimos un comunicado oficial sobre el Sol hasta la segunda semana del Suceso de Octubre.

El Sol parecía moverse según su camino predecible y eterno. Salía y se ponía de acuerdo a las efemérides, los días se acortaban según la precesión natural; no había nada que sugiriera una emergencia solar. Muchas cosas en la Tierra, incluyendo la vida, dependen del tipo y cantidad de radiación solar que llega a la superficie del planeta y, en general, eso no ha cambiado. Todo lo que vemos a simple vista del Sol sugiere la misma estrella de clase G que lleva haciéndonos parpadear durante todas nuestras vidas.

Lo que le faltaba, sin embargo, eran manchas solares, prominencias y erupciones.

El sol es un objeto violento y turbulento. Bulle, hierve, resuena como una campana henchido de vastas energías; baña al sistema solar en un flujo de partículas que nos matarían a todos si no estuviésemos protegidos por el campo magnético de la tierra. Pero desde el Suceso de Octubre, los astrónomos anunciaron que el sol se había convertido en un orbe perfectamente geométrico, completamente uniforme y de luminosidad inmaculada. Y desde el norte llegaron noticias de que la aurora boreal, producto de la interacción de nuestro campo magnético con esas partículas solares cargadas, se había apagado como las luces del cartel de una mala obra de Broadway.