– Espera… ¿Te das cuenta de que no tenemos contacto con la Belos? Estamos aislados.
– Desde el módulo no pueden ayudarnos. Intentemos averiguar por nosotros mismos qué es este lugar.
En la Belos, Luca intentaba ociosamente restablecer las comunicaciones con Susana y Fidel sin éxito. No había respuesta en ninguna banda.
Al fin, suspiró y comprobó el nivel del oxígeno. El tanque principal estaba casi vacío. Sólo contaban con el secundario.
No había ya nada que se pudiera hacer.
La compuerta exterior resonó al cerrarse. Luego las bombas de aire actuaron llenando la esclusa. Al fin se abrió la compuerta interior y Jenny ingresó, ya sin escafandra ni guantes, en la Belos.
No le dirigió una sola mirada a Luca. Se plantó frente al panel científico sin quitarse el traje y abrió un armario. Dentro había un espectómetro de masas y un completo juego de instrumentos de análisis molecular. Puso encima de la mesa una caja de muestras que sacó del bolsillo del traje. Extrajo un cajoncito donde acoplaba perfectamente la caja. Introdujo el cajón y comenzó a manipular el ordenador.
Luca se acercó y la observó en silencio pasar pantallas y pantallas llenas de compleja información.
– ¿Qué se supone que estás haciendo? -preguntó al fin.
Jenny prosiguió su trabajo sin apartar la vista de la pantalla.
– Encontré algo sobre la tumba de André lo estoy analizando con el espectrómetro.
– ¿Qué…?
– Parece una especie de liquen, pero ha crecido muy rápidamente… ojalá estuviera aquí Fidel…
Jenny dejó de mover controles en la pantalla táctil y presionó un gran botón rotulado «proceso». Se echó hacia atrás y contempló como los resultados iban apareciendo en la pantalla.
Al fin, Luca, viendo las cifras, abrió mucho los ojos.
– Eso no es posible -dijo.
– Sí lo es. Carbono… Nitrógeno… agua… largas cadenas de hidrocarburos… aminas, lípidos, materia orgánica compleja. Esa cosa tiene los mismos componentes que nuestros cuerpos.
31
Fidel y Susana avanzaban por aquel túnel interminable.
La luz era difusa y sus pasos levantaban pequeñas nubes de polvo rojo que tardaban en posarse.
Susana iba delante, caminando con paso firme aún. Fidel apenas podía moverse y se tenía que ir apoyando en las paredes cada pocos pasos. Le dolían todo el cuerpo, pero especialmente los gemelos que eran nudos apretados en sus piernas. Esto era una consecuencia del suelo en rampa; después de varias horas, descender resultaba más duro que trepar, todo el esfuerzo de sus piernas se concentraba en frenar el peso del cuerpo por la pendiente, y los músculos se le habían agarrotado de modo que cada paso era una tortura.
Susana se había acostumbrado a escuchar sus jadeos, era la forma que tenía de saber que estaba detrás de ella, aún en movimiento.
El sistema de túneles era muy extenso y complejo. Muchos de ellos terminaban en paredes cerradas y ambos astronautas teman que retroceder trabajosamente y elegir otro recodo.
Hacía mucho que habían perdido la orientación. A veces parecía que subían un trecho, pero casi siempre bajaban. Ese era el camino correcto; siempre hacia abajo. Susana creía ir en buena dirección eligiendo siempre las sendas descendentes, pero las pendientes eran a veces tan suaves que no podía asegurarlo. Y, por supuesto, la brújula no servía de nada en un mundo sin campo magnético central.
Se les habían terminado las provisiones y las reservas de agua que el traje llevaba incorporadas. Dentro de la boca, la lengua, era un trapo seco al que se pegaba el polvillo rojo que parecía flotar en todas partes.
Sobre una placa en la entrada de cada nuevo corredor, siempre encontraban los mismos símbolos grabados; a veces una flecha, a veces una estrella, en el resto de ocasiones símbolos incomprensibles.
El último intento fallido les había costado doscientos metros de descenso pronunciado hasta llegar a una pared cerrada.
