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Pero eso lo sabía cuando cursó la solicitud ¿no?… ¿Acaso no lo había pensado ya una y otra vez?

¿Por qué empezó todo esto?

Sí, lo recordaba perfectamente. Creía que el mundo le debía algo ¿no? Había dedicado su vida a estudiar los fósiles de bacterias encontrados en los meteoritos llegados desde Marte. Y, como premio, había conseguido aislar fragmentos de algo que no podía ser más que ADN alienígena. Demasiado poco y demasiado dañado, pero allí estaba: ¡Una cadena extraña de auténtica vida alienígena!

Pero nadie le había dado mucha importancia. Oh, por supuesto, le habían reconocido el mérito de sus investigaciones: De acuerdo, alguna vez, en un pasado muy remoto, habían existido bacterias en Marte.

«Genial -había dicho un periódico-, aquí nos gastamos una fortuna en productos de limpieza para eliminarlas y el profesor Bacterias nos quiere traer más de Marte».

¡Era vida! La demostración de que no estaban solos en el Universo, pero a nadie le impresionan unas pocas bacterias fosilizadas.

Fidel estaba convencido de que el Marte del pasado había sido muy diferente del desierto helado que era hoy. Esas bacterias lo demostraban, pero sin duda había pruebas más espectaculares de vida ocultas en el Planeta Rojo. Quizá fósiles de animales inimaginables enterrados en los cauces secos de antiguos ríos.

Y pensaba que era él quien debía descubrirlo.

Se lo debían, y esa invitación para participar en el Proyecto Ares demostraba que eso mismo debían de pensar en la NASA-ESA.

Gracias. Pero ¿y ahora?

¿Cómo era aquello? Cuidado con lo que deseas porque puedes llegar a conseguirlo. ¿Y ahora qué?

– Debes ir -dijo su mujer.

Él levantó la vista hacia ella.

– No -dijo sonriendo-, para mí es suficiente el que me hayan invitado. Mi ego está ya a salvo ¡Aleluya! Ajá, les llamaré para decirles que muchas gracias, pero que lo he pensado mejor.

Adela se acercó a él y rozó con el dorso de su mano la barba entrecana de Fidel.

– No es por tu ego, no seas mentiroso.

– ¿Ah no?

– No. Te conozco demasiado bien como para saber que esas cosas no te importan en absoluto.

– ¿Cómo que no? -bromeó él-. Estuve mirando un catálogo de chaqués para ir a recoger el premio Nobel. ¿No te acuerdas?

– Oh, vamos. Te meterías en un volcán en erupción si pensaras que con eso ibas a aprender algo. Eres así.

– Quizá. Pero también valoro otras cosas.

Ambos se quedaron callados un momento. La batalla de los crios había crecido y encharcaba la mitad de la cocina. Ellos parecieron darse cuenta del desaguisado y, prudentemente, comenzaron a pasar la fregona mirando de reojo a sus padres.

– Lo sé, y por eso te quiero. Pero esta es una oportunidad que sólo pasa una vez en la vida, y tú has dedicado toda la tuya a Marte. ¿Cómo puedes rechazar ahora esto?

– Van a ser dos años y medio separados…

Ella asintió con tristeza.

– Lo sé. Y es muy duro para mi decirte esto, créeme. Pero… -sonrió y se formaron aquellos adorables hoyuelos en sus mejillas-, si no vas te vas a poner insoportable todo este tiempo.

El miró de reojo a los niños. Estaban ajenos a la conversación o, al menos, fingían estarlo. Se acercó a su esposa y la besó.

– Te quiero -dijo Fidel.

Ella cerró los ojos y suspiró.

– ¡Ojalá pudiera ir contigo!

3

Jenny despertó en mitad de la noche. Las sábanas yacían tiradas en el suelo. El cuerpo de Ramiro despedía un calor denso y animal. Al acostarse no había puesto en marcha el aire acondicionado. No había primavera en el sur de España, sólo inviernos suaves y veranos bruscos y abrasadores. Se levantó y abrió de par en par las puertas del balcón. Afuera era aún de noche, una noche calurosa en Rota, una de las bases militares de aterrizaje alternativo para el desvencijado trasbordador. Ella, de niña, se había aprendido ese nombre remoto, apenas un puntito en el mapamundi. Había memorizado todos los datos que consiguió reunir sobre los viajes espaciales y los repetía como un lorito pequeño y asustado cuando los amigos de su padre le pedían una demostración. Su padre la animaba diciendo «mirad qué mona… qué memoria tiene, ha salido a su madre», y ella era feliz repitiendo nombres, pesos, potencias, biografías y fechas.

