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Tras una semana de orbitar la vacía negrura que tenían debajo, los astronautas votaron por intentar una reentrada sin asistencia del centro de vuelo antes que permanecer en el espacio o intentar llegar a la vacía EEI… para morir en la Tierra o en lo que se hubiera convertido ésta en vez de morir de hambre y aislados. Pero sin guía del control de tierra y orientación visual posible, se vieron obligados a confiar en cálculos extrapolados a partir de su última posición conocida. Como resultado, la cápsula Soyuz reentró en la atmósfera con un ángulo peligroso, absorbió aceleraciones brutales y perdió un paracaídas vital durante el descenso.

La cápsula se estrelló con fuerza contra la loma poblada de árboles de un monte en el valle del Ruhr. Vassily Golubev murió en el impacto; Valentina Kirchoff sufrió una herida traumática en la cabeza y murió a las pocas horas. Un aturdido coronel Glavin consiguió salir del vehículo espacial solo con abrasiones menores y una muñeca rota, y al final fue descubierto por un equipo de búsqueda y rescate alemán y luego repatriado a las autoridades rusas.

Tras repetidos interrogatorios, los rusos concluyeron que Glavin había perdido la cordura como resultado de su penosa experiencia. El coronel seguía insistiendo en que él y su tripulación habían pasado tres semanas en órbita, pero eso era obviamente una locura…

Porque la cápsula Soyuz, como todos los otros fragmentos de equipo orbital hechos por el hombre que fueron recuperados, cayó a la Tierra la misma noche del Suceso de Octubre.

Almorzamos en el área de restaurantes del centro comercial, donde Diane divisó a tres muchachas que conocía de Rice, que a mis ojos eran imposiblemente sofisticadas, con el pelo teñido de azul o rosa, con caros pantalones de campana de cintura baja y diminutas cruces de oro sobre sus pálidos cuellos. Diane recogió su MexiTaco y desertó hacia su mesa, donde las cuatro hicieron corrillo y se rieron. Repentinamente mi burrito y papas fritas ya no me parecían nada apetitosos.

Jason evaluó la expresión de mi cara.

—Sabes —dijo con amabilidad—, es algo inevitable.

—¿El qué?

—Ya no vive en nuestro mundo. Tú, yo, Diane, la Gran Casa y la Pequeña Casa, los sábados en el centro comercial, el cine de los domingos. Eso funcionaba cuando éramos niños. Pero ya no somos niños.

¿No lo éramos? No, por supuesto que no lo éramos; pero ¿había reflexionado de verdad sobre lo que eso implicaba o podría implicar?

—Hace ya un año que tiene el período —añadió Jason.

Palidecí. Eso era más de lo que necesitaba saber. Pero aun así: estaba celoso de que él lo supiera y yo no. Diane tampoco me había contado lo de su período o lo de sus amigas en la Rice. Todas las confidencias que me había ofrecido por teléfono, según entendí repentinamente, eran confidencias de niños, historias sobre Jason y sus padres y qué comidas no le gustaban en la cena. Pero aquí tenía pruebas de que me había ocultado tanto como había compartido conmigo: ahí estaba una Diane a la que jamás había conocido, despreocupadamente de manifiesto en la mesa al otro lado de la zona.

—Deberíamos irnos —le dije a Jason.

Me dedicó una mirada llena de conmiseración.

—Si eso es lo que quieres. —Se levantó.

—¿No le vas a decir a Diane que nos vamos?

—Creo que está ocupada, Tyler. Creo que ha encontrado algo que hacer.

—Pero tiene que volver con nosotros.

—No, no tiene que hacerlo.

Me sentí ofendido. No podía dejarnos tirados así como así. No era digno de ella. Así que me levanté y fui hasta la mesa de Diane. Diane y sus amigas me dedicaron toda su atención. Miré directamente a Diane, ignorando a las demás.

—Nos vamos a casa —dije.

Las tres muchachas se rieron escandalosamente. Diane sonrió avergonzadamente y dijo:

—Vale, Ty. Muy bien. Nos vemos luego.

—Pero…

Pero ¿qué? Ya ni me miraba.

Cuando me alejaba, oí a una de sus amigas preguntar si yo era «otro hermano». No, dijo ella. Sólo un niño que conocía.

