– Vaya, usted no tiene razón -dice el Profesor-. Usted habla de los profanos y los snobs.
– Nada de eso -dice el Escritor-. Hablo de las ollas. Yo mismo llevo veinte años modelándolas. Y como soy un escritor bastante conocido, admiran a los bibliófilos por el laconismo del dibujo y la forma sin par. Pero dentro de diez años vendrá un chiquillo y con candoroza simpleza se pondrá a gritar que el rey está desnudo… Y dentro de cien años -¿Quien sabe?- se presentará otro chiquillo y empezará a gritar “¡Eureka!”, refiriéndose a mis obras. Casos así ya se han dado…
– ¡Dios mío! -exclama el Profesor-. ¿Y usted piensa en eso continiamente?
– Por primera vez en la vida. En general, pienso muy rara vez. A mí eso me perjudica.
– Quiero decir que no es posible, seguramente, escribir una novela y pensar continuamente cómo se leerá dentro de cien años…
– Claro que no es posible. Pero, por otro lado, si no la van a leer dentro de cien años, ¿Para que demonios escribirla?
– ¿Y el dinero? -intercede malévolo el Guía-. Tú no preocupes por él, Profesor, él no piensa en nada de eso. Piensa en mujeres, en carreras, esas son todas sus meditaciones… ¡La pura verdad! Vale más que le preguntes a cuánto le pagan la línea.
Pausa. Después el Profesor dice en voz baja:
– Si todo es tan sencillo, ¿Para qué ha venido con nosotros a la Zona?
– Silencio… -ordena el Guía.
La vagoneta aminora la marcha. Delante, saliendo de las tinieblas, se va acercando un edificio de la estación medio derruido.
– Hemos llegado. – El Guía salta a los durmientes-. ¡Un descanso!
– ¡Quita allá! -profiere el Escritor enderezándose-. Bueno, ¿al menos se podrá tomar un trago?
Encima de un periódico extendido sobre la plataforma hay un termo con café, una botella de licor y unos paquetes abiertos de comida. Los tres mastican de buena gana, tomando sorbos de vasitos plegables. Ha clareado del todo, pero no se ha disipado la niebla, es tan densa como antes,, aunque no lechosa, sino verdosa.
– Para mí, ustedes dos son unos novatos -dice el Guía-. No los he visto en la Zona y no espero nada bueno de ustedes. Ustedes me han contratado, y yo me esforzaré por que queden vivos el mayor tiempo posible, y por eso no se ofendan. No tengo tiempo para los cumplidos. Les cascaré con lo que tenga a mano si no hacen algo bien…
– Por favor, que no sea en el brazo izquierdo -dice el Escritor.
– ¿Por qué?
– Me lo fracturé en la infancia. Lo cuido.
– Ah… -El Guía se sonríe malicioso-. Creí que eras zurdo y escribías con la izquierda. Bueno entonces te zumbaré en la cabeza. ¿Qué tal la tienes desde la infancia?
– Usted es demasiado severo con nosotros -dice el Escritor y alarga la mano hacia la botella.
El Guía agarra la botella, enrosca con fuerza el tapón y se la guarda en el bolsillo del anorac.
– Eje-je-je-je -pronuncia el Escritor y se sirve el café.
– Que silencio -dice el Profesor. Fuma pensativo, recostando la espalda en la lateral de la vagoneta.
– Aquí siempre hay silencio -dice el Guía-. Las ametralladoras quedan lejos, a unos quince kilómetros, y en la Zona no hay quien haga ruido.
– ¿Será posible que estén a quince kilómetros? -se sorprende el Profesor-. Yo no tenía ni idea de que se podía penetrar tanto…
– Se puede. Penetraron. Ahora se disipará la niebla, y verás cómo penetraron.
De repente se oye en la niebla un ruido prolongado y chirriante. Todos se estremecen, hasta el Guía.
– ¿Qué es eso? -pregunta solamente con los labios el Escritor, que se ha puesto pálido.
El Guía menea la cabeza callado.
– ¿Y si, a pesar de todo, es verdad que aquí…viven? -pregunta el Profesor.
– ¿Quién? -inquiere despectivo el Guía.
– No sé… Pero una leyenda cuenta que quedó gente en la Zona…
– Eso son habladurías y no leyenda -le interrumpe el Guía-. Aquí no hay ni puede haber nadie. Es la Zona, ¿entendido? ¡ la Zona!
