Выбрать главу

La carretera hacia el centro comercial serpenteaba por entre solares arbolados, casas de color pastel con jardines bien atendidos y aspersores que marcaban el aire matutino con arco iris. Puede que la luz solar fuera falsa, filtrada, pero seguía descomponiéndose en colores cuando atravesaba el agua que caía y seguía siendo una bendición cuando salíamos de debajo de la sombra de los robles a la acera blanca resplandeciente.

Después de diez o quince minutos de pedaleo sin esfuerzo la pendiente de Bantam Hill Road se alzó ante nosotros: el último obstáculo e hito geográfico en el camino hacia el centro comercial. Bantam Hill Road era empinada, pero una vez pasada la cima, el descenso por el otro lado consistía casi en planear hasta los aparcamientos del centro. Jase ya había recorrido un cuarto de la distancia por delante de nosotros. Diane me miró con expresión traviesa.

—A que te gano en una carrera —dijo ella.

Eso me desanimó por completo. Los gemelos celebraban sus cumpleaños en octubre. Así que cada verano no me llevaban un año, sino dos: los gemelos habían cumplido los catorce, pero yo seguiría teniendo doce durante otros cuatro frustrantes meses. La diferencia se traducía en ventaja física. Diane sabía que no la podía vencer subiendo la cuesta, pero arrancó pedaleando de todas formas y yo suspiré e intenté impulsar mi vieja chatarra a un nivel de competición plausible. No había nada que hacer. Diane se irguió en su artefacto de aluminio, y para cuando llegó al inicio de la cuesta ya había conseguido una velocidad considerable. Un trío de niñas que estaban haciendo marcas de tiza sobre la acera se apartó corriendo de su camino. Diane se giró para mirarme de una forma que era mitad gesto de ánimo y mitad burla.

La pendiente de la carretera le robó velocidad, pero cambió de marcha diestramente y puso sus piernas a trabajar de nuevo. Jason, en la cima, se había detenido y mantenía el equilibrio con una larga pierna estirada, mirando hacia atrás con perplejidad. Seguí esforzándome, pero a mitad de la cuesta mi antigualla de bicicleta se tambaleaba más de lo que avanzaba y me vi obligado a apearme y caminar el resto del camino hasta arriba.

Diane me sonrió cuando llegué al final.

—Tú ganas —dije.

—Lo siento, Tyler. La verdad es que no fue justo.

Me encogí de hombros, avergonzado.

Aquí la larga carretera terminaba sin salida, y había solares de futuras residencias marcados con estacas y cuerda, pero ninguna casa construida. El centro comercial quedaba al final de una larga pendiente suave y arenosa al oeste. Un camino de tierra prensada cortaba entre los arbolillos achaparrados y arbustos de bayas.

—Nos vemos abajo —dijo ella, y volvió a salir sin esperarme.

Dejamos las bicis con candado en el estacionamiento y entramos en la acristalada nave del centro comercial. El centro era un entorno reconfortante, principalmente porque había cambiado muy poco desde octubre. Puede que los periódicos y la televisión siguieran en modo de máxima alerta, pero el centro comercial vivía en un bendito estado de negación. La única evidencia de que algo había ido mal en el mundo exterior era la ausencia de antenas de satélite en las tiendas de las cadenas de electrónica de consumo y una oleada de títulos relacionados con el Suceso de Octubre en los mostradores de las librerías. Jason resopló ante un libro de tapas duras y cubierta en azules y dorados, que afirmaba que relacionaba el Suceso de Octubre con profecías bíblicas.

—El tipo más fácil de profecía —dijo Jason— es el que predice cosas que ya han ocurrido.

Diane le dedicó una mirada ofendida.

—No tienes por qué ridiculizarlo sólo porque no creas en ello.

—Técnicamente, sólo me estoy riendo de la portada. No he leído el libro.

—Quizá deberías.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que intentas defender?

—No defiendo nada. Pero quizá Dios tuviera algo que ver con lo del pasado octubre. Eso no me parece ridículo.

