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– En ese caso su idea podría funcionar, pero tendremos que improvisar a partir de los sistemas de refrigeración y las turbobombas de expansión de la Belos. No es fácil.

Susana terminó de aflojar la tuerca en la que no había dejado de trabajar. Al fin la butaca quedó libre. Se puso en pie y con un solo movimiento enérgico la separó del suelo.

– Lo fabricaremos -dijo-. Disponemos de las herramientas necesarias para hacerlo.

Herbert sonreía; sentía el camino de nuevo bajo sus pies. En realidad nunca había dejado de percibirlo. Tenía cada vez más la sensación de deslizarse, de que alguien o algo lo llevaba de la mano. Eso estaba bien, así no tenía espacio para el miedo, para la incertidumbre.

Al fin Luca hizo un expresivo gesto encogiéndose de hombros y regresó a sus cálculos.

Susana se volvió lentamente. La cabina estaba iluminada por luz blanca. Las butacas apiladas en el centro del habitáculo completamente desmontadas. Los cojines estaban siendo separados de las estructura por Jenny, podían ser usados como colchón. Luca continuaba atado a su ordenador. Fidel calentaban algo de sopa en envases plásticos.

¿Era esa la vida que les esperaba? ¿Encerrados en aquel habitáculo durante días, meses, atendiendo a las órdenes de la Tierra? ¿Quizá explorando lo que pudieran para que sus muertes no fueran en vano? ¿Quizá matándose unos a otros de terror y desesperación? Aquel era el final de un camino, uno muy largo de muchos años y muchos millones de kilómetros. Todo para terminar varados en el polvo rojo por culpa de un medidor de potencia que costaría unos pocos cientos de dólares.

19

– Baglioni y Herbert, idos preparando para EVA -ordenó Susana-. Sacaremos todo esto al exterior y podréis echarle un vistazo al estado de los motores.

Luca y Herbert asintieron con rigidez y comenzaron a prepararse. Luca revisó los sistemas de la esclusa de aire mientras Herbert sacaba los trajes de un armario.

Eran escafandras adaptadas a Marte, de color blanco, que contenían un sistema calefactor y otro de soporte vital, todo controlado por un ordenador integrado en el casco.

Herbert activó la rutina de chequeo y, a la vez, revisó el estado general del traje dándole vueltas, palpando la tela de aramida reforzada y probando los cierres y válvulas.

Jenny se acercó a Susana que estaba ocupada mirando como Luca revisaba los sistemas de la esclusa.

– Yo iré con ellos.

– No es necesario.

Jenny ser retorció las manos como si le dolieran, y miró de reojo al bulto tapado por la manta térmica, en un rincón de la cabina.

– Mientras desalojan toda esta chatarra yo prepararé una tumba para André.

Luca, que había terminado de revisar la esclusa y se dirigía a donde Herbert estaba ya poniéndose un traje, se detuvo con brusquedad y miró a Jenny con asombro.

– ¿Una tumba? ¿Qué sentido tiene eso? Simplemente dejemos el cuerpo del comandante en el exterior.

Jenny miró durante un par de segundos a Luca y respiró profundamente. Cerró los ojos, como si buscase las palabras dentro de los párpados, y luego habló calmada, con voz suave:

– Herb dijo que éramos náufragos. Es posible, pero también somos civilizados. Si perdemos ese punto de contacto con nuestras creencias pronto empezaremos a comportarnos como animales.

– Con nuestras supersticiones, querrás decir. Jenny, el perder tiempo y energías cavando una tumba inútil no nos ayudará a sobrevivir. Debemos ser prácticos, aprovechar hasta la última partícula de nuestros recursos.

– Ok, Luca. Nadie te ha pedido ayuda para esto. Puedo hacerlo yo sola.

– Un momento, un momento los dos -intervino Fidel-. Escuchadme. No creo que estemos en situación de asumir la responsabilidad de sacar el cuerpo del comandante al exterior.

Jenny se volvió hacia el exobiólogo y este vio en sus ojos, por primera vez, una furia que no imaginó que estuviese allí.

– ¿Por qué no?

– Contaminaremos para siempre este planeta. Un cuerpo humano está lleno de bacterias de todo tipo. Ningún experimento destinado a encontrar rastros de vida en Marte será fiable a partir de ese momento.

