XXIII
Keith siempre había pensado que Grand Central Station parecía cuatro platos dispuestos en un cuadrado, pero hoy, por alguna razón, le recordó a un trébol de cuatro hojas flotando entre las estrellas. Cada una de las hojas, o de los platos, era de un kilómetro de diámetro y ochenta metros de espesor, convirtiendo la estación en la mayor estructura manufacturada en el espacio de la Commonwealth. Al igual que el mucho más pequeño disco central de Starplex, el perímetro de los platos estaba cuajado de puertas de muelles de atraque, muchas de ellas con los logos de compañías comerciales de la Tierra. El ordenador de la cápsula de Keith recibió instrucciones para atracar del controlador de tráfico de Grand Central, y le dirigió hacia un anillo de atraque junto a una gran puerta espacial corrugada, con el símbolo amarillo de la Compañía de la Bahía de Hudson, que cumplía su quinto siglo de existencia.
Keith miró a través del casco transparente de la cápsula. Por el cielo flotaban restos de naves. Había grúas llevando fragmentos al interior de los hangares. Uno de los cuatro platos de la estación estaba completamente a oscuras, como si hubiera recibido un fuerte impacto durante la batalla.
Una vez atracada su cápsula, Keith entró en la estación. A diferencia de Starplex, que era un recurso de la Commonwealth, Grand Central pertenecía enteramente a los terrestres, y sus zonas comunes se mantenían en condiciones terrestres.
Un adjunto esperaba para recibir a Keith. Tenía un brazo roto. Probablemente había ocurrido durante la batalla con los waldahudin, ya que la red de soldadura ósea que llevaba se usaba sólo las setenta y dos horas de después de la lesión. El adjunto le llevó a la lujosa oficina de Petra Kenyatta, Premier del gobierno humano de la provincia de Tau Ceti.
Kenyatta, una mujer africana de unos cincuenta años, se levantó para saludar a Keith.
—Hola, doctor Lansing —dijo, ofreciendo su mano derecha.
Keith se la estrechó. La presa de ella era firme, casi dolorosa.
—Señora.
—Siéntese, por favor.
—Gracias —en cuanto Keith se sentó en la silla (una silla humana normal, no-metamorfoseable), la puerta se abrió de nuevo y entró otra mujer, ésta de apariencia nórdica y algo más joven que Kenyatta.
—¿Conoce a la Comisario Amundsen? —dijo la premier—. Está a cargo de las fuerzas policiales de las Naciones Unidas aquí en Tau Ceti.
Keith se medio levantó de su silla.
—Comisario.
—Por supuesto —dijo Amundsen, sentándose a su vez—, «fuerzas policiales» es un eufemismo. Las llamamos así frente a los aliens.
El estómago de Keith se hizo un nudo.
—Los refuerzos vienen de camino desde Sol y Epsilon Indi —dijo Amundsen—. Estaremos listos para marchar sobre Rehbollo en cuanto lleguen.
—¿Marchar sobre Rehbollo? —dijo Keith, alarmado.
—Así es —dijo la comisario—, vamos a patear a esos cerdos de aquí hasta Andrómeda.
Keith movió la cabeza.
—Pero ahora se ha terminado. Un ataque por sorpresa sólo funciona una vez. No van a volver.
—De este modo nos aseguraremos —dijo Kenyatta.
—Las Naciones Unidas no pueden haber accedido a esto —dijo Keith.
—Las Naciones Unidas no, claro —dijo Amundsen—. Los delfines no tienen los redaños necesarios. Pero estamos seguros de que el HuGo lo aprobará.
Keith miró a Kenyatta.
—Sería un error llevar esto a una escalada, Premier. Los waldahudin saben cómo destruir un atajo.
Los ojos color zafiro de Amundsen se abrieron mucho.
—Repita eso.
—Podrían aislarnos del resto de la galaxia, y sólo necesitan una nave pasando hacia Tau Ceti para hacerlo.
—¿Cuál es la técnica?
—Yo… no tengo ni idea. Pero me han asegurado que funciona.
—Razón de más para destruirlos —dijo Kenyatta.
