Al fin se encendió la señal de presión ecualizada y la de apertura libre. Herbert agarró el mango de la compuerta pero se detuvo sin accionarlo. Miró a Luca y luego a Jenny. Los dos asintieron con la cabeza. Herbert aún se lo pensó un instante. Luego dio un tirón decidido al metal y abrió la puerta.
Afuera estaba Marte. La primera impresión que tuvo fue de aridez. Bajo la Belos había una gran llanura arenosa de la que surgían formaciones rocosas de tamaños variados. La llanura no era regular, se ondulaba en colinas, pequeñas dunas y estaba salpicada de rocas medio enterradas. Todo lo que le rodeaba tenía un color teja vieja, un rojo que debido al sol poniente viraba rápidamente hacia el marrón.
Herbert había visto muchas fotos de Marte, le era casi familiar. Intentó dar un paso y descubrió que no podía, todavía no. Respiró hondo y se repitió una y otra vez que aquello era Marte, que tenía que bajar los peldaños. Había un ligero viento que le arrojó arena al visor. Eso le sorprendió y le hizo salir del asombro. Pisó el primer escalón, se detuvo y miró al horizonte. Atrás, ocupó su puesto en el marco de la puerta, Jenny.
– Mira Herbert, el cielo.
Herbert levantó la cabeza y miró dónde señalaba. En medio de un cielo de color rosa suave el Sol era un punto blanco rodeado de un intenso y bellísimo halo azulado. Ya sabía que las puestas de sol en Marte eran desconcertantes. El color normal del cielo marciano se debía al polvo en permanente suspensión que absorbía todas las longitudes de onda menos el rojo. Las partículas de polvo también dispersaban algo de luz azul, pero muy poca. Sólo cuando el Sol descendía hasta el horizonte y sus rayos tenían que atravesar grandes espesores de atmósfera ese azul se hacía visible en un halo alrededor de la corona solar.
Herbert sonrió. En Marte el color del crepúsculo es el azul y el cielo diurno rosado, justo al revés que en la Tierra.
Al fin despegó los ojos del horizonte. Sentía que habían pasado horas aunque en realidad había transcurrido menos de un minuto. En el monitor integrado en el visor del casco estudió sus parámetros médicos.
El corazón le latía a 120 pulsaciones por minuto.
«Sólo son dos escalones más». Sin pensarlo los descendió y sus botas se hundieron ligeramente en el polvo marciano.
– Felicidades Herb -escuchó la voz de Luca en los auriculares-, eres oficialmente el primer hombre en Marte.
Herbert sabía que eso no significa nada, ser el primero, el segundo, es lo de menos porque el camino no se recorre nunca en contra de los demás. El camino es solitario.
Sólo que era cierto, era Marte y estaba sobre él; y sus botas se hundían en la arena y tropezaba con sus rocas. Le Parecía que siempre hubiese estado allí. Su vida es ese momento, los primeros pasos por un planeta que no es la Tierra, el descubrimiento y el viaje.
Recordó entonces, con una intensidad enfermiza, el momento en la sabana africana en que vio a Marte aparecer con el crepúsculo, una débil luz rojiza ocultándose tras el horizonte, esquiva y lejana.
Herbert se arrodilló y tomó un puñado de arena con la mano. Era muy fina y se escurrió entre los dedos del guante hasta flotar arrastrada por el viento. Luca y Jenny ya estaban abajo y se movían arrastrando piezas de las literas.
– Ey, héroe -le dijo Luca-. ¿Qué tal si arrimas un poco el hombro?
Dentro de la Belos, Fidel y Susana miraban atentamente por la escotilla. Primero vieron vacilar a Herbert, y al fin le vieron pisar Marte.
Luego, los tres astronautas se concentraron en deshacerse de las literas.
Susana se volvió hacia Fidel. Como ella, estaba emocionado.
Afuera, entre Herbert y Luca, bajaron el cuerpo de Vishniac, un bulto de metal dorado que depositaron sobre la arena.