Susana se dirigió a Fideclass="underline"

– ¿Crees que las bacterias terrestres pueden sobrevivir en el ambiente marciano?

– Las bacterias son capaces de hacer las cosas más increíbles.

Luca se acercó a Herbert que estaba terminando de ajustarse el traje y le ayudó con un par de cierres. Luego sonrió torciendo el gesto, como era habitual en él.

– Demasiado tarde entonces. Llevábamos varios experimentos hidropónicos en el hangar y sus restos ya deben de haberse esparcido, arrastrados por el viento, por toda la llanura de Chryse. A partir de ahora los exobiólogos tendréis que aprender a distinguir entre las bacterias que trajimos de la Tierra y las de Marte, si es que existen.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Susana.

– Al parecer sí.

Luca empezó a embutirse en su propio traje. Su pie tropezó con una pernera y, de no ser por Herbert se apresuró a sujetarlo, hubiera terminado de bruces en el suelo. Mientras lograba meter la pierna en el traje dijo:

– ¡A la mierda con las bacterias! Vamos a morir aquí, no pretenderéis además, teniendo cuidado de no contaminar el planeta.

Jenny se volvió hacia Sánchez y le preguntó con una voz tranquila y convencida:

– Susana, ¿tengo tu permiso para salir afuera y enterrar de una forma cristiana al comandante?

Susana la miró un momento. Primero con intensidad, luego pareció pensárselo mejor, relajó el gesto y asintió con la cabeza.

Luca, que ya estaba dentro del aparatoso traje, parecía un gran gorila, blanco y furioso.

– ¡Qué tontería! -dijo.

Ignorando sus comentarios, Jenny se embutió en su propio traje. Como ajuste final se calaron los cascos y comprobaron que el ordenador y la radio funcionaban.

Jenny, Herbert y Luca se metieron en la esclusa acompañados por el cadáver de Vishniac y la primera remesa de literas.

No se les veían los rostros tras el cristal protector. Susana y Fidel los vieron desaparecer tras la escotilla de presión. Parecía que iban a partir para un viaje muy largo y sólo iban a cruzar el delgado espesor del fuselaje.

En cuanto la puerta se cerró, el silencio se hizo agudo, hiriente. Susana se acercó a Fidel imperceptiblemente. Los dos miraban el indicador de presión en la esclusa.

Comenzó a oírse el ruido de las bombas extrayendo el aire.

Al fin la presión marcó cero y se encendió el testigo de escotilla exterior abierta.

Susana miró a Fidel y se dio cuenta de que el biólogo estaba conteniendo el aliento. Fidel le devolvió la mirada. Estaba tranquilo. Había mucha tristeza en sus ojos marrones, en su gesto cansado.

Susana apartó la vista. No podía seguir mirando a Fidel, era un espejo demasiado fiel de cómo se sentía ella por dentro.

20

En el interior de la esclusa no había mucho sitio. Jenny, Herbert y Luca estaban codo con codo y presionados por las piezas de las literas. Sólo el cadáver del comandante parecía estar sin apreturas, tendido en el suelo dentro de la manta térmica transformada en mortaja.

Jenny, antes de cerrar sobre su cabeza el saco térmico, inspeccionó el cadáver. El rostro estaba ya lívido, amoratado dónde había recibido golpes y con una expresión extraña, a medias cansada, a medias estupefacta. A pesar de que, como médico estaba acostumbrada a tratar con la muerte, el ver aquel rostro de tan cerca le había impresionado.

Al fin, tras revisar los bolsillos y extraer del cadáver todo aquello que pudiera serles de interés, cerró la manta térmica y respiró aliviada.

Costó arrastrarlo hasta la esclusa. Nadie lo mencionaba, pero era incómodo el tacto del cadáver, ese peso muerto que una vez se había movido por su propia voluntad de máquina orgánica.

Las bombas succionaron el aire hasta dejarlo en un 1% de la presión terrestre, la presión en la atmósfera de Marte. Los trajes funcionaban con un suave susurro de aire fresco. Se mantenían calientes gracias a las estructura microtubular y por capas de la tela, que lo convertía en un magnífico termo capaz de conservar el cuerpo caliente con pocos aportes de energía. Sólo así podrían soportar las temperaturas en el exterior, inferiores a los 70 grados bajo cero.