No había ningún detalle más, sólo los cadáveres, la placa grabada y el mazacote metálico que siempre tenía algunos grados más que el resto del ambiente. Había cientos, miles de cadáveres en esas condiciones.
Jenny formuló muchas preguntas, una larga lista que se le iba escribiendo en la memoria. No había respuesta para ninguna de ellas.
Desde que habían entrado en la ciudad ninguna de las dos había hablado. Comenzaban a estar pesadas y los pasos se hacían lentos.
– Tendríamos que explorar algún edificio volver con Luca. Por hoy basta.
– Sí.
Al volver una esquina desembocaron en una gran calle, casi recta, de treinta metros de ancho Al fondo se erguía un edificio muy grande, una cúpula abullonada rodeada por grandes columnas picoteadas de ventanas. Las agujas más altas perforaban la capa de nubes lo que significaba que medía más de cuatrocientos metros de altura. El edificio no estaba conectado con ningún otro, eso a parte de su enorme tamaño, lo hacía más singular aún.
– Pues si hay que explorar alguno, mejor que sea ese.
– ¿Has visto el tamaño que tiene? Tardaríamos meses.
Susana veía crecer aquella mole con cada paso, erguirse como un gigantesco interrogante delante justo de ella. El edificio tenía una coloración terrosa, igual que el resto de la ciudad, pero al ser más alto recogía mucha más luz y las partes superiores eran de un rojo profundo que decaía al bajar por los muros ciclópeos. Parecía que había sido pintado con sangre y que esta sólo había bastado para la parte superior chorreando hasta la más oscura.
También tenía muchas ventanas o bocas de caverna, pero su estado general era mejor que el del resto de la ciudad.
Caminaron durante media hora hasta llegar a su base. De cerca era indistinguible de una escarpada montaña. Lo rodearon buscando una abertura, algún medio de entrar en él.
La base medía tres kilómetros de circunferencia. Los recorrieron todos sin hallar una puerta. Lo que sí vieron fue gruesas tuberías de metal que recorrían el subsuelo convergiendo sobre el edificio. En los tramos que estaban al descubierto el metal tenía el mismo aspecto de la bulbosidad que habían hallado en los grifos. El tacto era cálido y Susana creyó percibir una lejana vibración al palparlo.
Detrás del edificio descubrieron que la ciudad decaía, desaparecían los edificios y el valle descendía un poco de nivel y se ampliaba en una gran planicie desprovista de edificios.
Claras carreteras irregulares, al estilo marciano, se extendían por la llanura salpicada de pequeños lagos y extensiones de liquen.
– Parecen…
– ¿Campos cultivados?
– Sí.
– Hay que tener cuidado con las analogías espontáneas. La mente y el ojo siempre trabajan buscando elementos reconocibles, pero hay que recordar que esto no es humano, ni siquiera es terrestre.
Susana permaneció un rato mirando aquella extensión plana. Las nubes se movían continuamente y había sutiles variaciones en los patrones de luz y sombra que llegaban al suelo. Era un espectáculo hipnótico.
– Creo que deberíamos volver… -dijo Jenny.
– Sí, quizá era un empeño excesivo explorar este mamotreto -murmuró Susana-. Ya volveremos. Tengo incógnitas para llenar varios libros.
– Trabajo de los arqueólogos, no para nosotros.
«Nuestro único trabajo debe ser sobrevivir» -pensó.
38
La tarea no era sencilla. La presión a la que estaba almacenado el oxígeno en los tanques del sistema de soporte vital de los trajes era muy alta, 200 atmósferas. Un compresor no era una máquina muy compleja, pero aún así tenía una serie de elementos -cilindros, válvulas, calderín- de los que él no disponía. En realidad no tema nada, todas sus herramientas, todos los pedazos de chatarra y sistemas, los motores eléctricos y las tuberías que hubiera podido usar estaban en la Belos separados de él por unos cuantos kilómetros de atmósfera tenue y saturada de dióxido de carbono.
Le dolía la cabeza. Era la presión y la combinación de gases. Había oxígeno, pero no era una atmósfera sana aquella.
