Al resplandor de los faros junto a la portezuela del conductor aparece una cara risueña y húmeda que al instante se alarga perpleja.
– Perdón – profiere el Escritor -. Creí que venían por mí.
– Por usted, si. Por usted – dice el Guía -. Siéntese atrás.
– Ah, está usted aquí… encantado. Pero ¿Quien es ese tipo? Me parece que lleva gafas…
– ¡Rápido!
El auto arranca.
El Escritor se desploma en el asiento trasero.
– Debo decirles – pronuncia tartamudeando -. Que me he llevado una pequeña sorpresa: ¿de donde han salido las gafas? ¿Por qué mi guía usa gafas?
El Científico aprieta los labios.
– ¡Las gafas, dela las vueltas que quiera, son un síntoma de intelectualismo! – pontifica el Escritor.
El guía pronuncia por encima del hombro:
– ¿Empinaste el codo?
– ¿Yo? ¿En qué sentido… De ninguna manera. No empiné el codo. He tomado unas copitas, si. Antes de marchar a pescar. Porque ahora vamos a pescar. ¿No?
El puesto de guardia.
El auto para en un camino vecinal. En torno se divisan confusamente húmedos matorrales. El Guía se apea silenciosamente del auto y se dirige a donde, al final del camino, rebrilla el asfalto húmedo. El Científico se apea también, le da alcance y anda al lado.
– Para que ha tomado usted a ese intelectual? – pregunta.
– No importa.- reponde el Guía-. Se serenará. Se lo prometo. – Y tras dar una pausa, añade-: Por otra parte, su dinero no es peor que el de usted…
El Científico lo mira rápidamente, pero no vuelve a abrir la boca. Se detienen en una encrucijada y desde los matorrales miran al puesto de Guardia que está en la carretera, a unos cien metros más adelante. En la casita hay luz en la ventana. Al lado, al resplandor lívido de un potente reflector, negrean dos motos con sidecar y un auto patrulla blindado. A la derecha y a la izquierda de la carretera se aleján a través de las colinas los muros protegidos con alambrada y torrecillas armadas con ametralladoras. Las puertas de la Zona están abiertas de par en par.
– La patrulla – dice el Guía.
– Están todos dormidos – musita el Científico-. Hay que tomar carrera y pasar a toda velocidad… No tendrán tiempo ni para parpadear.
– Eres un estratega – dice el Guía -. Rapidea y embate…
Mira abajo, el edificio del Puesto de Guardia sobre el cual desciende lentamente la niebla ajironada y gris. Dentro de unos minutos la niebla se tragará el edificio del puesto de Guardia, la puerta cochera y el muro. En la niebla gris oscila una mancha pálida de luz, como un farol ahogandose.
– Así es mejor. – dice el Guía.
Regresan rápidamente al auto.
El Escritor, que se habia dormido en el asiento trasero, se incorpora.
– ¿Eh? – pronuncia con voz estentórea-. ¿Hemos llegado?
El Guía se vuelve y, agarrandole la cara con los cinco dedos, lo empuja con fuerza. El Escritor, estupefacto, abre desmesuradamente los ojos; luego dice en un susurro:
– Entendido… entendido… Me callo.
El auto arranca, sale lentamente a la carretera, vira y despacio, muy despaciom, en plena corresponda con las señales luminosas del badén que limitan la velocidad, rueda frente al Puesto de Guardia. Cuando entra en el haz de luz del reflector arrimolinado en la niebla, en su negra y húmeda carroceria se ve una inscripción en tres idiomas:
ONU Instituto de Culturas Extraterrestres.
Inesperadamente, detrás tabletea una ráfaga de ametralladora. En la niebla se enciende el reflector violáceo de la guardia. El auto corre en tineblas a toda velocidad por el húmedo camino. El Guía, con una colilla apagada en la comisura de la boca, maneja el volante.
El resplandor de los faros arranca destellos a las gafas de su vecino de la derecha. El escritor, adelantando el torso, se sujeta con ambas manos al resplado del asiento delantero y mira fijamente la carretera. Ya se ha serenado bastante.
El Guía quita gas y el auto, con los faros apagados, se desliza cautelosamente por el camino, se hunde en la cuneta, sale de ella y, resoplando el motor, se mete en unos matorrales. Luego se para el motor, se apagan las luces de posición, y la voz del Guía pronuncia en la tinieblas:
– Rápido. Síganme a rastras. No levanten la cabeza, la mochila llévenla así, a la izquierda. No teman, no nos ven. Si tocan a alguien, no hay que gritar ni correr: si nos ven nos matan. Hay que arrastrarse atrás y salir de la carrtera. Por la mañana nos recogerán. ¿Esta todo claro?
