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Una vez más, la tercera y última, los motores de la nave ardieron como pequeños soles en el vacío del espacio empujando la flecha de metal que era la nave a una trayectoria de regreso hacia la Tierra. Esta vez consumió todo su combustible, diez minutos de empuje constante que le darían una variación de velocidad suficiente para hacer el viaje en siete meses.

Lowell confiaba en que Venus estuviese allí para servirle de freno y en llegar a la Tierra a tiempo de la misión de rescate.

Pero había muchas incógnitas en el largo viaje que tenía por delante.

Mientras la nave madre se alejaba, la Belos seguía sobre la superficie de Marte como una minúscula motita en medio de aquella rocosa llanura azotada por el viento.

Se había hecho de noche y la temperatura había descendido. El viento, que no había dejado de soplar desde la noche anterior, golpeaba las paredes y arrojaba arena contra ellas. Sonaba como si las suaves garras de inexistentes gatos marcianos arañasen el fuselaje.

Todos se habían acostumbrado a esos sonidos, y al ruido del acondicionador de aire. Ya no los escuchaban. Sin embargo sí les sobresaltaban los pitidos del pad de Baglioni. Estaban tendidos en el suelo, apoyados en los cojines de las butacas desmontadas y dentro de los sacos térmicos. Luca trabajaba con su pad sacando fuera del saco apenas la nariz, la pantalla que relucía en la semipenumbra y el lápiz.

Aún dentro de los sacos les era difícil acostumbrarse al frío. El sistema de calefacción de la Belos, limitado para ahorrar energía, sólo corregía 70º C de diferencia entre el exterior y el interior; y como consecuencia en el habitáculo la temperatura era gélida, apenas 7º C.

La luz estaba apagada y sólo les ilumina el fulgor azulado de la puesta de sol marciana. Jenny, la única de pie, recogía todos los tonos azules del horizonte en su rostro. Miró un momento al Sol a punto de esconderse tras la línea quebrada del horizonte y luego continuó su labor de repartir las raciones de la cena.

Luca tomó la suya, el último en recibirla. Jenny corrió a meterse en el saco tiritando ya, y abrió el paquete de sopa autocalentable.

– Lowell nos aseguró que intentarían acelerar la misión de rescate.

Luca le respondió a Susana sin dejar de trabajar:

– El tiempo mínimo para un viaje de ida y vuelta entre Marte y la Tierra, en las mejores condiciones, es de dos años y medio. Quinientos días para el viaje de ida y vuelta. No hay forma de reducir ese plazo.

Fidel tomó su ración con desgana. Fue a abrirla, manteniendo el dedo en el tirador que activaría la carga química que le daría calor a la sopa, pero al final desistió y la dejó, intacta, en el suelo. Se arrebujó en el saco y se apoyó contra la pared. Susana le dirigió una mirada. Tenía el rostro marcado de arrugas profundas, oscuro en el atardecer sombrío de Marte. El biólogo parecía infinitamente cansado.

– Ellos lo saben. Saben que nunca lograrán llegar a tiempo para salvarnos, pero no pueden decírnoslo. Tiempo, siempre se trata al final del tiempo.

Susana hizo un gesto de disgusto y se dirigió a Baglioni:

– Luca, ¿de cuanto tiempo dispondremos contando con estas medidas de ahorro de energía?

– Bien, -Luca consultó el pad-; un año y dos meses. El problema son los sistemas de reciclado, consumen demasiada energía.

Susana esperó a que Luca siguiera hablando. Pero el ingeniero no se dio por enterado y continuó trabajando en su pad.

– ¿Cuál es tu propuesta? -le preguntó Susana irritada.

– ¿Por qué piensas que dispongo de una?

– Lo noto en tu expresión. ¿Cuál es tu propuesta, Luca?

Luca respiró hondo. Apagó el pad y metió las dos manos dentro del saco. Apenas se veía nada en la cabina.

El crepúsculo estaba terminando. Luca era sólo un revoltijo de pelo y dos pupilas muy negras en la parte superior de un amasijo de tela metálica. Todos le miraban. Cuando comenzó a hablar sus palabras fueron como truenos en una noche calmada.

