—Cierto —dijo Keith, avergonzado—. Perdón. De modo que dice usted que los átomos de metal pesado de la estrella se formaron mucho antes que el universo.
—Correcto. Y el único modo de que eso pueda ocurrir es si la estrella viniera a nosotros desde el futuro.
—Pero… pero usted ha dicho que las estrellas verdes son miles de millones de años más viejas de lo que lo es cualquier estrella actual. ¿Está intentando decirme que esas estrellas han retrocedido en el tiempo miles de millones de años? Parece increíble.
Jag precedió su respuesta ladrada de un bufido.
—El salto intelectual debería ser la aceptación del viaje en el tiempo, no el período de tiempo que un objeto recorre. Si el viaje en el tiempo puede existir, entonces la distancia viajada sólo es función de la tecnología apropiada y de la energía suficiente. Postulo que cualquier especie con la capacidad de mover estrellas posee ambas cosas en abundancia.
—Pero pensaba que el viaje en el tiempo era imposible.
Jag alzó sus cuatro hombros.
—Hasta que se descubrieron los atajos, el transporte instantáneo era imposible. Hasta que se descubrió la hiperpropulsión, el viaje más rápido que la luz era imposible. No puedo siquiera empezar a sugerir cómo se puede viajar en el tiempo, pero aparentemente está sucediendo.
—¿No hay otras explicaciones? —preguntó Keith.
—Bueno, como he dicho, he considerado otras posibilidades, como que los atajos estén actuando como portales entre universos paralelos, y que las estrellas verdes procedan de ellos en lugar de venir de nuestro futuro. Pero salvo por su edad, son lo que uno esperaría de materia formada en este universo concreto, a partir concretamente de nuestro big bang, bajo las muy concretas leyes físicas que operan aquí.
—Muy bien —dijo Keith, levantando una mano—. ¿Pero por qué enviar estrellas del futuro al pasado?
—Ésa —dijo Jag— es la primera buena pregunta que ha formulado usted.
Keith habló a través de los dientes apretados.
—¿Y la respuesta es…?
Jag alzó de nuevo los cuatro hombros.
—No tengo ni idea.
Caminando a través del pasillo frío y en penumbra, Keith aceptó que cada una de las cuatro especies a bordo de Starplex se las arreglaba para molestar a las otras de diferentes maneras. Una de las cosas que los humanos hacían que él sabía fastidiaba enormemente al resto era invertir enormes cantidades de tiempo en encontrar palabras graciosas a partir de las letras iniciales de palabras. Todas las especies llamaban a tales cosas «acrónimos», porque sólo el lenguaje terrestre tenía una palabra para ellas. En los estadios iniciales de la planificación de Starplex, algún humano obtuvo el término CAGE a partir de «Entorno General de Acceso Común»[2].
Bueno, pues sí que parecía una maldita jaula, pensó Keith. Parecía una mazmorra.
Todas las especies podían existir en atmósferas de nitrógeno y oxígeno, aunque los ibs requerían una concentración mucho mayor de dióxido de carbono que los humanos para activar su reflejo respiratorio. La gravedad de las áreas comunes acabó siendo 0,82 veces la de la Tierra; normal para un waldahud, ligera para un humano o un delfín, y sólo la mitad de lo que un ib estaba acostumbrado. La humedad también se mantenía alta; los senos nasales de los waldahud sufrían si el aire estaba demasiado seco. Las luces del área común eran más rojizas de lo que a los humanos les gustaba, parecidas a un luminoso crepúsculo terrestre. Además, todas las luces tenían que ser indirectas. El mundo ib estaba siempre rodeado de nubes, y los miles de fotosensores de sus redes podían ser dañados por luz brillante.
