En cuanto apagó la grabación, todos estallaron en carcajadas. Aquello del Empire State fue un acontecimiento sonado. La Kesat, la emisora que emitía esa noticia, había promovido una réplica del edificio derruido por atentado terrorista como conmemoración de su apertura como emisora. La cobertura en directo de aquel derrumbe fue el acontecimiento que la hizo emerger como cadena de noticias. Desde ese lejano día había seguido creciendo y deshancando rivales hasta hacerse con el liderazgo de audiencia. Al final de la fiesta de conmemoración habían volado de forma controlada la réplica en un espectacular cierre de fiesta.
– Bueno, desde la Tierra, todos esperamos que tengan un feliz amartizaje y les emplazamos a que, en el regreso, podamos tenerlos en el estudio para poder hablar de esta magnífica aventura, quizá la más grande que el ser humano haya emprendido nunca.
– Gracias. Transmitiré sus palabras a mi tripulación.
Vishniac apagó el ordenador y dio la orden para que empaquetase el mensaje y luego lo trasmitiese a la Tierra. Luego abrió una ventana llamada «control de misión». En ella, había una indicación en grandes letras rojas: «Descenso en diez horas».
– ¿Habéis visto? ¿Baglioni?
– La nave está lista, desde hace un par de días.
– ¿Y todos los demás?
Uno a uno fueron asintiendo.
– Yo ya tengo mi cepillo de dientes -bromeó Jenny.
Herbert no entendía por que Vishniac les preguntaba eso directamente. Habían tenido que rellenar varios listados en el ordenador para asegurar que todo estaba dispuesto para el amartizaje, tanto desde el punto de vista de la nave, como del personal, con sus equipajes, experimentos y demás material. Luego entendió que necesitaba sentirse listo y seguro, y los ordenadores no le daban tanta seguridad como las confirmaciones orales.
Vishniac se volvió hacia Lowell.
– Lowell te vamos a dejar solo.
– Uff, ganas tengo, toda la nave para mí, ¡podré organizar fiestas!
– Bueno, pues todos en cabina, menos Lowell claro, en cuarto de hora.
Y en cuarto de hora estaban en posición de descenso, a bordo de la Belos.
Herbert miró a Luca trabajando en su panel de ingeniería. Luego se tomó las pulsaciones, estaban un poco altas. Aquella era una de las seis operaciones críticas del vuelo; dos -la inyección en la órbita transmarciana y la inyección en órbita baja de Marte- habían salido ya bien. Ahora llegaba el descenso, potencialmente peligroso, mucho más que las otras. El ambiente era más serio, se notaba. André y Susana no habían dicho una sola palabra que no fuese estrictamente técnica en todo el tiempo que llevaban sentados en la cabina. El único que parecía normal era Luca, pero él nunca se alteraba por nada.
En ese momento le rondaron la memoria aquellos nombres que les había dado a las computadoras, C-1 Enfermedad, C-2 Guerra, C-3 Hambre, C-4 Muerte. Se arrepentía de esa perversidad. No era supersticioso, pero a veces su mente seguía caminos extraños que llevaban a sitios de los cuales no quería saber mucho. Se quitó la idea de la cabeza sacudiéndola enérgicamente. En el vaivén chocó contra la escafandra de Fidel. Este le miró sonriendo y prácticamente nada más que con un gesto de las cejas le dijo, calma, todo va bien.
Y era así. Miró de nuevo a Luca. Manipulaba su panel ajustando los trasvases y el equilibrado del combustible, comprobando cargas de baterías, recuentos de última hora, comprobando sistemas.
– Luca, informa.
– Todo verde. Hay un problema con uno de los inerciales, pero es menor, no es causa de abortaje.
– Ok, procedemos a fase final de descenso.
Vishniac pulsó una serie de códigos en su panel. La voz sintetizada del ordenador volvió a acompañarles.
– Desacople en veinte, diecinueve, dieciocho…
– Controla que entramos dentro de la ventana de descenso. Aunque lo hace ya el ordenador, no me fío.
