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Cuando todo estuvo listo, Rombo lanzó la bengala, una bola de unos dos metros de diámetro, por un cañón de masa horizontal que salía por el borde exterior del disco central. Dejó que la bengala se alejara a unos veinte mil kilómetros sobre la nave y la prendió. La bengala ardió con la luz de un sol en miniatura durante ocho segundos.

Por supuesto, la luz de la bengala tardó casi veinte segundos en llegar al borde del fenómeno que oscurecía las estrellas del fondo. Resultó que el fenómeno era vagamente esférico, de unos siete millones de kilómetros de diámetro, de modo que hicieron falta veinticuatro segundos (o tres veces la longitud del pulso de luz) para que la iluminación lo atravesara en una banda circular. Al final, Rombo sumó las partes iluminadas de la imagen para ofrecer una vista de conjunto como si todo hubiera sido iluminado simultáneamente. En el holograma general la tripulación del puente pudo ver por fin lo que había ahí fuera.

Eran docenas de esferas grises y negras, cada una tan oscura que la cara iluminada era apenas más brillante que la que no lo estaba.

—Cada una de las esferas es más o menos del tamaño del planeta Júpiter —dijo Thor, consultando una lectura con la cabeza inclinada—. La más pequeña tiene 110.000 kilómetros de anchura. La mayor, unos 170.000. Están agrupadas en un volumen esférico de siete millones de kilómetros de ancho, o cinco veces el diámetro de Sol.

Los orbes individuales se parecían mucho a fotografías en blanco y negro de Júpiter, salvo que no tenían sus pulcras bandas de nubes latitudinales. En lugar de eso, las nubes (o lo que fuera que formara las marcas visibles de su superficie) parecían arremolinarse en simples células de convección del polo al ecuador, en el tipo de patrón que se esperaría si las esferas no tuvieran casi rotación. En el espacio entre las esferas había una niebla diáfana de gas o partículas que formaba un velo traslúcido; sin duda esa niebla era responsable de la mayoría del efecto de parpadeo que habían observado. El conjunto de esferas y niebla parecía un puñado de cojinetes de varios tamaños desparramados sobre un montón de medias de seda negra.

—¿Cómo pueden…? —ladró Jag, y Keith supo de inmediato lo que iba a decir.

¿Cómo podían objetos del tamaño de mundos estar agrupados tan juntos? Había quizá diez diámetros entre los objetos más próximos, y unos quince entre los que estaban más separados. Keith no podía imaginar ninguna disposición de órbitas estables que evitara que se colapsaran bajo su propia atracción gravitatoria. Si esto era un agrupamiento natural, parecía improbable que fuera antiguo. Iluminar el asunto sólo había servido para aumentar el misterio.

IV

En la Tierra, las células contienen mitocondrias para convertir el alimento en energía, undulopodia (flagelos, como los que impulsan a los espermatozoides), y, en plantas, plástidos para almacenar clorofila. Los ancestros de estos orgánulos eran originalmente criaturas de vida libre. Se unieron en simbiosis con un organismo huésped cuyo ADN quedó separado en el núcleo; aún hoy, algunos orgánulos contienen ADN vestigial propio.

En Flatland, distintos ancestros también aprendieron a trabajar juntos, pero a una escala mucho mayor. Un ib era, de hecho, una combinación de siete grandes organismos; de hecho, «ib» es una contracción de «Integración de bioentidades».

Las siete partes son la vaina, la criatura con forma de sandía que contiene la solución supersaturada en la que crecen los cristales del cerebro principal; la bomba, la estructura digestivo-respiratoria que rodea la vaina como un suéter azul atado alrededor de una redonda tripa verde, con colgantes brazos tubulares para alimentación y excreción; el marco, un constructo gris en forma de silla de montar que aporta los ejes de las ruedas y puntos de anclaje para otros elementos; el ovillo, dieciséis cuerdas color cobre que normalmente forman un montón frente a la bomba pero que pueden estirarse a voluntad; las dos ruedas; y la red, un entramado de sensores que cubre la bomba, la vaina, y el marco superior.

