El hizo el ademán de indicarle que se fueran, que no malgastaran más tiempo junto a él, que siguieran descendiendo, pero no tenía fuerza para apartarla. Al fin buscó su mano y la aferró con desesperación a través del guante. Esa presión fue la que le dio aún un resto de consciencia. Todo oscilaba, el cuerpo apenas era un tejido informe, flotando muy lejos.
Crecía el silencio, que ya estaba dentro de sus pulmones -alquitrán denso y dulce-, y la luz roja que se convertía en un sol de fauces ardientes, el enemigo que nunca podía ser vencido. Lentamente, muy lentamente, el Sol abrió las fauces y le devoró, le integró en su calor primordial en el que ya no había silencio, ya no había camino, no había nada.
Al fin, Susana sintió como la presión en la mano de Herbert se aflojaba y el brazo cayó inerte.
Le costó un mundo obligar a sus músculos a levantarse de nuevo, pero lo hizo, se irguió y miró el cuerpo tendido de Herbert que se desenfocaba y perdía nitidez. Se rió en silencio. Ningún ingeniero había pensado en que un astronauta pudiera llorar y en el traje no había un sistema que impidiera que las lágrimas entorpeciesen la visión.
Al fin, como muy lejos, advirtió que Fidel estaba a su lado y que había colocado su mano enguantada sobre el hombro.
– Dicen que los únicos hombres felices son aquellos que han hecho realidad sus sueños de juventud -dijo el exobiólogo.
En la Belos, Jenny miraba fijamente una luz en el panel del control médico. Es un corazón que descendía sus pulsaciones lentamente.
Al fin se detuvo y Jenny pulsó la desconexión para evitar que sonase la alarma. Se volvió para descubrir que Luca estaba a su lado, mirando también. Ninguno dijo nada.
28
Luca se recostó contra un mamparo.
– Sería mejor que interrumpieses el monitorizado médico. No vas a lograr nada.
Jenny llevaba un rato mirando la pantalla en la que no se veía nada. Al fin se secó las lágrimas con el dorso de la mano y respondió muy bajito, con rabia contenida.
– Soy su médico, no lo olvides, y estaré con ellos todo lo que pueda.
Jenny volvió la cabeza y vio como el indicador de señal se desvanecía. Las imágenes comenzaban a perder cuadros a medida que la conexión perdía ancho de banda. Los movimientos se interrumpían o iban a saltos.
Luca se acercó y se puso a ajustar controles.
– Fidel… Susana… Tenemos problemas con la recepción… hay interferencias… parece cosa de la distorsión magnética local.
Al fin las pantallas quedaron en azul. Había un aviso escrito encima de ellas que decía «enlace perdido».
Luca dio un golpe al tablero que resonó como un disparo.
– ¡Mierda…! algo está interfiriendo… y debe ser lo mismo que causó el fallo en nuestros sistemas.
De repente, la pantalla de ingeniería de Luca, unos metros más allá, se iluminó en rojo y una alarma estridente comenzó a sonar. Jenny dio un respingo y miró a derecha e izquierda.
– ¿Qué significa eso?
Luca se lanzó como un lobo sobre su panel y comenzó a manipularlo salvajemente.
Muy asustada, Jenny se acercó. «¿Qué estaba pasando?» Nunca había visto a Luca tan frenético.
– ¿Qué…?
Luca miraba hipnotizado un complejo esquema y Jenny sólo advirtió una barra de color verde, justo en el centro, que disminuía lentamente.
Al fin Luca se volvió hacia Jenny. Ella tampoco lo había visto nunca con esa expresión en el rostro Desorientación, terror… Pero duró poco, en seguida regresó la mueca irónica.
– Significa que estamos muertos -dijo, casi saboreando las palabras.
Susana había caminado durante un rato sin pensar en nada. Sólo percibía el silencio, la oscuridad delante de ella y los focos de Fidel iluminando a su espalda.
La voz de Luca, la sacó de su estupor. Apenas entendió nada entre ruido y el crepitar de la estática, pero el ingeniero pareció decir: «Estamos muertos». Sólo eso, y las interferencias lo ahogaron todo.
– ¿Luca…?
No recibió respuesta. Intentaba restablecer el enlace, pero el ordenador de abordo le indicó que había perdido la señal. Para ahorrar batería puso el sistema de comunicaciones remotas en pasivo y sólo dejó un enlace con Fidel.
