Otras ausencias en el nuevo cielo nocturno: nada de estrellas fugaces. La Tierra solía recoger casi cuarenta mil toneladas de polvo espacial al año y la gran mayoría se incineraba por la fricción atmosférica. Pero ya no: ningún meteorito espectacular penetró en la atmósfera durante las primeras semanas del Suceso de Octubre, y tampoco lo hizo ninguno de los meteoritos microscópicos llamados partículas de Brownlee. En términos astrofísicos, era un silencio atronador. Ni siquiera Jason podía explicar eso.
Así que el sol no era el sol; pero seguía brillando, falso o no, y según pasaban los días, según se acumulaban y apilaban, la estupefacción se hizo más profunda, pero la sensación de emergencia pública menguó (el agua no hervía, sólo estaba templada)…
Pero qué magnífica ocasión para hablar. No sólo acerca del misterio celestial, sino de las consecuencias inmediatas: el crack de las empresas de telecomunicaciones; las guerras en el extranjero que ya no se podían seguir y comentar por satélite; las bombas inteligentes guiadas por GPS convertidas en irremediablemente estúpidas; la fiebre del oro de la fibra óptica. Desde Washington se emitían declaraciones con una regularidad deprimente: «A día de hoy no tenemos pruebas de acción hostil por parte de nación o agencia alguna y las mejores mentes de nuestra generación están trabajando para comprender, explicar y como fin último revertir los efectos negativos potenciales de esta envoltura que ha oscurecido nuestra visión del universo». Tranquilizadora ensalada de palabras por parte de una administración que seguía con la esperanza de poder identificar a un enemigo, terrestre o no, capaz de cometer tal acto. Pero el enemigo era obstinadamente elusivo. La gente empezó a hablar de «una hipotética inteligencia controladora». Incapaces de ver más allá de las paredes de nuestra prisión, nos vimos reducidos a cartografiar sus límites y rincones.
Jason se retiró a su cuarto durante la mayor parte del mes posterior al Suceso. Durante ese tiempo no hablé con él directamente, sólo lo vislumbraba cuando el autobús de la academia Rice venía a recoger a los gemelos. Pero Diane me llamaba al móvil casi todas las noches, normalmente alrededor de las diez o las once, cuando ambos teníamos algo de privacidad. Yo atesoraba sus llamadas, por razones que no estaba preparado para admitir ante mí mismo.
—Jason está de un humor de perros —me dijo una noche—. Dice que si no sabemos siquiera si el sol es el sol, entonces es que no sabemos nada de nada.
—Quizá tenga razón.
—Pero es que es algo casi religioso en el caso de Jase. Siempre le han gustado mucho los mapas, ¿lo sabías, Tyler? Incluso de muy pequeño ya entendió cuál era la idea de los mapas. Le gusta saber dónde está. Le da sentido a las cosas, como solía decir. Creo que por eso está tan asustado, más que la mayoría de la gente. Nada está donde se suponía que debía estar. Ha perdido su mapa.
Por supuesto, ya se habían encontrado pistas en el escenario del crimen. Antes de que acabara la semana, los militares empezaron a recoger fragmentos de satélites caídos, satélites que habían estado en órbitas estables hasta esa noche de octubre, pero que habían sido derribados a la Tierra antes del amanecer, todos y cada uno de ellos, dejando restos con tentadoras evidencias. Pero hizo falta tiempo para que esa información llegara incluso a la bien conectada casa de E. D. Lawton.
Nuestro primer invierno de noches oscuras fue claustrofóbico y extraño. La nieve apareció temprano: vivíamos lo suficientemente cerca de Washington para ir a trabajar y volver a dormir, pero para Navidad aquello más bien parecía Vermont. Las noticias seguían siendo ominosas. Un frágil tratado de paz apresuradamente firmado por Pakistán e India se deslizaba otra vez hacia la guerra; el esfuerzo de descontaminación del Hindú Kush patrocinado por la ONU ya se había cobrado docenas de vidas además de las bajas originales. En el norte de África, ardían guerras a pequeña escala mientras los ejércitos del mundo industrializado se retiraban para reagruparse. El precio del petróleo se disparó hacia el cielo. En casa mantuvimos la calefacción unos grados por debajo de lo confortable hasta que los días empezaron a hacerse más largos (cuando volvió el sol y se oyó a la primera codorniz).
