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Jenny casi le interrumpió al hablar. Ensayó una voz optimista que fracasó tras las primeras sílabas.

– Deja de decir tonterías Luca. En realidad tú eres la prueba de que los test psicológicos no funcionan. ¿Qué hay de tu espíritu de equipo?

– Oh, mentí, como todo el mundo, con la excepción de Herbert, claro.

– No tuve la necesidad de hacerlo.

– ¿Cómo es posible, Herb? ¿tan claras tenías tus motivaciones para venir aquí?

– Sí.

– Pues te felicito. Quizá eres el único de nosotros que no se está repitiendo ahora lo de «qué estúpido he sido», una y otra vez. Cuéntanos, Herb ¿por qué viniste a Marte?

– No, Luca, creo que voy a pasar. Tendrás que buscarte otra cosa para entretenerte.

Siguieron caminando. Ya apenas había luz, sólo una claridad difusa en el cielo que era rápidamente sustituida por una negrura intensa punteada de estrellas muy nítidas.

– Me pregunto cómo verán esto por televisión -murmuró Fidel, como si hablara para sí mismo-, a qué hora… qué pensamientos cruzarán por la mente de la gente que presencie esto. He contemplado tantas veces situaciones semejantes… Sentado cómodamente en mi salón, tomando un café después de comer, te presentan las imágenes previas a un desastre, ves a la gente que un instante después… estará… muerta, y lo sabes, y te preguntas qué sentirán, qué les impulsará a seguir adelante.

A sus palabras siguió un silencio prolongado.

El viento comenzaba a soplar de nuevo. Rugía encajonado dentro del cañón. Al fin Susana, que iba al frente, eligiendo el camino de descenso como mejor podía, dijo:

– ¿Y ya lo has averiguado, Fidel?

– ¿El qué?

– ¿Qué nos impulsa a seguir?

– No, en absoluto. Me siento igual que si estuviera viendo esto en un televisor. No puedo aceptar que me esté sucediendo precisamente a mí… Mi mente no concibe que dentro de unas pocas horas el aire se agotará y…

Volvió el silencio, pero esta vez era algo activo; un silencio que se alimentaba de la negrura que les rodeaba, que trepaba por dentro de su médula espinal y se agarraba a sus pulmones dejándoles sin aire.

– No pienses en eso ahora, Fidel -apenas musitó Susana.

– Será el final del camino. Sólo eso.

Herbert sonrió al oír eso. A él el silencio no le asusta; sabía que siempre había vivido dentro de él. Ahora, al parecer, ese silencio negro había salido y estaba invadiendo el Universo entero. Pero no era un enemigo, para él no.

– Os sugiero algo -dijo-. ¿Qué tal si nos concentramos en el descenso? Mientras hablamos quemamos más oxígeno del necesario.

Fidel, Susana y Herbert continuaron el descenso. La noche marciana crecía a su alrededor como una selva de silencio y oscuridad. El viento nocturno soplaba entre las peñas arrojándoles puñados de tierra contra el casco. El descenso se hacía cada vez más difícil por la falta de luz. Pero ninguno de ellos lo mencionaba. No había opciones.

Se detenían frecuentemente para descansar. En una de esas pausas Herbert reclamó a Susana para que le ayudase a cambiar una de las botellas de aire. Susana tomó el receptáculo vacío, lo tiró y lo cambia por otro. Se dio cuenta en ese momento que Herbert no tema más botellas de reserva.

No dijo nada y prosiguieron el descenso, bajando cada vez más, como si fueran a sumergirse en un lago de negrura.

Susana se volvió y tras ella sólo vio las luces de un casco. Era Fidel. Habían dejado atrás a Herbert.

– Herb… -le llamó-. ¿Tienes algún problema?

– Ningún problema, Susana. Todo está bien.

Lo vio apoyado en una roca cien metros más atrás.

Fidel le hizo una seña con la mano para que avanzara, pero Herbert no se movió.

Retrocedieron para acercarse a él. Estaba apoyado contra una gran roca, a medias sentado. Miraba al cielo.

