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– ¿Y por qué te crees que han sobrecargado de experimentos una misión en la que el peso era crítico?

Susana volvió a sonreír, esta vez con toda la cara. Se acercó y le dio un beso en la mejilla a Fidel.

– Tienes razón. Voy a ver ese tanque del módulo. Quizá sea una avería, dependemos de ese combustible para frenar.

Susana se levantó, y con pasos largos y precisos, casi un ballet que había perfeccionado a lo largo de los casi cinco meses a bordo, se dirigió hasta la salida del módulo, una escotilla en lo que parecía el techo.

Por ella ascendió hasta el siguiente módulo, los habitáculos dónde dormían y descansaban las pocas horas que teman libres. Los dos módulos, unidos por los costados, giraban al extremo de una estructura de soporte. Contrapesando esa masa, había otros dos módulos de igual peso que contenían más laboratorios, el pequeño hospital y el gimnasio. Todo ese conjunto giraba a 4 r.p.m. con el fin de generar la pequeña gravedad que les resultaba indispensable para no llegar a Marte con los músculos completamente atrofiados.

Susana se deslizó, volvió a entrar por una escotilla en el techo y accedió al tubo de conexión. Le parecía subir interminablemente. Con cada peldaño, al acortar la distancia al eje de giro, se sentía más ligera. Al llegar al fin del tubo se encontró en ingravidez dentro de un habitáculo cilindrico que giraba lentamente sobre si mismo.

En sus dos bases había compuertas. Entró en una, en dirección a la popa de la Ares, y accedió a otro tubo similar al anterior, pero en total ingravidez. Lo recorrió hasta llegar al módulo de potencia del Ares, la popa donde se alojaban los tanques criogénicos y los motores que les habían empujado a la órbita transmarciana y que les sacarían de ella al llegar.

Aquel módulo, una vez fuese usado en el frenado se abandonaría, pero hasta ese momento era algo muy valioso que había que mimar. Susana sonrió interiormente. Habían repetido tantas veces aquello de «de esto dependen nuestras vidas» que ya era una frase gastada. De casi todo lo que había a bordo de la Ares dependían sus vidas. Lo sabían y procuraban no pensar mucho en ello. El conducto acabó en una esclusa de vacío. En la pared colgaba un traje. Más allá de ese punto la Ares no estaba presurizada.

Se puso el traje con rapidez y eficacia. Sólo tenía que introducirse por la parte trasera y ajustar el casco. Los trajes de vacío habían ganado mucho con el transcurso del tiempo. Los modelos nuevos no necesitaban de ayuda para ser ajustados y tampoco de engorrosos trajes interiores refrigerados y/o calefactados. En el grosor de la piel había multitud de capas capaces de trabajar eficacisimaniente evacuando, transfiriendo el calor, o actuando de barrera contra erosiones mecánicas, micrometeoritos, radiación y, por supuesto, evitando que la presión de aire se perdiese.

Susana se ajustó los guantes, esperó el ok del traje y pulsó el botón de vaciado. El aire fue absorbido de la sala y cuando se alcanzó atmósfera cero, Susana abrió la exclusa exterior y accedió a las tripas del Ares.

Encendió las luces. Apenas un pasillo entre estructuras metálicas intrincadas conducía al tanque que tenía que inspeccionar, un receptáculo enorme y abombado donde se almacenaba el oxígeno líquido. Recordó la expresión de Vishniac «aún así revísalo». Torció el gesto. Manejándose con la agilidad de un mono entre aquella maraña de tubos y soportes, Susana se acercó a su objetivo. El tanque medía siete metros de diámetro y la empequeñecía, era un obeso gigante metálico que almacenaba en su estómago el poder del fuego. Comenzó a recorrerlo buscando algún chorro de vapor que delatara una fuga. No lo encontró. Falsa Alarma de nuevo.

En cabina recibieron la señal del traje EV-3 como un agudo pitido intermitente. En dos de los paneles de control se iluminaron señales localizadoras. El traje parecía inmóvil en el módulo de potencia, entre los tanques de oxígeno e hidrógeno.

De inmediato Vishniac tomó la radio.

– EV-3, ¿Susana? ¿Me recibes?