Lentamente, obligándose a concentrarse, Luca hizo recuento: tenía tres trajes, el equipo de comunicaciones y el botiquín de Jenny.
Miró durante un largo minuto a los sistemas de supervivencia, las mochilas que contenían el sistema de soporte vital que permanecían amontonadas al lado de una piedra. Luego se levantó, tomó una de ellas y la depositó con cuidado sobre la arena. Con una multiherramienta que sacó de un bolsillo del pantalón desmontó la cubierta del equipo. Con dedos seguros desconectó la batería, la extrajo y la depositó sobre la arena. Sabía que por lo menos disponía de energía, esas baterías eran tan eficientes que aún estaban al 80% de capacidad.
Rascándose la barba estudió el interior de la mochila. El tanque de oxígeno casi llenaba por completo el espacio de la mochila. El sistema de expansión, el de filtrado, la computadora, los sensores, los equipos de comunicaciones, los conductos de ventilación y calefacción se enroscaban alrededor.
Luca levantó la vista. El fuego estaba apagado, un gran manchón ceniciento rodeado de piedras parecía ensuciar la uniformidad rojiza del suelo.
Jenny y Susana tardaban en volver. Se sorprendió mirando la pequeña bolsa en la que guardaban la comida. Tenía hambre, un hambre de lobo.
Tenía que olvidar el hambre. Tenía que pensar detenidamente en todo el sistema, en cómo funcionaba. El sistema seguía allí, destripado delante suyo. Contempló el depósito, la válvula reductora que permitía el flujo y la expansión controlada del aire. Siguió la tubería flexible que llevaba el oxígeno al casco donde se mezclaba en una tobera con el aire reciclado que provenía del filtro de carbono. Imaginó cómo el aire fresco era inhalado y cómo la exhalación circulaba por el traje y era absorbida por las tomas en el pecho y espalda. Parte de ese aire se expulsaba al exterior y parte se forzaba en el filtro de carbono donde se cerraba el circuito.
Quizá los motores de recirculación… pequeños, de alto rendimiento, dos por traje. No servían para comprimir, eran muy pequeños, como mucho le darían un ratio de compresión de una o dos atmósferas, o sea que lograría sólo una centésima de la compresión que necesitaba para llenar el tanque. Pero los compresores trabajaban siempre por etapas. Ahí tenía algo.
Tomó el pad y comenzó a hacer cálculos de rendimientos, carga energética en las baterías y presiones en las tuberías. De nuevo había un objetivo, una línea clara que cruzaba el problema directa a la solución.
Jenny y Susana llegaron caminando lentamente. Habían pasado casi todo el día fuera.
Luca levantó la cabeza de la estructura que estaba construyendo y les saludó con un alzamiento de cejas. Susana y Jenny se acercaron y miraron aquello con una mezcla de perplejidad y asco.
– ¿Qué se supone que es eso Luca? -preguntó Susana.
– Mi compresor.
– ¿Pero?
– No tengo otra forma de construir un armazón. ¿Ves algo de madera alrededor?
– Ya, pero ¿usar huesos de marciano?
– Están ya muertos, ¿no? A ellos no les importa.
Las dos mujeres se dejaron caer, agotadas, en el suelo, a la boca de la cueva. Recostadas contra la roca observaron a Luca trastear durante un rato. Al final Jenny no pudo contenerse.
– ¿Luca? Tu crees que eso funcionará.
– Sí, claro.
– ¿Pero…?
Luca dejó de atar huesos y las miró con ojos salvajes.
– ¿Sabéis lo que ocurrió cuando se pusieron a diseñar el Mars pathfinder?
– ¿Aquel pequeño robot que reinició la época de investigación de Marte?
– Sí. Pues sucedió que ya no quedaba nadie en la NASA que supiese diseñar un sistema de reentrada y amartizaje. Todos los ingenieros del proyecto Viking o habían muerto o estaban jubilados. Los llamaron para que les explicasen como habían diseñado los vikings. Y lo hicieron, la experiencia es muy importante, pero aún así, tras recuperar esa valiosa información, desarrollaron otro enfoque, inventaron el sistema de los airbags que aún hoy se usa en las sondas.