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El plegado continuó correctamente hasta acercar los cuatro módulos al eje de giro, una estructura mucho más fuerte que los brazos. Activó los anclajes y comprobó que las bisagras giraban sobre las orejetas y sujetaban firmemente los habitáculos a la estructura de la nave. Comprobó que todos los anclajes estaban seguros y dio por finalizada la operación.

– A otra cosa mariposa.

En la cabina de la Belos Vishniac, Susana, y Lowell estudiaban sus pantallas.

– Tiempo para ignición, dieciocho horas, quince minutos, veintidós segundos.

– Apaga ese aviso, Susana por favor, me pone nervioso.

– Ok.

– ¿Habéis visto el último parte de Houston?

– Sí, dicen que los paralelajes radiométricos que nos hacen nos dan justo en el curso. No hay que hacer correcciones.

– Mejor. Se sabe cuando se empieza a corregir pero nunca cuando se acaba. ¿Baglioni ha terminado?

– Sí comandante.

Lowell siempre le hablaba así a Vishniac en cabina. Susana también compartía una educación militar con los otros dos pilotos, pero había desterrado el tratamiento formal en aras de la convivencia. No sabía si se había equivocado.

– Todo parece correcto y tenemos el ok de control de configuración. A no ser que haya manipulado el ordenador, que todo podría ser, ha seguido el protocolo.

Los tres sonrieron. Al fin Lowell rompió el silencio con una pregunta.

– ¿Baglioni siempre habrá sido así? Me lo imagino recién nacido mientras el médico se acerca con las tijeras para cortarle el cordón, «trae aquí, hombre, que se me ha ocurrido una forma mucho mejor».

Los tres rieron con ganas. El primero que se recuperó de la hilaridad fue el comandante. Tecleó en su pantalla y observó la lista de tareas que el monitor le mostraba.

– Tenemos aún que transferir combustible, los tanques no están a los niveles óptimos para la ignición.

– Se supone que dentro de dos minutos el ordenador iniciará el trasvase. Mira el planning.

– Sí, ya veo. En los viejos tiempos no era todo tan automático.

– Bueno, los hermanos Wright pensaban que el control automático añadiría peso supérfluo, por eso prescindieron de un sistema cuádruple redundante.

Vishniac se volvió ligeramente. Lowell se sentaba justo detrás. A veces Susana pensaba que las bromas continuas de Lowell le fastidiaban sobre todo cuando se referían a su edad. Probablemente fuese cierto. Sonrió un poco forzadamente y continuó con las comprobaciones.

Susana, mientras Vishniac seguía con la lista, posó las manos en la palanca de control. Seguramente el piloto automático haría todo el trabajo del descenso. Se sorprendió tomando la palabra.

– ¿No os apetecería hacer la reentrada en manual?

Vishniac levantó la vista de la pantalla y luego, antes de responder, volvió a mirarla y a pulsar con el dedo sobre ella para acceder a un submenú.

– Ya lo has probado en el simulador. Las probabilidades de éxito descienden mucho.

– Sí, eso es cierto, pero…

– Ya tendrás tiempo de pilotar cuando volvamos a la tierra. Recuérdame que te deje volar mi mustang.

– ¿Tienes un mustang?

– Sí, se lo compré a otro astronauta hace ya mucho, y me cuesta un dineral en mantenimiento.

– ¿Y aún te dejan volarlo?

– Claro, pasa perfectamente todas las revisiones.

– Eso es volar.

– Bueno, esto tampoco esta mal del todo ¿no?

Lowell y Susana lo miraron, luego contemplaron un momento las cuatro pantallas, y los teclados y cursores. No dijeron nada.

– Diez horas, treinta y dos minutos, cinco segundos para ignición.

– Gracias.