– Debemos de empezar a trabajar en el escenario de que los cinco no podremos sobrevivir.

Se escucharon variados bufidos y el roce de cuerpos que se removían nerviosos dentro de los sacos.

Jenny se retiró hacia atrás hasta chocar contra el mamparo.

– Luca, eso que estas diciendo es…

– Terrible, ya lo sé. Pero me habéis pedido datos y estas son las frías ecuaciones: es imposible que los sistemas de esta nave nos mantengan a los cinco con vida durante dos años y medio.

Se produjo un silencio aún más largo. Pero no era un silencio completo; estaba punteado de movimientos nerviosos que removían las telas metálicas de los sacos; de suspiros y chasquear de lenguas.

Al fin Susana volvió a interrogar a Luca. La luz había desaparecido. Ya no se veían unos a otros y la voz surgía de un bulto en un rincón.

Una voz fría y tajante:

– ¿Cuántos de nosotros podrían tener una oportunidad de sobrevivir?

– Verás… teniendo en cuenta…

– ¿Cuántos?

Luca calló por un instante. Y luego habló, por una vez, sin ninguna afectación, casi con humildad.

– No más de dos.

Herbert bufó y se incorporó en su saco.

– La verdad es que no me parece un buen promedio; dos de cinco.

– Es lo que tenemos.

– No, no es lo que tenemos; es una forma de rendirnos. Que tres de nosotros deban sacrificarse para que dos sobrevivan… no puede ser. Debemos buscar otras opciones.

– Herb, fuiste tú el que comparaste esta situación con la de unos náufragos; y en ocasiones los náufragos han debido tomar decisiones tan terribles como esta.

Jenny se levantó y encendió la luz de emergencia. No era de mucha intensidad pero bastó para descubrir el gesto hosco de Herbert, el desdén de Luca, la tensión en la cara de Susana y el desánimo absoluto de Fidel.

A pesar del frío Jenny no volvió a entrar en el saco, se lo echó sobre los hombros y comenzó a pasear por la cabina a la vez que hablaba.

– ¿Te has vuelto loco? ¿Quieres que empecemos a sortear quién vive y quién muere? ¿Y qué haremos con los que pierdan?

Luca siguió con la vista a la doctora en su paseo.

– Jenny, no dramatices la situación más de lo que ya está. No he planteado que nos comamos a alguien ni nada por el estilo. Sólo digo que dentro de un año y medio seremos cinco cadáveres congelados en el interior de esta lata, a no ser que tres de nosotros dejen de usar el sistema de reciclaje, de consumir agua y aire.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro? -le preguntó Susana-. ¿Has repasado tus cálculos?

Luca se removió furioso en el saco y le tendió el pad a Susana.

– Toma Susana, hazlo tú. Empiezo a estar harto de que dudéis constantemente de mí. ¿Quieres volver a calcularlo todo?

– No te alteres, ya sé que eres muy profesional. Sólo quería…

– Mis cálculos están bien, lo único que pasa es que tú no puedes aceptarlo, igual que el resto. No podéis aceptar que mis cifras dicen que en las próximas horas tres de nosotros tienen que morir, o los cinco dentro de unos meses… Es preferible seguir escuchando a nuestro optimista geólogo. Saldremos fuera, encontraremos agua y aire y energía y seremos unos héroes cuando llegue la misión de rescate. ¿Es eso Herb, esperas regresar a la Tierra como el gran héroe que nunca perdió la calma, que siempre supo lo que tenía que hacer…?

– Ya basta, Luca.

Rodrigo, desde su rincón, hablaba con una voz profunda. Les sorprendió a todos la gran serenidad que tenía su voz. Serenidad y tristeza.

– Tiene razón. No queremos aceptarlo pero tiene razón.

Jenny, aún de pie y comenzando a tiritar, contestó con voz casi rota por las lágrimas.

– Yo no voy a suicidarme. Mi religión no me lo permite.

Baglioni estuvo a punto de contestar a Jenny, pero se contuvo y se enfurruñó aún más dentro del saco; ya no se le veían ni los ojos.