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– También hay mensajes… personales… que debes transmitir -dijo.

Tenía dificultades con el traje pero no pidió ayuda. Al fin Jenny se acercó y fue rechazada.

«Mis hijos… -pensaba de una forma febril-. ¿Qué hago aquí… qué demonios hago aquí?»

– Fidel, te lo estás colocando mal. Eso no va ahí -susurró Jenny.

Fidel alzó la vista un instante y sonrió, aceptando su ayuda con un leve asentimiento de cabeza.

– Es cierto… es cierto… -musitó el biólogo.

Por un instante estuvo a punto de hacer una broma y haber dicho «me podía haber matado…». Ja, ja; pero Fidel tuvo que esforzarse para no romper a reír en carcajadas histéricas. «Para haberme matado».

En pocos minutos los tres tenían los trajes puestos. Hubo un momento de demora. Nadie parecía dispuesto a tomar la decisión de empezar a caminar hacia la escotilla.

Susana se mordía los labios. Buscaba desesperadamente argumentos para no tener que salir precisamente en ese instante. Estaba muy lejos de la actitud firme del día anterior. No quería salir No quería morir.

Fidel miró la escotilla, luego volvió la cabeza a Herbert, a Susana, Luca y Jenny. Todo estaba listo, sólo tenían que calarse los cascos y salir fuera. Parecía fácil, sencillo, una operación de rutina.

«Sólo rutina -pensó Fidel-. Pero tras esa puerta no hay nada».

Jenny se encogió contra el mamparo. Tenía los ojos muy abiertos y un gesto de terror.

La mirada de Luca era indescifrable, salvaje, medio oculta tras su barba feraz y la melena despeinada.

Al fin, Herbert se puso el casco y todos escucharon el chasquido de los cierres. Susana, que mantenía una mirada gélida, al fin sonrió y muy despacio se puso el casco.

Fidel fue el último en hacerlo. Estuvo tentado de empezar a gritar, de arrojar lejos aquella estúpida escafandra. No podían, no podían obligarle a hacer aquello. Pensó en acercarse a Jenny y Luca… en rogarles que le dejaran quedarse… no quería morir… No podían obligarle…

Hubo un silencio en su mente, unos segundos eternos.

Inspiró hondo y se puso el casco con rapidez. Con la misma sensación con la que un suicida colocaría la soga alrededor de su cuello.

Ya no se les veía el rostro, sólo eran grandes insectos blancos de un solo ojo, visitantes del exterior que habían irrumpido momentáneamente en la Belos y que no tardarían en volver a su medio ambiente, a Marte.

Uno a uno penetraron en la esclusa. La puerta se cerró y se escucharon las bombas de aire succionando el preciado oxígeno.

Jenny sintió que se ahogaba, no había aire suficiente, no podía moverse. Luca redujo la iluminación hasta que el brillo rojo de Marte se coló en la cabina, una luz que se derramaba por el suelo y las paredes manchando la impoluta blancura del módulo con el color del planeta, charcos de luz líquida y carmesí que crecían hasta casi tocarle los pies.

Jenny se encogió aún más, aterrada por el contacto con esa luz.

Luca se concentró en mirar al exterior.

25

En la esclusa sólo se escuchaba el resonar de las bombas de aire.

En cuanto terminaron de aspirar el aire, Herbert tomó el mango de apertura. El golpe de la compuerta al desbloquearse sonó como un disparo. Luego la luz de Marte les iluminó de golpe.

Hubo un silencio inmóvil, hasta que Susana habló por la radio.

– ¡Qué día tan maravilloso! -dijo.

– Sí, tiene todo el aspecto de un soleado día de invierno en la Tierra -añadió Fidel. Asombrado de la tranquilidad que de repente sentía.

¿Qué mal podía sucederles en medio de un día tan hermoso?

– Ciertamente nadie diría que estamos en otro mundo -dijo Herbert.

«Pero lo estamos» -pensó.

Descendieron por la escalerilla y las botas se les hundieron en el polvo de Marte.

Susana y Fidel caminaron entre rocas, restos de las literas y chatarra desprendida de la Belos.