Pero frente a amenazas desconocidas y pobremente entendidas, la raza humana consiguió no apretar el botón de una guerra a escala global, para nuestra honra. Hicimos ajustes y seguimos adelante con los negocios, y hacia la primavera, la gente empezaba a hablar de «la nueva normalidad». A largo plazo, se sobreentendía que pagaríamos un precio por lo que le había ocurrido al planeta, fuera lo que fuese… pero a largo plazo, como se dice, estaremos todos muertos.
Vi el cambio en mi madre. Con el tiempo se calmó y la estación cálida, cuando finalmente llegó, alivió algo de la tensión de su rostro. Y también vi el cambio en Jason, que emergió de su refugio contemplativo. Sin embargo, me preocupaba Diane, que se negaba rotundamente a hablar de las estrellas y que últimamente me había empezado a preguntar si creía en Dios… si creía que Dios era el responsable de lo ocurrido en octubre.
No lo sé, le dije. Mi familia no iba a la iglesia. El tema me ponía un poco nervioso, francamente.
Ése fue el verano en que los tres fuimos en bicicleta hasta el centro comercial Fairway por última vez.
Habíamos hecho el viaje cien, mil veces antes. Los gemelos ya estaban algo crecidos para ello, pero en los siete años que llevábamos viviendo en los terrenos de la Gran Casa se había convertido en un ritual, el acontecimiento inevitable de los sábados de verano. Lo habíamos dejado pasar en los fines de semana lluviosos o demasiado calurosos, pero cuando hacía buen tiempo nos sentíamos atraídos, como guiados por una mano invisible, hasta nuestro punto de encuentro al final de la larga carretera de entrada a la propiedad Lawton.
Hoy el aire era suave y soplaba una brisa, la luz del sol imbuía todo lo que tocaba de una calidez orgánica. Era como si el clima quisiera confortarnos: el mundo natural estaba perfectamente, gracias por preguntar, diez meses después del Suceso de Octubre… aunque ahora fuéramos (como decía Jase de vez en cuando) un planeta cultivado, un jardín cuidado por fuerzas desconocidas en vez de una extensión de bosque silvestre cósmico.
Jason iba en una cara mountain bike, Diane en un equivalente para chica menos llamativo. Mi bicicleta era una chatarra de segunda mano que mi madre me había comprado en una tienda de ocasión. No importaba. Lo que importaba era el punzante olor a pino en el aire, y las horas desocupadas dispuestas ante nosotros. Yo lo sentía, Diane lo sentía, y creo que Jason también lo sentía, aunque parecía distraído e incluso un poco avergonzado cuando montamos en nuestras bicis esa mañana. Lo achaqué al estrés o (estábamos en agosto) a la perspectiva de otro año escolar. Jase estaba en un curso académico acelerado en Rice, una escuela donde los alumnos eran sometidos a mucha presión. El año pasado había sacado las asignaturas de matemáticas y físicas sin esfuerzo (de hecho, las podría haber dado él), pero para el siguiente semestre tenía que estudiar latín para conseguir los créditos necesarios.
—Ni siquiera es una lengua viva —dijo—. ¿Quién demonios lee latín, aparte de los académicos de clásicas? Es como aprender FORTRAN. Todos los textos importantes fueron traducidos hace mucho tiempo. ¿Me hace mejor persona leer a Cicerón en el original? ¡Cicerón, por el amor de Dios! ¡El Alan Dershowitz[3] de la República romana!
No me tomaba nada de eso muy seriamente. Una de las cosas que nos gustaba hacer en esas excursiones era practicar el arte de la queja. (No tenía ni idea de quién era Alan Dershowitz, algún chaval de la escuela de Jason, supuse). Pero hoy su humor era volátil, errático. Se levantó sobre los pedales y se adelantó un trecho a nosotros.
3
Alan Dershowitz (1938–) Abogado, profesor de derecho penal, figura política controvertida y escritor, conocido por su actuación en casos penales particularmente relevantes (O. J. Simpson, von Bülow, el juicio por obscenidad contra uno de los actores de