La red tiene un ojo y un punto luminiscente donde se entrecruzan dos o más de sus hebras. Aunque no tienen órganos fonadores, los ibs oyen tan bien como los perros terrestres, y aceptan con buen humor los nombres que les dan los miembros de otras especies. El director de OpEx de Starplex era Rombo; Copo de Nieve era el geólogo principal; Vendi (abreviatura de Diagrama de Venn) era ingeniero de hipermotores; y Vagón… Bueno, Vagón era la bioquímica con la que Rissa colaboraba en el proyecto más importante de la historia.

En 1972, el Club de Roma en la Tierra empezó a hablar sobre los límites del crecimiento humano. Pero ahora, con todo el espacio al alcance de la mano, no había más límites. Al infierno con los 2,3 hijos de los libros de texto. Si querías 2×10³ hijos, había sitio para todos, y para ti también. El argumento de que los individuos tenían que morir para permitir avanzar a la especie dejó de ser aplicable.

Vagón y Rissa estaban intentando aumentar la esperanza de vida de las especies de la Commonwealth. Era una empresa muy difícil; había mucho que todavía no se sabía de cómo trabaja la vida. Rissa dudaba de que el enigma del envejecimiento se resolviera durante su vida, aunque durante el próximo siglo probablemente alguien encontraría la clave. No se le escapaba la ironía de la situación: Clarissa Cervantes, investigadora de senescencia, probablemente pertenecía a la última generación humana que conocería la muerte.

La vida humana media era de cien años terrestres; los waldahudin vivían más o menos hasta los cuarenta y cinco (el hecho de que fueran autosuficientes apenas a los seis años no compensaba la brevedad de su vida; algunos humanos creían que el conocimiento de que eran la especie sentiente de más corta vida en la Commonwealth era lo que los hacía tan desagradables); los delfines alcanzaban los ochenta años con los cuidados médicos apropiados; y, salvo accidentes, un ib vivía exactamente 641 años terrestres.

Rissa y Vagón creían saber por qué los ibs vivían mucho más que las otras especies. Las células de los humanos, waldahud y delfines tenían todas un límite de Hayflick: se reproducían correctamente un número finito de veces. Irónicamente, las células waldahud tenían el límite más alto, unas noventa y tres veces, pero sus células, como las criaturas hechas de ellas, tenían el ciclo vital más breve. Las células de humanos y delfines podían dividirse unas cincuenta veces. Pero los racimos de orgánulos (no había membrana que los constituyera en una sola célula) que formaban el cuerpo de un ib podían reproducirse indefinidamente. Lo que acababa matando a la mayoría de los ibs era un cortocircuito mentaclass="underline" cuando los cristales del cerebro central, que formaban matrices a una tasa constante, alcanzaban su máxima capacidad de información, el exceso hacía que las rutinas básicas que regulaban la respiración y la digestión se colapsaran.

Ya que no parecía que se le necesitara en el puente, Rissa había bajado a su laboratorio a reunirse con Vagón. Estaba sentada en una silla; Vagón se había situado a su lado. Miraron los datos que se deslizaban por la pantalla que emergió del escritorio frente a ellos. El límite de Hayflick tenía que estar gobernado por cronómetros celulares de algún tipo. Ya que se podía observar en células de la Tierra y de Rehbollo, esperaban que una comparativa de mapas genómicos ayudara. Los intentos de correlacionar los mecanismos de temporización de crecimiento corporal, pubertad, y funciones sexuales, a través de los diferentes genomas habían tenido éxito. Pero, irritantemente, la causa del límite de Hayflick seguía eludiéndoles.

Quizá este último test, quizá este análisis estadístico de codones de RNA de la telomerasa invertidos, quizá…