El suelo se movió.
Jenny se sentó de culo y abrió mucho los ojos. Su voz fue a medias grito, a medias lamento.
– Un ascensor, ¿Es un ascensor?
– Sí.
Susana retiró la mano pero el ascensor no se detuvo. Miró a Jenny con angustia. La pequeña bóveda ascendía lentamente. Pasaron tres huecos que daban a pasillos sombríos y se detuvieron en el cuarto.
– Uff, menos mal.
– Deberíamos andar con más cuidado -dijo Jenny-. Toda esta maquinaria debe de hacer millones de años que no se revisa… Y no es una forma de hablar.
– Es cierto. Tienes razón. Lo siento.
– Bueno… ¿cómo hacemos para que baje?
Susana se sentó en el suelo. Estudió durante un instante las luces. Taponar los tres primeros habían hecho subir cuatro plantas a aquella máquina Jenny se recostó contra la pared sin perder ojo de las manipulaciones de Susana.
– Debe ser algo sencillo -dijo Susana.
– Esperemos…
– Tres, estos tres, hacen ascender…
– O es el piso tres.
– Piso tres… Sí. Eso es. ¿Cuántos haces hay?
– Pues… seis.
– Claro, cada piso un botón…
– ¿Y sólo va a haber seis pisos?
– Pues… tienes razón, esto es muy grande…
Susana no sabía qué hacer, y Jenny le propuso:
– Prueba a tapar cuatro.
– No, vamos a pensar un poco.
Susana miro concentrada los agujeros. Luego comenzó a murmurar y a contar con los dedos.
– Tres unos y ceros, o sea 64 pisos. Tapando los tres primeros… tenemos 111000, que es… 56, o sea que para volver al punto de partida… descendiendo los cuatro pisos que hemos subido, sólo hay que poner… 52, 110100. ¿Cuantos dedos tenían los marcianos?
– Dos por mano y luego uno muy pequeño oponible -recordó Jenny.
Susana vaciló un momento, luego obturó los dos primeros rayos de luz y el cuarto. Al instante el ascensor descendió hasta el punto inicial desde el que habían partido.
Susana gritó brevemente, se levantó y elevó los brazos en el aire. Ambas saltaron de júbilo, alegres como adolescentes ante el tanto de su equipo. Se abrazaron.
Jenny, por un instante, olvidó el miedo, la desesperación, el hambre; aquellos animales furiosos que la devoraban por dentro. No lo pudo contener, toda el llanto salió al borbotones, un mar de dolor y miedo que había crecido día a día, que se había negado también día a día.
Susana apretaba contra ella a Jenny, absorbiendo su miedo. Era su tarea, la comandante de la misión, la más fuerte. Lentamente se formaron dos lágrimas en el fondo de sus ojos azules, sólo dos, pequeñas, que nacían desde muy dentro, las únicas que podía permitirse, lágrimas por Herbert, por Fidel, por Luca y Jenny; lentas lágrimas también por ella misma.
43
Luca, tendido sobre los líquenes, intentaba no moverse.
Vigilaba los alrededores del lago esperando cazar al saltarín conejo marciano que le llevaba esquivando diez minutos.
Lentamente desvió la vista al reloj, aún le quedaban otros diez minutos hasta que tuviese que levantarse y cambiar las botellas. Era un nuevo paso el número 35. Cinco más y tendría un depósito lleno, sólo le faltarían otros tres para poder alcanzar la Belos, llegar hasta sus herramientas, las reservas de comida, las semillas para los cultivos hidropónicos y el pequeño y eficaz compresor portátil.
Llevaba día y medio pendiente del proceso, durmiendo a saltos igual que un padre primerizo, pendiente del menor problema con las conexiones, vigilando el estado de los motores, esperando a cada momento que algo fallase.
Luca se movió imperceptiblemente. Tenía el vientre hinchado, lleno de gases. Jenny decía que era normal, comían muy poco.
El conejo no aparecía.
Lo llamaba conejo por ponerle algún nombre. Varias veces, mientras trabajaba en el compresor, había visto el movimiento rapidísimo, imposible de seguir. Había escudriñado las cercanías del campamento buscando una señal, una mota de otro color, un bulto. Nada. Mientras esperaba descubrirlo lo imaginaba como una cosa peluda, de largas patas y de color rojo.