Jason, que se había vuelto irritantemente comprensivo, se ofreció a intercambiar bicicletas para el viaje de vuelta. En ese momento no me importaba nada su bicicleta, pero pensé que el intercambio podía ayudarme a disimular mis sentimientos.

Y así pedaleamos de vuelta a lo alto de Bantam Hill, al lugar donde la carretera se estrechaba como una cinta oscura entre las calles sombreadas de árboles. El almuerzo que había tomado me parecía un ladrillo de cemento encajado bajo mis costillas. Vacilé al final del callejón sin salida, mirando la empinada cuesta que se extendía ante mí.

—Déjate llevar —dijo Jason—. Vamos. Siéntelo.

¿Me distraería la velocidad? ¿Había algo que pudiera distraerme? Me odié por permitirme creer que estaba en el centro del mundo de Diane. Cuando de hecho, era simplemente un chaval que conocía.

Pero la verdad es que la bici de Jason era maravillosa. Me levanté sobre los pedales, desafiando a la gravedad a que me hiciera lo peor que pudiera. Las ruedas rechinaban sobre el asfalto, pero las cadenas y los cambios de marcha funcionaban sedosamente, en silencio excepto por el delicado susurro de los cojinetes. El viento se estrellaba contra mí cuando empecé a ganar velocidad. Volé pasando junto a casas primorosamente pintadas con coches caros aparcados en las entradas, desamparado pero libre. Cerca del final de la cuesta empecé a apretar los frenos de mano, reduciendo velocidad pero sin detenerme. No quería parar. No quería que parara jamás. Era un buen viaje.

Pero el pavimento se niveló, y al fin frené, viré la bici y me paré con el pie apoyado sobre el asfalto. Miré hacia atrás.

Jason seguía en lo alto de la carretera de Bantam Hill montado en mi mamotreto de bici, tan lejos que parecía un jinete solitario en una vieja peli del oeste. Le hice un gesto con la mano. Era su turno.

Jason debía de haber subido y bajado esa colina un millar de veces. Pero jamás lo había hecho con una oxidada bicicleta de tienda de segunda mano.

Encajaba en la bicicleta mejor que yo. Tenía las piernas más largas que las mías y el cuadro no lo encanijaba. Pero nunca habíamos intercambiado bicicletas, y entonces me encontré pensando en todos los defectos e idiosincrasias que tenía aquella bici, y lo íntimamente que la conocía, cómo había aprendido a no girar con fuerza a la derecha porque el manillar se atascaba un poco, cómo combatir la oscilación, que la caja de cambios era una broma. Jason no conocía ninguna de esas cosas. La bajada de la colina podía ser complicada. Quería decirle que se lo tomara con calma, pero aunque gritara, no me habría oído; estaba muy alejado. Alzó los pies como un gran bebé desgarbado. La bici era pesada. Le llevó unos segundos conseguir velocidad, pero sabía lo difícil que sería detenerla. Era toda masa y nada de gracia. Mis manos aferraron frenos imaginarios.

No creo que Jason supiera que tenía un problema hasta que hubo recorrido tres cuartas partes de la bajada. Fue entonces cuando la oxidada cadena de la bici se partió y le azotó el tobillo. Estaba ya tan cerca que vi cómo se encogía de dolor y gritaba. La bici osciló a un lado y al otro, pero milagrosamente consiguió mantenerla enderezada.

Un trozo de cadena se enmarañó en la rueda trasera, donde golpeaba contra los tubos, produciendo un sonido como un martillo neumático estropeado. A dos casas por encima de él, una mujer que había estado limpiando su jardín de malas hierbas volvió la cabeza para observar.

Lo que resultó asombroso fue el tiempo que Jason consiguió mantener el control de esa bicicleta. Jason no era ningún atleta, pero controlaba bien ese cuerpo grande y larguirucho suyo. Sacó los pies para mantener el equilibrio (los pedales eran inútiles) y mantuvo la rueda delantera recta mientras la trasera se trababa y derrapaba. Se mantuvo. Lo que me asombró era que su cuerpo no pareció tensarse, sino relajarse, como si estuviera absorto en resolver un problema difícil pero muy interesante, como si creyera con toda confianza que la combinación de su mente, cuerpo y la máquina que montaba podría llevarle sano y salvo si descubría el método.