– Yo tomaría un traguito…-dice en voz baja el Escritor.
– Calma, borrachín…Vamos.
PARTE 2. Antes de la partida
Un túnel oscuro, sin iluminación. Rebrillan los raíles a la luz danzante de la linterna eléctrica. Los tres se encaraman a la estrecha plataforma de una vagoneta automotriz. Una chispa azul ilumina con estruendo por un instante la húmeda bóveda. Pasa al lado una bombilla que arde a media luz.
– Qué bonito -dice el escritor-. Más oscuro que la boca de un lobo. No se ve nada. ¿Es verdad que usted es profesor?
– Si.
– Yo me llamo… -Comienza el Escritor, pero el Guía lo interrumpe.
– Tú te llamas Escritor.
– Hum…-dice el Profesor-. En ese caso ¿Como me llamo yo?
– Tú te llamas Profesor -responde el Guía.
– A mi me llaman Profesor y soy profesor.
– Encantado -dice el Escritor. Pues yo soy escritor y a mí, como es natural, todos me llaman, no se por qué, Escritor. ¿Se imaginan lo molesto que es?
– ¿Es usted un Escritor famoso?
– No. De moda.
– ¿Y de que escribe usted?
– Cómo decírselo…Principalmente de lectores. Ellos no quieren leer otra cosa.
– Creo que tiene razón -indica el Profesor-. Seguramente no vale la pena escribir de otra cosa.
– No tienen razón. En general, no vale la pena escribir. De nada. ¿Y usted es químico?
– Más bien físico.
– Tambien debe ser aburrido, ¿no?
– Es posible. Sobre todo cuando no se tiene suerte en mucho tiempo…
El túnel queda atrás. En las tinieblas del amanecer, iluminada por las chispas del trole, la vagoneta eléctrica rueda por el terraplen.
– Pues a mí, al revés -dice el Escritor-. Me aburro cuando la suerte me acompaña mucho tiempo…
– ¿A quien acompaña la suerte mucho tiempo? -inquiere el Guía-. Si tú pierdes cada día en las carreras.
– ¡Estimado ojo de lince! -sermonea el Escritor-. El Profesor y yo hablabamos de otras carreras bien distintas. Cabalgamos toda la vida, y eso nosotros no lo llamamos steeplechase sino reflejo de la realidad objetica, o, hablando en lenguaje de los profanos, busqueda de la verdad. Ella se esconde, y nosotros la buscamos. La encontramos, la atrapamos, nos divertimos y seguimos corriendo. ¿No es cierto, Profesor?
– Mi verdad, en todo caso, no se esconde -responde el Profesor-. “Dios es astuto, pero no malintencionado”.
– El diablo -corrige el Escritor.
– Enstain decia “Dios” y se referia a la Naturaleza.
– Pero los maníqueos decían “el diablo” y se referían al diablo. Pues bien, su diablo, quizá, no sea malintencionado: escondió la verdad de ustedes al comienzo mismo una vez y no ha vuelto a acordarse de ella. Y ustedes andan cavando tan pronto en un lugar como en otro. Cavan en uno, ah, el núcleo esta formado por protones. Cavan en otro, ¡que hermosura!, el triángulo a-b-c es igual al triángulo a-prima, b-prima, c-prima. No se han situado mal. Mi diablo es otra cosa. No permanece cruzado de brazos. Yo extraigo la verdad, pero él mientras tanto hace algo con ella. Y resulta que extrayendo la verdad he sacado una porquería. Tomen, por ejemplo, el principio de Arquímides…Desde el comienzo mismo era cierto, lo sigue siendo hoy y lo será siempre. Cualquiera lo puede comprobar, ahí esta. Pero basta tomar cualquier olla del siglo octavo… sí, en el siglo octavo tiraban a ella las sobras, pero hoy está en el museo despertando admiración por el laconismo del dibujo y la forma sin par, y todos alrededor abren un palmo de boca hasta que se aclara que no es del siglo octavo, que la hizo Gur, el Tuerto y la metió en las excavaciones para causar sensación… Su forma continuúa siendo sin par y el dibujo lacónico, pero la admiración, por raro que parezca, desaparece…