Jenny ya había elegido un lugar para cavar y Herbert se acercó a ella mientras Luca se perdía de vista.
Luca revisaba el exterior de la nave. Había sufrido mucho, eso era evidente. Todos los patines de aterrizaje estaban colapsados. El ala derecha tenía una rotura que casi la había partido en dos; y la zona trasera era un amasijo de grietas y aplastamientos.
«Si hubiésemos chocado contra la roca que hizo eso con el morro, y no con la cola, no estaríamos ya vivos -pensó con regocijo».
Revisó cuidadosamente la estructura principal buscando grietas, algún indicio de tensiones que pudieran romper el doble casco del habitáculo. No parecía haber ninguna, la nave había aguantado bien el castigo.
Cuando terminó de rodearla, descubrió a Jenny y a Herbert esforzándose con la pala. Tras el lecho de arena comenzaba una zona pedregosa en la que la pala no podía hundirse.
«Estúpidos -pensó, pero su naturaleza de ingeniero no podía dejar pasar una solución a un problema».
– Hay que enterrarle con piedras.
Herbert asintió comprendiendo. Colocaron el cadáver en el pequeño lecho que habían excavado y comenzaron a apilar piedras sobre él.
Al poco habían cubierto por completo el cadáver.
El Sol aún brillaba en el horizonte, pero la atmósfera se enturbiaba rápidamente. El viento había aumentado de intensidad y comenzaba a ser algo muy molesto que les empujaba y arrojaba arena y polvo contra los visores dejándoles medio ciegos.
Herbert contempló como el paisaje se diluía lentamente en una sopa de rojo turbio.
Luca le hizo una señal a Herbert que este apenas alcanzó a distinguir.
– Herb, ven y mira.
Mientras Jenny terminaba la tumba, los dos hombres caminaron hacia la parte trasera de la nave. La visibilidad disminuía rápidamente. Para no perderse tuvieron que rodearla tocando con la mano el metal del fuselaje.
En cabina, Susana y Fidel los perdieron de vista. Al fin Fidel dejó de mirar hacia fuera y se dirigió a Susana.
– Baglioni tiene razón. Enterrar al comandante es una tontería.
Susana no respondió y siguió mirando fuera, donde cada vez se distinguía menos. Vió a Jenny rezando o haciendo algo al lado de la tumba, una figura pequeña, un insecto blanco zarandeado por el vendaval.
– ¿Qué opinas de la idea de Herbert, Susana?
– Si hay una posibilidad de que funcione, la haremos funcionar.
– ¿Sabes lo que pienso? Creo que Herbert es sinceramente optimista, pero tú… Estás en tu papel, asumiendo toda la responsabilidad que la muerte de André ha dejado caer sobre tus hombros. Entiendo que eso debe de ser muy duro ¿no? Tu posición es la más difícil de todas.
Al fin Susana abandonó la escotilla y miró a Fidel, recostado contra un panel.
– ¿Crees que soy pesimista?
– Creo que eres una mujer muy fuerte y que sabes lo que hay que hacer en un momento como éste. Si aceptáramos que estamos ya muertos, que no hay ninguna esperanza, ¿en qué nos convertiríamos?
– No soy fuerte, te lo aseguro.
– Pues lo pareces.
Susana hizo una mueca y desvió la vista hacia sus manos que jugueteaban con la cremallera de su mono.
– He pasado toda mi vida fingiendo que sí lo era y eso te da cierta práctica. Pero ahora mismo estoy aterrorizada. No se lo digas a los demás cuando regresen.
Susana levantó la vista y sonrió. Por primera vez en mucho tiempo Fidel vio como esa sonrisa no era forzada, era un gesto cómplice y muy sincero y le iluminaba el rostro con una llama de tristeza y resignación.
– Será nuestro secreto ¡vaya! Ojalá tuviera tu aplomo… yo necesito la esperanza. Mi cabeza de científico me dice que no tenemos salvación, pero no puedo escucharla, aún no estoy preparado.
– Lo tienes Fidel… lo estas haciendo muy bien.