– Es posible -meditó Jenny-. Pero, ¿qué crees que son esos bulbos metálicos entonces?
Luca se encogió de hombros y dijo:
– No lo sé, Jenny, no puedo saberlo todo. Sacrificios rituales, técnicas de exterminio masivo… religión… ¿Os habéis fijado que esa especie de arpón azul se clava directamente en el cerebro del marciano?
– Sí -dijo Susana-. Pensé en eso; es como la técnica de los antiguos egipcios para vaciar el cerebro a través de la nariz.
– ¿Un sistema de momificación automático? -preguntó Jenny-. Suena ridículo.
– Y sin duda lo es -añadió Luca- Un misterio para que alguien dedique una vida entera en descifrarlo, pero no nosotros, no.
– Yo he pensado mucho en esto -siguió diciendo Susana-. Para empezar, ¿por qué un laberinto? Creo que para los egipcios estos representaban el camino hacia el reino de los muertos Entrar en ellos significaba morir, pero sólo de forma simbólica porque, una vez superados, el espíritu del fallecido renacía en el mundo del Más Allá, perfectamente purificado… ¿Es posible que esto sea una tumba? ¿Por qué no? Parece exactamente eso… Las salas sin aire y los corredores sin salida serían trampas para los ladrones de tumbas, claro.
– ¿Egipcios…? Ridículo -dijo Luca, rechazando aquello con un gesto de la mano-. Nada de lo que sabemos sobre las civilizaciones que habitaron la Tierra puede tener aplicación aquí. ¿Quién sabe lo que puedan ser esas cosas? -Y, mientras hablaba, Luca empezó a recoger trozos de las momias y a cargarlas bajo el brazo-. Lo que sí te puedo decir es qué somos nosotros.
– ¿Qué?
– En aquel documental, en aquel último plano de la montaña de carne putrefacta, había un mensaje de alegría, de esperanza…
– ¿Sí?
– Sí. Para los gusanos. Un inmenso y delicioso festín para los gusanos, los buitres y las hienas. Todas las criaturas, por miserables que parezcan tienen su momento, su oportunidad. Y los restos de esta ciudad desolada pueden ser nuestra salvación. O no, pero no tenemos más recursos que estos cadáveres resecos. Aleluya.
Luca se agachó y comenzó a recolectar momias. Pesaban poco y ya tenía costumbre de apilarlas en paquetes que ataba con tiras de piel reseca.
Y salió de aquella habitación con su botín de huesos bajo el brazo.
45
Luca desmontó cuidadosamente uno de los cascos y obtuvo una especie de cacerola semiesférica, una de las cubiertas interiores que era metálica. La llenó con el agua rojiza del lago. Luego alimentó la hoguera con los restos resecos de las momias hasta conseguir un buen fuego y colocó la «cacerola» sobre él.
– ¿Qué haces Luca? -quiso saber Susana.
Pero el ingeniero había perdido ya el humor para seguir hablando. Habían pasado algunos días desde sus investigaciones en las ruinas, ninguno de ellos llevaba el cómputo del tiempo. Luca había investigado el edificio gigante y la maquinaria marciana sin obtener siquiera una hipótesis parcialmente coherente. Ni todo su intelecto aplicado a analizar aquello había obtenido un resultado útil. Las máquinas marcianas seguían funcionando sin atención humana, indiferentes a su presencia, desafiando su comprensión.
Luca le hizo una señal a Susana de que tuviera paciencia y empezó a recolectar brotes de musgo marciano.
Ante la atenta mirada de las dos mujeres, corrió de un lado a otro, escogiendo los brotes más tiernos y frescos.
– Finalmente se ha vuelto loco -concluyó Jenny-. Nuestro amigo Luca ha perdido por completo el juicio.
Cuando el agua empezó a hervir, Luca dejó caer el musgo dentro de la improvisada cacerola y se sentó frente al fuego a esperar.
Un poco más lejos, Susana y Jenny también aguardaron hasta que el ingeniero decidió que ya era suficiente y retiró el recipiente del fuego.