Rodrigo no se había sentido tan cansado en su vida. Seguir los pasos de Susana se había convertido en una especie de obsesión. Veía el traje blanco, deslumbrante cuando le tocaban los focos. Oscilaba delante suyo, caminando entre rocas, resbalando por derrumbes, siempre hacia abajo y no tenía fuerzas para pensar en nada más.
Sólo se sorprendió y adquirió conciencia de donde se encontraba, al advertir que la oscuridad era menos densa. Al volverse, observó una claridad de amanecer en la cima del Valle.
Susana también se detuvo. Juntos observaron al Sol ascender por encima de las escarpaduras. En el cielo se diluía la negrura nocturna en un violeta pálido que poco a poco se volvía rojizo. La luz se arrastraba sobre los riscos devolviéndoles su brutal perspectiva.
De nuevo Fidel y Susana eran sólo dos motas blancas en un océano de estratos, cascadas y contrafuertes de roca rojiza.
Reanudaron la marcha y un poco más adelante descubrieron un tapiz blanco que les cortaba el paso.
– Parece yeso o algo así -dijo Susana.
– No soy geólogo, pero podría ser, sí.
Susana miró en derredor, pero no parecía haber otro camino, el paso estaba encajonado entre laderas pedregosas y difíciles de escalar.
– Pues habrá que intentarlo.
Susana le hizo una seña al exobiólogo de que esperase y comenzó a cruzar sin aparente dificultad hasta que se detuvo en el medio de aquella cosa blanca, extrañamente rígida. Cuando habló su voz era muy tensa:
– No des un paso Fidel.
– ¿Qué sucede?
– No estoy segura, pero… mis botas resbalan en este terreno… no noto ningún rozamiento bajo ellas.
Fidel se agachó y se fijó mejor en la sustancia blanca. Era como espuma. Bajo los pies de Susana se desprendía un fino vapor.
– ¿Qué es esto? -se preguntó Rodrigo.
– No estoy segura, pero creo que es nieve carbónica; anhídrido carbónico congelado… Para que se haya concentrado de esa forma, el sol no debe de dar aquí en ningún momento. Es muy resbaladizo.
Fidel hizo el ademán de entrar en la zona blanca.
– ¡No te acerques! -le gritó Susana.
– ¿Puedes retroceder lentamente?
– Eso he intentado… pero el calor que escapa de mis botas debe de estar sublimándola. Es como si estuviera de pie sobre un colchón de aire.
Lentamente, guardando el equilibrio con precariedad, Susana logró avanzar hasta Fidel, quien, en cuanto pudo, la tomó de la mano y el hombro y la impulsó hasta terreno seguro.
Esperaron un poco hasta recuperar el aliento.
– Parece que esto nos cierra el camino, no podemos seguir por aquí.
Susana se apoyó con las palmas en las rodillas.
– ¡Oh mierda! ¿Tendremos que desandarlo todo?
Fidel se derrumbó contra una roca y se dejó resbalar indolente hasta quedar sentado en el suelo.
– Ponte en pie o te congelaras.
– No me importa. Ya no puedo más, las piernas no me sostienen. Y apenas me queda aire ya. El fin no puede andar muy lejos.
Susana se irguió. El peso de varios mundos le tiraba de los hombros, sentía dolorida cada fibra de la espalda y las piernas. Apretó las mandíbulas y comenzó a buscar un paso que les ahorrase el tener que retroceder, lo que representaba una buena subida.
No se iba a rendir, aunque tuviera que horadar Marte de lado a lado, iba a llegar al Valle y a esa niebla. Se lo debía a Herbert.
El Sol estaba a medio camino del cielo, iluminándolo todo con nitidez. Susana miró a su alrededor. Iba adquiriendo cierta destreza en adivinar los pasos más fáciles, la mejor forma de atravesar un obstáculo. Al principio había sido difícil. Las gradientes de los derrumbes, la orografía sin erosión los confundieron. Pero en aquel momento sus ojos va diseccionaban el paisaje, identificaban rocas, pendientes demasiado pronunciadas y trochas suaves. Hasta que se fijó en un aterrazamiento de forma curiosa. Estrechó los ojos y puso todo el interés en ese accidente perdido en la inmensidad geológica del Valle Marineris.