Fidel no podía más. Se apoyó en la roca tallada y se dejó resbalar hasta el suelo. Susana golpeó con el puño el obstáculo; sabía que tendrían que rehacer el camino, pero decidió que era hora de descansar y se tendió al lado del exobiólogo.
– Esto es un laberinto -dijo Fidel.
Desde luego eso era evidente, pero se sentía demasiado cansado como para preocuparse de señalar o no lo evidente.
– Sí, y me siento como una rata de laboratorio recorriéndolo. Me pregunto si tendrá algún sentido.
– Debe tenerlo. Esto fue construido por alienígenas, pero sus mentes debían ser tan lógicas como las nuestras. Construyeron este lugar con una finalidad, aunque ahora resulte oscura para nosotros.
No tenía sentido seguir dándole vueltas a aquello. Los dos se callaron y permanecieron un rato en silencio, apoyándose el uno en el otro.
Quedaba una barra de cacao, la última, que Fidel rescató del fondo de un bolsillo. La partió en dos y la masticaron lentamente.
Al fin Susana se puso en pie y ayudó a Fidel a levantarse. Emprendieron el regreso lentamente, con pasos cortos.
Fidel arrastraba los pies y, atrás, en el polvo, iban quedando dibujados dos largos surcos.
Llegaron al último desvío. Susana marcó el suelo con una gran cruz y tomaron el otro camino. Tras lo que parecían cien metros, dieron con otra encrucijada. Había más símbolos grabados en las paredes.
Susana se acercó y frunció el entrecejo mientas los investigaba.
– De nuevo esos símbolos. Debe ser…
Se dio la vuelta y miró a Rodrigo que, en silencio, alumbraba al suelo con su linterna. Siguió su mirada y descubrió huellas, como las suyas, que llegaban de ese pasillo.
– ¡Huellas!
– Son nuestras, Susana.
Susana se agachó y las miró con atención.
– Es cierto y…
Alzó la vista y miró hacia delante…
Unos pasos más allá descubrió, apoyados contra la pared del túnel, justo allí donde los habían dejado, el casco y las mochilas de soporte vital de sus trajes espaciales.
Sintió como si el peso de un mundo le aplastase los hombros.
– Hemos caminado en círculo -dijo Fidel, sin dejar de mirar al suelo ni un instante-. Estamos prácticamente dónde empezamos, como ratas en un laberinto.
Finalmente Susana se incorporó, levantó la cabeza y se dirigió a Fidel.
– Debemos seguir, Fidel.
Fidel la dirigió una mirada larga y desolada, sin palabras. En su rostro se reflejaban cincuenta años de cansancio. No había palabras que Susana pudiese pronunciar capaces de borrar aquella certeza que se esculpía en arrugas marcadas, en ojos sin brillo, en los hombros caídos y las manos vacías y colgando inertes al final de los brazos.
Fidel intentó una sonrisa y arrastró los pies, acercándose donde Susana le esperaba. Tambaleándose, tomó el sendero de nuevo y ella caminó tras él, escuchándole arrastrar los pies por el polvo y sus débiles jadeos.
Decidieron tomar un nuevo corredor, este marcado con una estrella, y caminaron por él en silencio, muy lentamente. Era en todo igual a los anteriores, en todo igual a aquel enorme laberinto.
Susana temía que terminase en otra pared, que siempre fuese así, hasta que ya no se pudiesen mover y fueran a morir en cualquier rincón bajo uno de aquellos símbolos que no comprendían.
De repente se detuvo.
Algo había cambiado de repente haciéndola sentir un dolor terrible en los oídos. Algo enorme se hinchaba en sus pulmones, obligando al aire a salir de su pecho.
Abrió la boca. Notaba algo cálido en la nariz, estaba sangrando.
El dolor en los oídos aumentaba. Su abdomen estaba hinchado y sus intestinos parecían retorcerse en una horrible tortura. Se miró las manos y descubrió con horror que muchos capilares epiteliales habían reventado formando bruscos moratones en la piel.
Se volvió y vio a Rodrigo con las manos en el diafragma.
El biólogo se tambaleó y cayó hacia un lado, chocó contra una pared y luego resbaló encogido hasta el suelo.