Todo en Marte era rojo, el conejo no sería menos. Quizá también imaginaba corzos rojos, jabalís rojos, elefantes rojos, todos llenos de carne roja que asar, que chorrearía grasa roja sobre el fuego.
Luca aferró la piedra que guardaba en su mano derecha hasta hacerse daño. En siete minutos tendría que abandonar y volver al compresor. Lo oía silbar no muy lejos. Atender a su máquina era monótono y angustioso, los ojos le dolían, veía doble, se equivocaba al realizar las lecturas y tenía que verificarlo todo dos veces.
Luca sintió la cabeza vacía. Se intensificó el ligero mareo que le acompañaba siempre y a veces empeoraba hasta convertirse en jaqueca. Efectos de la baja presión, decía Jenny.
Todo había estado previsto, un módulo presurizado, provisiones para aguantar hasta la llegada del rescate y todo había salido mal. Luca maldijo en silencio. La fuga, la maldita fuga.
Luca miró el reloj, cinco minutos. Aún así estaba vivo, dolorido, hambriento, pero vivo. Volvió a notar el movimiento súbito, dos saltos de una cosa borrosa a su derecha. Se alzó como un rayo y lanzó la piedra, pero mucho antes de que llegase a su destino ya no había nada a que atinarle.
Se puso en pie apretando los dientes hasta hacerlos rechinar. Luego miró el reloj y comenzó a avanzar hacia el compresor.
Jenny y Susana apenas podían dar un paso más. Movían los pies arrastrándolos sobre el polvo. No hablaban, sólo bebían de vez en cuando de las bolsas de agua amarronada que llevaban sujetas al cinturón, casi vacías ya.
La eterna capa de nubes grises no había cambiado. En el valle la luz crecía casi imperceptiblemente, llegaba a un máximo y luego decaía también uniformemente sin producir nunca sombras. El silencio era sobrecogedor. No soplaba viento, no había animales, nada se movía. Cuando se detenían y dejaban de remover grava a cada paso, Jenny se sentía aplastada por ese silencio enorme que parecía colmar el suelo del valle.
Susana miró el reloj. Ajustado a la rotación marciana se mantendrían en hora sin grandes errores durante muchos años.
Era media tarde, la hora de tomar una ración más. Jenny le hizo una señal a Susana y se encaminaron hacia el campamento.
Fue entonces cuando escucharon el estruendo. Ambas se quedaron paralizadas.
– ¿Parece una explosión? -se preguntó Jenny.
– ¡Luca! -gritó Susana.
El cansancio desapareció. Corrieron los pocos metros que las separaban del campamento. El compresor, el extraño armazón que Luca había construido, yacía despanzurrado sobre el suelo marciano. Varias de las tuberías estaban abiertas, rajadas por una súbita violencia.
Susana se acercó a la tragedia con precaución.
– ¿Luca? -susurró en medio de un terrible presentimiento.
Los depósitos de metal brillante yacían tirados por aquí y por allá. Uno ellos, rota la válvula de seguridad, se había autopropulsado muchos metros y se había incrustado contra una roca, astillándola.
Las dos mujeres buscaron a su compañero en medio de aquel desastre.
Milagrosamente, Luca seguía vivo. Estaba sentado en el suelo de espaldas a ellas, contemplaba como el desgarrado metal del depósito se aplastaba contra la roca.
Susana se acercó y rodeó a Luca hasta encararlo. Tenía buen aspecto, el accidente aparentemente no le había dañado, sin embargo contemplaba la masa de metal roto con ojos demasiado fijos y brillantes.
– ¿Luca…? ¿Te encuentras bien?
– Adiós al viaje a la Belos. No han aguantado, la presión, era demasiada. Estamos muertos, otra vez. La última…
Susana se agachó delante de Luca. Él no pareció notar que se interponía en su campo visual. Luego volvió junto al fuego apagado y lo encendió. Ya no la causaba ninguna aprensión desmembrar momias y alimentar el fuego con ellas.