—La verdad —dijo Jason— es que sí que parece ridículo.

Diane puso los ojos en blanco y se adelantó dando grandes zancadas, suspirando para sí. Jase volvió a colocar el libro en el expositor.

Le dije que, en mi opinión, la gente quería comprender lo que había ocurrido y que por eso había libros como ése.

—O quizá la gente sólo finge entender. Se llama «estado de negación». ¿Quieres que te cuente algo, Tyler?

—Claro —dije.

—¿Lo guardarás en secreto? —Bajó la voz de forma que ni siquiera Diane, que estaba a unos pocos metros pudiera oírle—. Esto todavía no se ha hecho público.

Una de las cosas más notables acerca de Jason era que muchas veces sabía cosas realmente importante un día o dos antes de que aparecieran en las noticias de la noche. En ese sentido, la academia Rice era sólo su escuela diurna, su educación de verdad se llevaba a cabo bajo la tutela de su padre, y desde el principio E. D. había querido que entendiera la manera en que los negocios, la ciencia y la tecnología se entrecruzaban con el poder político. E. D. había estado aplicando ese enfoque. La pérdida de los satélites de telecomunicaciones había abierto un nuevo mercado civil y militar para los globos estacionarios de gran altitud («aeróstatos») que manufacturaba su compañía. Una tecnología marginal que ahora se convertiría en principal, y E. D. estaba en la cresta de la ola. Y a veces compartía secretos con su hijo de quince años que no se habría atrevido a susurrar a un competidor.

E. D., por supuesto, no sabía que Jase de vez en cuando compartía a su vez esos secretos. Pero yo los guardaba escrupulosamente (y de todas formas, ¿a quién se los hubiera podido contar? No tenía otros amigos de verdad. Vivíamos en el tipo de vecindario de nuevos ricos en los que las distinciones de clase se medían con precisión milimétrica: el solemne y estudioso hijo de madres solteras y trabajadoras no aparecía en la lista de invitados de nadie).

Jase bajó la voz aún más.

—¿Te acuerdas de los tres cosmonautas rusos? ¿Los que estaban en órbita en octubre pasado?

Se les dio por perdidos, y presuntamente muertos, en la noche del suceso. Asentí.

—Uno de ellos está vivo —dijo—. Está vivo y en Moscú. Los rusos no dicen mucho, pero según los rumores, está completamente loco.

Me quedé mirándolo con los ojos enormemente abiertos, pero Jason no dijo una sola palabra más.

Hizo falta una docena de años para que se supiera la verdad, pero cuando finalmente fue publicada (como nota a pie de página en una historia europea de los primeros años del Spin) recordé aquel día en el centro comercial. Lo que ocurrió fue esto:

Tres cosmonautas rusos habían estado en órbita la noche del Suceso de Octubre, de regreso de una misión de mantenimiento de la moribunda Estación Espacial Internacional. Poco después de medianoche en el huso horario local, el comandante de la misión, un tal coronel Leonid Glavin, se percató de la pérdida de señal del control de tierra e hizo repetidos intentos para restablecer el contacto, sin éxito.

Aunque aquello ya debió de ser muy alarmante para los cosmonautas, pronto empeoró. Cuando el Soyuz pasó del lado nocturno al amanecer, pareció que el planeta al que orbitaban había sido reemplazado por un orbe negro y opaco.

El coronel Glavin acabaría describiéndolo justo de esa manera: como una negrura, una ausencia visible sólo cuando ocultaba al sol, un eclipse permanente. El rápido ciclo orbital de amaneceres y ocasos era su única prueba visual de que la tierra aún existía. La luz aparecía abruptamente tras el disco silueteado, no producía ningún reflejo en la oscuridad que había abajo, y desaparecía igual de repentinamente cuando la cápsula se deslizaba hacia la noche.

Los cosmonautas no podían comprender lo que había ocurrido, y su terror debió de ser inimaginable.