—¿Cómo les sorprendieron? —preguntó la Comisario Amundsen—. Aquí en Tau Ceti enviaron una enorme nave nodriza a través del atajo, que empezó a lanzar cazas en cuanto llegó. Por lo que dijo la doctora Cervantes cuando estuvo aquí, enviaron naves individuales a por Starplex. ¿Cómo es que no se dieron cuenta cuando llegó la primera?
—La estrella recién emergida estaba entre nosotros y el atajo.
—¿Quién ordenó que la nave fuera a esa posición? —preguntó Amundsen.
Keith no contestó enseguida.
—Fui yo. Yo doy todas las órdenes a bordo de Starplex. Estábamos realizando investigaciones astronómicas, y tuve que mover la nave para facilitarlas. Asumo toda la responsabilidad.
—No hay de qué preocuparse —dijo Amundsen, sonriendo como una calavera—. Se lo haremos pagar a los cerdos.
—No los llame así —manifestó Keith, sorprendiéndose a sí mismo.
—¿Qué?
—No use ese nombre para ellos. Son waldahudin —consiguió decir la palabra como un ladrido, con el acento y aspereza perfectos.
Amundsen pareció sorprendida.
—¿Sabe cómo nos llaman a nosotros? —preguntó.
Keith negó levemente con la cabeza.
—Gargtelkin —dijo ella—. «Los que copulan fuera de temporada.»
Keith reprimió una sonrisa. Luego se puso serio.
—No podemos ir a la guerra contra ellos.
—Ellos empezaron.
Él pensó en su hermana mayor y su hermano pequeño. Pensó en una vieja película en blanco y negro con un duelo de himnos, la Marseillaise triunfando sobre Wacht am Rhein. Y sobre todo pensó en la visión de la joven Vía Láctea, recogida en la palma de su mano.
—No —dijo sencillamente.
—¿Qué quiere decir con «no»? —saltó Amundsen—. Empezaron ellos.
—Quiero decir que eso no cambia nada. Nada lo hace. Hay seres hechos de materia oscura. Hay atajos en el espacio intergaláctico. Hay estrellas que están volviendo desde el futuro. ¿Y a ustedes les preocupa quién empezó? No importa. Terminémoslo. Terminémoslo aquí y ahora.
—Eso es exactamente de lo que estamos hablando —dijo la Premier Kenyatta—. De terminarlo de una vez por todas. De patear a los cerdos en su peludo trasero.
Keith negó con la cabeza. Crisis de mediana edad, para todos ellos, humanos y waldahudin.
—Déjeme ir a Rehbollo. Déjeme hablar con la Reina Trath. Se supone que soy un diplomático. Déjeme ir y hablar de la paz. Déjeme tender un puente.
—Ha muerto gente —dijo Amundsen—. Aquí en Tau Ceti, seres humanos han muerto.
Keith pensó en Saul Ben-Abraham. No en la horrible imagen que normalmente le venía a la mente, el cráneo de Saul abriéndose como una flor ante sus ojos, sino más bien en Saul vivo, con una enorme sonrisa partiéndole la oscura barba y una cerveza casera en la mano. Saul Ben-Abraham nunca quiso la guerra. Fue a la nave alienígena buscando paz y amistad.
¿Y qué pasaría con el otro Saul? Saul Lansing-Cervantes, incapaz de afinar cualquier canción, con su ridícula perilla, shortstop de uno de los equipos de béisbol del campus de Harvard, adicto al chocolate, y licenciado en físicas, del tipo que reclutarían para piloto de hiperpropulsión si había una guerra.
—Han muerto humanos antes, y no hemos buscado venganza —dijo Keith.
Rombo tenía razón. Déjelo estar, había dicho. Olvídelo todo. Keith sintió que el desagradable sentimiento que había acarreado durante dieciocho años le abandonaba. Miró a las dos mujeres.
—Por los que han muerto, y por los que morirán si hay una guerra, tenemos que apagar el fuego antes de que sea tarde.
Keith volvió a su cápsula de viaje, salió de Grand Central, y volvió al atajo.