Fidel siempre le daba las gracias a la voz de la computadora cuando le informaba de algo, a pesar de que Susana se reía mucho cuando le escuchaba hacerlo. Había vuelto al habitáculo una vez que Luca había detenido la rotación. Tenía que revisar algunas cosas antes del descenso. Todos los protocolos de investigación estaban completamente desarrollados, pero necesitaba repasar algunas cosas y atender a un montón de notificaciones y correos electrónicos de control misión en la Tierra. El grupo de exobiólogos en el JPL, no paraban de elucubrar y proponer nuevos experimentos que el comité debía aprobar. Él era la parte principal del comité, aunque sólo fuera porque los experimentos tendría que hacerlos con sus propias manos. Recordó, entonces, que no había mejor manera de limitar las ansias experimentadoras de algún alumno, que obligarle a que hiciese él mismo el trabajo. Ahora le pasaba lo mismo. En la Tierra, durante todo el proceso de selección e incluso antes, había escrito una larga lista de pruebas que hacer en Marte. Estaba decidido a que aquella vez no se le iban a escapar las posibles bacterias marcianas, o los fósiles, o incluso los restos congelados en el permafrost, si es que lo había. Aquella lista inicial había sido revisada múltiples veces por el comité del JPL y por él mismo. Cuanto más cerca se encontraban de Marte, más excesiva le parecía. No iba a tener ni un minuto de respiro. Quizás fuese mejor así. Comenzaba a parecerle mucho tiempo y, sobre todo, mucha distancia de su familia.

En realidad la incógnita sobre la vida en Marte era aún mayor de lo que se creía. Las diversas sondas no habían sido capaces de dilucidar esa cuestión principalísima. Incluso había voces que decían que hasta la misión Viking había procedido de una forma no adecuada, que la vida en Marte podría ser tan extraña y residual que hubiese escapado a nuestra capacidad de detección. Desde luego el fallo del experimento biológico había sido total. El espectrómetro a bordo del Viking había detectado de todo, hasta trazas de los desinfectantes empleados en su esterilización, pero ni un rastro de materia orgánica.

Esta vez no se les iba a escapar. Iba a desmenuzar roca a roca el planeta si era necesario para dejar claro qué sucedió o qué sucedía en Marte. Estaba harto de buscar estructuras hexagonales en microtomos de meteorito. Si los microorganismos marcianos existían, sólo era cuestión de mirar un poco atentamente, deberían estar ahí.

– Cinco horas, cincuenta minutos, dieciséis segundos para ignición.

Marte había aumentado de tamaño. Ya era del tamaño de la luna en el cielo terrestre. Herbert había cerrado su ordenador y miraba por la escotilla, hipnotizado por la visión de aquel planeta al que tanto había costado llegar. Apenas podía creérselo. Desde la Tierra Marte era apenas una mota rojiza en el cielo. Estaban allí, no cabía duda. Tenía la cabeza llena de datos, sinclinales, fallas, líneas de ruptura, pluviogénesis, fenómenos erosivos, movimientos sísmicos y cráteres, pero todo eso no era Marte. Agradecía tenerlo a la vista, había pasado demasiado tiempo entre datos técnicos, diseñando estrategias de investigación, y había perdido la imagen mental que lo había llevado hasta allí. Ahora el vacío del exterior adquiría su sentido con aquella esfera roja colgada de él. Iba a ser un mes en su superficie, un mes fascinante. Algo muy dentro le decía que tendría que aprovechar el tiempo que viviese sobre Marte. Iba a ser muy preciado.

Pasó a su lado, rebotando de pared en pared, Luca. Se detuvo un momento y miró cómicamente por la ventana, luego le guiñó un ojo y continuó avanzando a saltos. Herbert no pudo por menos que reírse, aquel Luca era mucho. No podía entenderle, su mente funcionaba a otro nivel totalmente diferente, pero era coherente consigo mismo, no había conflictos y eso se notaba en su facilidad. Era, con mucho, el más inteligente de todos ellos. Y, a pesar de eso, también el que menos mal lo había pasado en la larga travesía.

Decidió no preocuparse más de aquello. Había habido momentos malos, discusiones, enfados, pero todo estaba superado. En Marte no habría tiempo para nada que no fuese la emoción de estar allí. Herbert notó la impaciencia crecer dentro de él. Se calmó respirando fuerte.