Aun así, había problemas. Keith se pasó a un lado del pasillo para ceder el paso a un ib, y mientras pasaba, uno de los dos tubos azules que colgaban de la bomba de la criatura expulsó una pella gris y dura, que cayó al suelo del pasillo. El cerebro de la vaina no tenía control consciente de esta función; para los ibs, controlar las funciones excretoras era una imposibilidad biológica. En Flatland, las pellas eran recogidas por carroñeros que las reprocesaban para absorber los nutrientes que el ib no había podido usar. A bordo de Starplex, pequeños PHARTs[3] del tamaño de zapatos humanos cumplían la misma función. Uno de ellos vino disparado por el pasillo mientras Keith miraba. Absorbió el excremento y se fue.
Keith había acabado acostumbrándose a que los ibs defecaran por todas partes; gracias a Dios sus heces no tenían ningún olor detectable. Pero no pensaba que se acostumbraría jamás al frío, o la humedad, o todas las otras cosas forzadas por los waldahudin…
Keith se detuvo en seco. Se estaba aproximando a una intersección en T en el pasillo, y podía oír voces alzadas más adelante: un humano gritando en lo que parecía japonés y el ladrido enfadado de un waldahud.
—PHANTOM —dijo Keith en voz baja—, tradúceme esas voces.
Con acento de New York:
—Eres débil, Teshima. Muy débil. No mereces una pareja.
—¡Ten sexo contigo mismo! —Keith frunció el ceño, sospechando que el ordenador no estaba haciendo justicia al original japonés.
De nuevo el acento de Nueva York:
—En mi mundo, serías el miembro más insignificante de la corte de la hembra más fea y ridícula…
—Identifica a los hablantes —susurró Keith.
—El humano es Hiroyuki Teshima, bioquímico —dijo PHANTOM a través del implante de Keith—. El waldahud es Gart Daygaro em-Holf, miembro del departamento de ingeniería.
Keith se quedó quieto, preguntándose qué hacer. Ambos eran adultos, y aunque trabajaban para él, no se podía decir realmente que estuvieran bajo su mando. Pero aun así…
Hijo mediano. Keith dobló el recodo del pasillo.
—Chicos —dijo con calma—, ¿queréis calmaros?
Los cuatro puños del waldahud estaban apretados. La cara redonda de Teshima estaba enrojecida de ira.
—No te metas, Lansing —dijo el humano, en inglés.
Keith les miró. ¿Qué podía hacer? No tenía calabozo al que arrojarles, y ninguna razón en concreto por la que tuvieran que escucharle darles órdenes sobre sus asuntos personales.
—Quizá te pueda invitar a una copa, Hiroyuki —dijo Keith—. Y Gart, ¿a lo mejor te vendría bien un período de asueto extra este ciclo?
—Lo que me vendría bien —ladró el waldahud— es ver cómo lanzan a Teshima por un cañón de masa a un agujero negro.
—Vamos, chicos —dijo Keith, acercándose—. Todos tenemos que vivir y trabajar juntos.
—He dicho que no te metas, Lansing —saltó Teshima—. Esto no es asunto tuyo, joder.
Keith sintió enrojecer sus mejillas. No podía ordenarles que se separaran, pero tampoco podía tener a gente peleándose en los pasillos. Miró a ambos: un humano bajo de mediana edad, con pelo color plomo, y un waldahud gordo y ancho con el pelaje de tono de madera de nogal. Keith no conocía bien a ninguno de los dos, no sabía qué haría falta para apaciguarlos. Demonios, ni siquiera sabía por qué se estaban peleando. Abrió la boca para decir… para decir algo, cualquier cosa, cuando se abrió una puerta unos pocos metros más allá, y una mujer joven —era Cheryl Rosenberg— apareció, en pijama.
—Por todos los santos, ¿queréis dejarlo ya? —dijo—. Es de noche para algunos de nosotros.
Teshima miró a la mujer, inclinó levemente la cabeza, y empezó a alejarse. Y Gart, que también por naturaleza mostraba deferencia a las mujeres, asintió brevemente y se fue en la otra dirección. Cheryl bostezó, volvió dentro, y la puerta se cerró tras ella.
2
En inglés,