Mientras tiene lugar esta conversación, el Escritor gira la cabeza pasando la mirada de uno a otro. Está todavía pálido, pero se va sosegando poco a poco.
– Yo, claro, comprendo -dice- que la Zona es la Zona y no una mazona, ni una mona ni una comilona… Pero, por si acaso, algo he traído conmigo.
– ¿Que has traído? -El Guía fija los ojos en el Escritor.- ¿que has traído, espantapájaros?
El Escritor se da significativamente unas palmadas en el trasero.
– Dame tu cacharro -dice el Guía y extiende la mano.
– ¿Para qué?
– ¡Damelo, te digo!
El Escritor titubea. La expresión de significativa superioridad desaparece de su semblante.
– En la Zona no hay que disparar, imbécil -dice el Guía-. Dame tu pistola.
– No se la doy -dice con decisión el Escritor, pero añade en seguida, bajando el tono-: La necesito yo, ¿comprende?
– Comprendo -dice el Guía en voz inesperadamente suave-. Pero allí no te va a hacer falta para nada. Si te zumban de verdad ni Dios te salva. Pero si te hechan el guante o te ves en un apuro yo te sacaré. Muerto, no, muerto te dejaré. Pero vivo te sacaré. Eso te lo prometo. No tomo el dinero en balde. Dame.
El escritor saca de mala gana del bolsillo trasero una diminuta browning de señora.
– No tiene más que una bala -balbucea-. En la recámara.
– Entendido… -El Guía expulsa el cartucho y arroja desdeñoso el arma a los durmientes-. En la Zona no se puede disparar -dice aleccionador-. En la Zona, no digamos disparar, a veces es peligroso tirar una piedra. ¿Y tú? -pregunta al Profesor.
Este coge con dos dedos el borde del cuello del anorac.
– Para un caso así yo traigo una ampolleta -dice contrito.
– ¿Qué, qué?
– Una ampolleta de defensa. Veneno.
El Guía esta pasmado.
– ¡Venga, venga, muchachos!… No, eso… ¿Es que han venido aquí a morir? ¿No quiere nadie aliviarse? -salta a los durmientes- Miren, después es posible que no haya tiempo. O no haya dónde…
Se aparta de la vagoneta y desaparece al instante en la niebla.
– Pues, tiene razón, ¿para qué ha venido usted aquí? Un escritor de moda, con una quinta tan estupenda… Las mujeres, de seguro, se le cuelgan al cuello en racimos… -El Profesor mira al Escritor enarcando las cejas.
– Eso usted no lo puede comprender, Profesor -responde distraídamente el Escritor, arrojando al aire y recogiendo en la mano un vasito plegable-. Hay un concepto que se llama inspiración. Voy a solicitarla.
– ¿Cómo es eso, quiere decir que ha perdido la vena literaria? -pregunta el Profesor en voz baja.
– ¿Qué? Ah, sí, el caso es que nunca la tuve. Bueno, esto no es interesante. ¿Y usted?
El Profesor no tiene tiempo de responder. Aparece el Guía.
– Pronto nos iremos. Prepárense.
PARTE 3. La Zona
La niebla se ha desvanecido.
Ala izquierda del terraplén se extiende hasta el horizonte un llano montuoso, sin el menor síntoma de vida, sumido en verdosas sombras. Pero sobre el horizonte, propagándose en el claro cielo, despunta un resplandor esmeralda, puro como el color del arcoiris: el alba propio de la Zona. Y tras la negra cadena de los cerros asoma pesadamente el sol verde, roto en varios pedazos desiguales.
– También por esto he venido aquí… -pronuncia con voz ronca el Escritor.
Su rostro es verdoso como el del Profesor. El Profesor calla.
– No miran donde deben -dice la voz del Guía-. Miren aquí.
El Escritor y el Profesor se vuelven.
A la derecha del terraplén también se prolonga un llano montuoso, se ven a lo lejos unos postes, el armazón retorcido de una línea de alto voltaje. Se divisa una carretera entre los cerros. Aquí el terraplén describe un ancho arco, y desde el lugar donde están nuestros personajes se ve bien la cabeza del convoy que trajo aquí hace tiempo una unidad de tanques.