Lowell estaba atento a la telemetría del traje. Las señales parecían normales, no había un porcentaje inadecuado de mezcla, la reserva de aire era buena, y no había perdidas. El corazón del usuario latía normalmente. Lowell amplió los parámetros biomédicos. La presión arterial estaba por los suelos.

– Hay algo raro, André.

– EV-3 ¿me recibes?

– Tensión arterial muy baja.

– Ya veo. Jenny, Herbert, acudid al módulo de potencia. Hay una señal de alarma en el EV-3. Es Susana.

Herbert y Jenny estaban en diferentes zonas de la nave, pero corrieron a la zona de entrada al módulo con el corazón en un puño.

– Herbert, Jenny, informad en cuanto la encontréis.

– Aún estamos llegando.

Se movieron por la estructura aún más rápido de lo que lo había hecho Susana. Seguían las indicaciones de posición en las viseras del casco. Dieron la vuelta a los grandes tanques de hidrógeno y esquivaron estructuras, bombas y anclajes. Al fin vieron al EV-3, Susana, al lado del tanque de oxígeno en el pequeño rincón que formaba este con el fuselaje. Trabajaba con una linterna moviéndola sobre la superficie metálica. No vio llegar a Herbert y Jenny, y sólo los advirtió cuando los destellos de sus linternas la hicieron volver la vista. Los saludó con la mano y enseguida notaron que trasteaba en su equipo de control, en el guante, para intentar que la radio dejase de estar muda. Les hizo un signo con la mano indicando que la radio estaba rota.

Un rato después todos volvían a estar reunidos en el laboratorio. Susana permanecía apoyada en una nevera y miraba al suelo con los brazos cruzados.

– No entiendo como ha podido pasar algo así. -Vishniac estaba visiblemente preocupado, casi enfadado.

– Espera que Luca termine de mirar el traje. -le respondió Herbert.

– Se supone que los equipos de comunicaciones están hechos a prueba de fallos.

– A mi no me saltó ninguna alarma. -La voz de Susana era fría como el hielo.

– Bueno, lo peor no es eso. Es un fallo mecánico que puede suceder -intervino Jenny-. Lo que más me preocupa es lo de tu tensión. Estaba muy baja, aún sigue estándolo.

Susana se tocó inconscientemente el brazalete que tenía a la altura del bíceps. Era de color negro y en él brillaban un par de luces verdes y una roja. Jenny miraba en su cuaderno electrónico cómo las gráficas de tensión arterial y venosa y el pulsar rítmico del corazón se cruzaban y descruzaban en una compleja danza.

– Me voy a adelantar al calendario de control.

Todos se removieron inquietos. Eso significaba un par de días de monitorización, análisis de muestras, control de placas de absorción de radiación, una molestia vamos.

– Luego habrá que comunicarlo a la Tierra.

– Si, pero no creo que nos digan nada útil, Fidel. Una fallo en una unidad de comunicaciones, algo muy normal.

En ese momento Luca asomó la cabeza por la escotilla en el techo. Haciendo una cabriola saltó y ejecutó un doble mortal. Aterrizó lentamente en el suelo y abrió los brazos como un artista de circo reclamando un aplauso. Pero el ambiente no estaba para aplausos. Luca miró a todos, y un poco decepcionado, se dirigió a Vishniac y le entrego una pieza del tamaño de una moneda.

– El chip, está frito.

– ¿No se supone que los trajes llevan dos radios?

– Sí, pero ese chip no es el de la radio, es el control de potencia. Por eso tampoco saltó la alarma, el ordenador estaba offline. Menos mal que desactivado la batería sigue proporcionando energía al soporte vital, si no hubiera sido así… -Luca hizo un gráfico gesto con la mano cortándose ficticiamente el cuello.

– No lo entiendo -dijo Vishniac.

– Yo sí. ¿No tenías una graduación en ingeniería? -replicó Luca.

– La entropía, Murphy, las cosas son así, y es mejor aceptarlas -sentenció Lowell-. Se pueden producir fallos aún en la Ares, en la que está todo cuidadosamente diseñado. Quizá un átomo ultraenergético, un rayo gamma ha tenido la mala suerte de impactar contra el chip, quizá un transistor fluctuó y se fundió e inició una cadena de fallos catastróficos.