Fidel y Susana siguieron su vista y vieron una franja de negro tan intenso que parecía violeta. En ella brillan multitud de estrellas recortadas por los bordes del cañón. Y en el centro de ese cielo atezado resplandecía una luna asimétrica, un pedazo de luz contrahecha que alguien había pintado deprisa arruinando ese tapiz magnifico.

Herbert la señaló con la mano, y luego la cerró; como si intentara atraparla entre sus dedos.

– ¿Algún… problema Herb?

– ¡Mirad eso!

– ¿Qué?

– Fobos.

La luna gibosa y pequeña se movía perceptiblemente contra el fondo de estrellas camino de ser tragada tras los dientes mellados de la oscuridad, la pared del cañón.

– Se mueve tan rápido como un satélite artificial -dijo Fidel.

– Sí. Tarda poco más de siete horas en completar su órbita. Y Deimos es esa estrella brillante situada junto al borde.

– Su aspecto no es demasiado espectacular.

– Está mucho más lejos que Fobos, y ambas son muy pequeñas… Pero no importa ¡Son las auténticas lunas de Barsoom!

– ¿Barsoom? -preguntó Susana extrañada.

– El nombre que dan a Marte los habitantes del imperio Helium. Donde la hermosa princesa Dejah Thoris se sienta desnuda en el trono de rubí para dirigir el destino de sus súbditos. Allí donde corren los thoat, las prodigiosas bestias de carga de ocho patas. Donde lucha Tras Tarkas, el poderoso guerrero de piel verde y cuatro brazos. Donde abundan las ciudades con cúpulas como agujas de cristal de Helium, los senderos de color esmeralda del Gran Canal de Nylosirtis…

– ¿De que estás hablando, Herb?

Herbert intentó tomar aire y apenas lo consiguió.

Sonrió y se esforzó en continuar hablando.

– De las aventuras de John Cárter en Marte. Mi abuelo tenía todas las novelas de Edgar Rice Burroughs: las de Tarzán y las de John Cárter; pero estas últimas eran mis favoritas. De niño pasé muchas horas devorando aquellas maravillosas novelas. Y soñé con visitar algún día el reino de la princesa Dejah Thoris, y con caminar bajo las dos salvajes limas de Barsoom.

Herbert se detuvo… apenas le quedaban fuerzas para hablar. John Cárter, Marte, su camino ha estado perfectamente dibujado, la senda del sueño de la Ayer's Rock, la visión de fuego de los Ohafa.

– Bueno, Herb, tenemos que seguir.

Herbert sonrió internamente.

– Tendréis que hacerlo vosotros dos solos. Yo creo que me voy a quedar por aquí un rato.

Susana escuchaba jadeos por la radio. No podía ver la cara de Herb y lo deseaba intensamente. Reprimió el deseo de acercarse a el, de tomarle el guante. Se mantuvo rígida, quieta frente a él.

– ¿Qué sucede?

– Me temo que mi reserva de aire se ha agotado. No puedo seguiros. Pero os juro que me gustaría hacerlo.

Una luz roja parpadeaba en el visor del casco. Era el icono del O, en rojo. Sabía que el oxígeno retenido en el traje aún le mantendría con vida un rato, pero ya estaba sintiendo el sopor de la intoxicación por dióxido de carbono.

– Herb… -musitó Susana.

– Bueno… sabíamos que este momento iba a llegar ¿no? Pequeños inconvenientes de ser tan grande… -forzó una sonrisa que se convirtió en tos ronca-…consumo mi aire mucho más aprisa que vosotros dos. Espero que logréis llegar hasta el final de esto, sea lo que sea lo que encontréis allí.

Al fin Susana no pudo contenerse más, se arrodilló y lo abrazó. Rodrigo los contempló paralizado.

– Eres una buena persona Susana… deberíamos habernos conocido mejor…

Susana apretó su casco contra el de Herbert, quería sentirle cerca, pero el plástico no le dejaba ver nada y ella apenas le sentía a través de la gruesas capas de tela y metal del traje espacial.