Su padre no había dicho otra cosa de ella, nunca, ni siquiera en el hospital horas antes de que se lo llevase una neumonía vírica. No había dicho nada cuando había terminado la carrera de medicina, ni cuando había conseguido su primer destino en el ejército. Ahora era directora de un importante departamento de medicina aeroespacial en las instalaciones de la ESA-NASA en Rota. Una niña pequeña, un pequeño lorito que mandaba un equipo de treinta investigadores.

Se volvió, había oído un ruido. Sofía volvía a tener pesadillas. Caminó muy despacio hasta el cuarto de su hija y la vio agitarse en la cama. ¿Contra qué lucharía aquella pequeña mocosa de cuatro años que miraba con los mismos ojos profundamente azules de su abuelo, los ojos que ella no había heredado? Al fin la niña pareció calmarse.

Sintió caminar a Ramiro a su espalda, por el pasillo, y luego sus manos posarse como dos hojas de otoño sobre los hombros. Se estremeció ligeramente a pesar del calor.

– ¿Duerme?

– Sí.

Se escurrió de su caricia y caminó hasta la cocina. La luz fluorescente la hizo parpadear. Todo era demasiado denso, demasiado real y doloroso bajo aquella luz, así que la apagó. Abrió la nevera y bebió agua fría directamente de la botella. Ramiro entró y se sentó a la mesa, a oscuras y mesándose la barba. El frío de las baldosas en la palma de los pies era agradable. Jenny se sentó en el suelo. En el techo los faros de los coches que pasaban por la carretera urdían dibujos de luz y sombra. Pronto la escena se le antojó extraña. Eran peces fríos, nadando en aguas oscuras; peces que no se conocían, que se buscaban para… ¿aparearse?, ¿devorarse?

Ramiro tenía una voz espesa, cargada.

– ¿Has pensado en eso?

– Sí.

– ¿y?

– Me voy.

– Pero…

– ¿Pero qué?

Había sido casi un grito. Peces cargados de dientes, aleteando, acechando entre helechos y rocas.

Ramiro respiró fuerte.

– No puedes dejar a tu hija. No es…

– ¿No es qué? Es mi carrera, una ocasión irrepetible.

– Pero una hija no puede crecer sin su madre… sabes que es así… lo hemos hablado muchas veces… ¡joder!

Jenny se recostó con violencia contra un mueble haciendo crujir la madera. El eco del taco rebotó de pared a pared en el interior de su cráneo. ¿Qué tendría aquel idioma que hacía los tacos tan rotundos, tan vivos, que dolían tanto?

– No voy a empezar a discutirlo todo otra vez… Si fueras tú el que tuvieras posibilidades de irte… veríamos cual sería la situación.

– Coño, Jenny, joder, no me juzgues por lo que haría, sino por lo que hago, por lo que estoy dispuesto a hacer: a quedarme aquí, al lado de mi hija.

Por un instante, Jenny estuvo tentada de levantarse y salir de allí, salir de la casa en camisón y descalza y no volver a convivir con nada que tendiese aquellos lazos insidiosos, los ojos tan azules de su hija, el cuerpo macizo de Ramiro envolviéndola. Quería salir del río, quería huir. Ramiro se levantó de la mesa. Era una presencia, un pez magnifico, oscuro, brutal, 90 kilos de músculo que se sentaron a su lado y la tomaron delicadamente la mano.

– Jenny…

La voz estaba casi rota.

A la mañana siguiente él no hablaba, sólo permanecía quieto, en el salón, viéndola moverse, llenando maletas de pequeñas cosas. Era ya un pez muerto, boqueando en la orilla, sin aire. Había otro pez, un alevín perfecto y luminoso, que corría montado en un patinete en el patio. Un poco más allá, en la calle, un coche militar la esperaba.