Herbert se limitaba a mirar al horizonte, a la lejana cordillera del Valle Marineris. Iluminada por el sol parecía un risco terroso. El camino que conducía hasta allí estaba plagado de rocas, de valles y colinas arenosas.

Luego volvió la vista y vió a los otros dos curiosear Marte. Aquella era la primera vez que lo pisaban.

Herbert sabía que justo detrás del morro de la nave estaba la tumba de Vishniac, pero no lo mencionó.

El cielo era de color rosa muy pálido. Fidel elevó la vista y distinguió muchas estrellas en él, las más potentes. Muy cerca del horizonte destacaba una luz brillante.

– ¿Habéis visto esa estrella? ¿Es…?

Susana elevó la vista y consultó en el ordenador del traje.

– Sí, es la Ares. Aún está cerca y el fuselaje debe reflejar el brillo del Sol.

Herbert miró un momento a la Ares alejándose. Luego su vista se dirigió de nuevo hacia la cordillera. Notó la urgencia del viaje bullendo en sus venas. Aún había mucho camino que hacer antes de que les llegara el final.

Eso le animó.

– No hay duda de que es un buen día para pasear -dijo-. Te entran deseos de librarte de este pesado traje y retozar un poco por ahí fuera.

– Pues no lo hagas, Herb -dijo Fidel-. Ochenta bajo cero, diez REM al año, y una birria de presión atmosférica.

«Por supuesto -pensó Herbert-. Pero ¿quién puede decirme lo que hay al final del camino? Nadie. No puedo aceptar mi propio final. Nadie puede hacerlo. Esta es solo una aventura más».

Al fin Susana comenzó a andar y escaló una pequeña duna medio resbalando sobre su lomo.

– Pongámonos en marcha -dijo.

En el interior de la Belos, Jenny al fin se había decidido a mirar por la escotilla y los vio desaparecer tras la duna.

Se retorcía las manos interminablemente. Luca estaba sentado frente a su panel de ingeniería. Pulsando sobre la pantalla estableció un enlace.

– Susana -dijo-, he estado pensando que podéis poner en funcionamiento vuestras cámaras de vídeo. Desde aquí lo registraré todo y en la Tierra seguro que se sentirán muy satisfechos con las imágenes que obtengáis.

Jenny abandonó la ventana y miró a Luca, mientras en los altavoces sonaba la voz de Susana.

– ¿Estás hablando en serio Luca? ¿Eso no consumirá demasiada de vuestra energía de reserva?

– Lo he estado calculando, Susana, y creo que podemos permitírnoslo. En realidad creo que merece la pena hacerlo.

Jenny se sentó al lado de Luca y, por primera vez en mucho tiempo, le sonrió. Luego habló muy bajito, para que sólo Luca le escuchara.

– Un sentido para sus últimas horas…

Luca cerró el micrófono.

– No es eso -dijo con tono neutro-. Ellos pueden obtener imágenes realmente valiosas. Es algo útil e interesante. No se trata de ninguna estupidez sentimental.

Jenny asintió mientras sorbía por la nariz. De repente sus ojos estaban otra vez húmedos.

– Debe ser una alergia a algo de Marte -le dijo a Luca sin mirarle.

Luca ajustó los monitores y puso el ordenador de la Belos a grabar todas las imágenes que recibía. En las tres pantallas aparecían panorámicas estabilizadas de lo que se veía desde los cascos de Susana, Fidel y Herbert: el paisaje marciano oscilando con el vaivén de la marcha.

El terreno era muy irregular. Los astronautas debían esforzarse por subir y bajar cuestas, esquivando y apoyándose en rocas. De vez en cuando las cámaras dejaban de mirar hacia delante y se detenían en mostrar las botas pisando con cuidado un lecho de rocas.

Susana se aclaró la voz y comenzó a hablar entrecortadamente.

– Bueno, todos sabéis ya las circunstancias en las que nos encontramos. No vale la pena repetirlo ahora. Debemos economizar aire, por lo que hablaré lo mínimo. Vamos a intentar llegar hasta el borde del Valle Marineris. Hemos calculado que tendremos que caminar durante cuatro o cinco horas. Llevamos varias botellas de oxígeno de repuesto, por lo que hay bastantes probabilidades de que obtengamos algunas buenas imágenes del Valle; que las disfrutéis.