– Ok, no le quito ojo.
En la pantalla central la tripulación pudo ver cómo un esquema de la órbita a Marte era recorrido por un cursor verde, ellos. Había dibujada una trayectoria descendente que partía de un punto en concreto. Pasaron ese punto. En la siguiente órbita sería cuando I‹› alcanzarían y tendrían que entrar en ese estrecho pasillo a la velocidad y ángulo correctos. Sino serían tan solo un bonito meteoro en el cielo de Marte.
– Activada secuencia de desacople. ¡Adiós Lowell!
– Tres, dos, uno…
Todo estaba firme, anclado y estable. Escucharon los garfios de sujeción girar y soltarse con un chasquido metálico, casi un golpe dado a la chapa bajo los asientos. El simulador en Tierra había reproducido todas esas sensaciones con total perfección pero de algún modo no era igual, allí afuera estaba Marte, y la inmensa masa de color rojo del planeta ardía como un infierno. Los motores de maniobra le dieron un suave empujón a la Belos y se vieron aplastados contra los asientos.
– Desacople. Activado posicionamiento para el descenso.
En los monitores se podía ver una vista exterior del puerto de amarre de la Ares alejándose suavemente. Con la misma suavidad y precisión, la Belos se dio la vuelta hasta que Marte quedó a sus pies.
– Susana, nos vamos acercando a la ventana de descenso.
– La veo ¿todo correcto Luca?
– De momento sí. Me sigue preocupando el inercial 2, pero los otros van bien.
– Susana, aún vamos altos para la ignición de frenado.
Susana manipuló el ordenador indicándole un descenso de altitud. La Belos, de forma automática, activó los motores de maniobra frontales. La tripulación sintió varios tirones hacia delante, pero en absoluto la sensación de caer. Por dinámica gravitatoria, todo descenso de velocidad se traducía automáticamente en un descenso de órbita. Tenían que modularlos con cuidado para entrar en la adecuada senda de descenso que les llevaría a la zona de aterrizaje.
Luca tomó la palabra.
– Cerradas las escotillas de los localizadores de estrellas. Ahora volamos en inercial puro. Activado el evaporador de alta capacidad. Los bucles de freón 21 y los radiadores de soporte vital preparados. Listos para el infierno.
– ¿Altura, Susana?
– 425.000 pies y bajando.
– Entramos en zona de ignición.
Susana y Vishniac parecían ejecutar un ballet perfectamente coordinado. Las pantallas de sus monitores cambiaban acompasadamente. No parecía haber prisa, pero tampoco descuido o desconcierto. Los miles de veces que habían realizado aquello en el simulador parecían haber surtido efecto.
– ¿Control de computadores, secuencia de descenso?
– Funcionando bajo parámetros. En verde.
Herbert miró el botón rojo al lado de cada uno de los puestos de piloto y copiloto de la Belos. Era el sistema de desconexión de la secuencia automática. Activaría el control manual de la nave.
– Rotación para encendido.
La Belos comenzó girar sobre si misma hasta presentar la popa a la dirección de movimiento. Herbert miró la pantalla de Luca, la que tenía más cerca. En ella se veía como el cursor verde que era la nave, entraba en altura y posición en la trayectoria de descenso, una línea verde dibujada esquemáticamente. Había unos números justo encima. Ocho, siete, seis. Herbert había olvidado ya cuantas cuentas atrás había vivido. A veces pensaba que los latidos de su corazón se acompasaban a ese ritmo… cuatro, tres, dos, ignición.
Fue como una patada en la espalda. Durante 2,5 segundos todos volvieron a tener gravedad concentrada en la espalda. Deberían estar a casi dos ges. Jenny y Fidel, a su lado, temblaban y se sacudían dentro de sus escafandras.
– Dentro de perfil.
La voz de Vishniac era más fría y precisa que nunca. Susana le miró de reojo, en una micropausa en el recorrido inalterable de sus ojos por los parámetros de vuelo más importantes.