Quemándose los dedos extrajo un poco de musgo cocinado. Lo sujetó ante sus ojos, mirándolo al trasluz, oliéndolo con cuidado. Lo probó con la punta de la lengua.
El trozo de musgo cocido había adquirido un color anaranjado, semejante a un alga o un trozo de carne descompuesta.
– No pensarás tragarte eso ¿verdad? -le preguntó Jenny.
Luca apartó durante un instante su atención del musgo hervido y miró a la médico.
– ¿Por qué no?
– Con un poco de suerte no será venenoso. Pero no creo que puedas alimentarte de eso.
– Tú lo analizaste, Jenny -dijo Luca-. Dijiste que estaba formado por materia orgánica. Los mismos componentes que nuestro cuerpo.
– Precisamente por eso te puede matar. El petróleo y el plástico también son orgánicos, pero eso no significa que puedas digerirlos.
– Pero hay una posibilidad de que sí.
– ¿De que puedas tragar eso y digerirlo? -preguntó Jenny.
– Sí.
– Una posibilidad… es cierto. Pero muy remota.
Luca miró directamente a los ojos a Jenny, luego a Susana.
– Vale la pena arriesgarse por eso. No tenemos nada más. En un par de semanas se terminarán las provisiones…
– Las provisiones que yo me empeñé en traer a pesar de tu oposición.
– Así es, Jenny. Quizá me equivoqué ahí.
«¿Quizá?», pensó Jenny. Pero dijo:
– Vaya, Luca. Es la primera vez que aceptas que hay una posibilidad de que te hayas equivocado. Asombroso.
Luca Baglioni asintió tristemente y, sin decir nada más, se llevó el pedazo de musgo anaranjado a la boca.
Sus rostro se frunció con una expresión de asco mientras masticaba lentamente aquella cosa.
– No está mal del todo -dijo con la boca llena.
Movía la bola de musgo de un lado a otro, como si le resultara imposible tragar aquello. Finalmente, realizando un evidente esfuerzo, consiguió que aquello se deslizara por su garganta hacia su estómago.
Feliz por su acción, Luca sonrió a las dos mujeres, mostrándoles sus dientes teñidos de color azafrán.
– Hecho -dijo.
Una hora después se retorcía en el suelo en medio de los más terribles espasmos abdominales que jamás había sentido.
Susana y Jenny corrían a su alrededor intentando aliviarle, pero sin saber exactamente qué hacer.
Jenny le había dado un vomitivo en el preciso instante en que empezaron los retortijones de tripas, pero no había servido de mucho. Luca había vomitado una espuma amarillenta, bilis, pero ni un gramo del musgo que había tragado.
Aquella cosa parecía haberse pegado a sus intestinos, y lo peor aún no había llegado. Durante dos días Luca estuvo a merced de una terrible diarrea que le dejó tan débil que apenas pudo caminar durante una semana.
Susana y Jenny le atendieron lo mejor les fue posible, dado los escasos recursos de que disponían, y poco a poco su vientre fue tranquilizándose.
Era evidente que aquella especie de musgo-liquen marciano no era una opción alimenticia. Pero Jenny había tenido una idea mientras duraba la enfermedad de Luca, y buscaba algo con lo que alimentarle y que estabilizara su estómago.
Entre los alimentos que había cargado desde la Belos había varios sobres de setas y champiñones deshidratados. Recordaba haberlos escogido por su buena relación de peso versus cualidad alimenticia.
Abrió uno de los sobres y extendió un poco de su contenido en la palma de su mano.
Sonrió. Aquello parecía papel de confetti. Su aspecto aún era menos apetitoso que el del musgo marciano. Le dio la vuelta al sobre y leyó las instrucciones.
Era posible preparar una sopa apetitosa y nutritiva simplemente vertiendo el contenido del sobre en un bol del agua hirviendo. Inmediatamente -decía las instrucciones- las setas recuperarían su tamaño y sabor originales, como si acabaran de ser recolectadas.