– Muchas gracias y perdona que te haya molestado a estas horas -se despidió Annika.
Después de esto sólo le quedaba una llamada por hacer. Buscó Liljeberg en la guía, pero no había ninguna Josefin en Dalagatan. Quizá no había dado tiempo a que estuviera inscrita, pensó Annika y llamó a información.
– No, no hay ninguna Liljeberg en Dalagatan 64 -dijo la telefonista de Telia.
– Puede que sea un número completamente nuevo -insistió Annika.
– Desde aquí puedo localizar a todos los nuevos abonados.
– ¿Quizá tenga un número secreto?
– No -respondió la señora de Telia-. Hubiera aparecido esa información. ¿Puede el número figurar bajo otro nombre?
Annika hojeó al azar sus papeles. Encontró el nombre de la madre de Josefin. «Liljeberg Hed, Siv Barbro».
– Hed -dijo Annika-. Mira si tienes a alguien llamado Hed en Dalagatan 64.
La telefonista tecleó.
– Sí, una Barbro Hed. ¿Puede ser ésa?
– Sí -asintió Annika.
Marcó el número sin pensarlo. A la cuarta señal respondió un hombre.
– ¿Es la casa de Josefin? -preguntó Annika.
– ¿Quién es? -replicó el hombre.
– Me llamo Annika Bengtzon y llamo del…
– ¡Joder tía, estás en todas partes! -exclamó el hombre, y ahora Annika reconoció la voz.
– ¡Q! -exclamó-. ¿Qué haces ahí?
– ¿Tú qué crees? ¿Cómo coño conseguiste este número? ¡No lo tenemos ni nosotros!
– Fue dificilísimo -dijo Annika-. Llamé a información. ¿Qué habéis conseguido?
El hombre suspiró cansado.
– Ahora no tengo tiempo -respondió y colgó.
Annika sonrió. Por lo menos el número era correcto. Y además podía añadir en su artículo que la policía había registrado el apartamento de Josefin por la noche.
– Ahora tengo que saber qué has hecho -dijo Jansson y se sentó sobre su mesa.
– Esto es lo que tengo -contestó y lo esbozó rápidamente en un papel.
Jansson asintió satisfecho y regresó a su sitio en dos zancadas.
Luego redactó el artículo sobre Josefin, la ambiciosa hija de un pastor que deseaba ser periodista. También escribió otro artículo sobre su muerte, sus ojos y su grito, la mano mordisqueada, el dolor de sus amigas. No mencionó lo de los pechos de silicona. Escribió sobre la investigación policial, la ropa desaparecida, sus últimas horas, el hombre desgarrado que notificó el hecho, el miedo de Daniella Hermansson y la solicitud del portavoz de la policía: «Tenemos que detener a este loco».
– Esto es buenísimo -señaló Jansson-. Tiene estilo, entreverado con datos, preciso. ¡Joder, qué competente eres!
Annika se vio obligada a marcharse de ahí rápidamente. No era buena aceptando críticas, pero le resultaba aún más difícil oír halagos. Valoraba la magia, el baile de las letras, eso que hacía que el texto fluyera. Si se lo creyera demasiado, quizá las burbujas de su ilusión estallarían.
– Ven, vamos a beber una taza de chocolate con leche antes de que te vayas a casa -le dijo Berit.
El ministro pasó Bergnäsbron. Se cruzó a mitad de camino con el coche de unos roqueros que tenían la capota plegada, eran unos cuantos borrachines de cierta edad que se sujetaban de las puertas para no caerse. Por lo demás no había ni un alma.
Respiró al girar hacia las callejuelas, detrás del bunker de metal verde de la Seguridad Social. El ruido y el zumbido le habían acompañado más de novecientos kilómetros. Ahora ya casi había llegado.
Permaneció sentado un momento y disfrutó del silencio después de aparcar junto a las oficinas de una compañía de coches de alquiler. Un ligero pitido persistía en su oído izquierdo. Estaba tan cansado que hubiera podido vomitar. Sin embargo, no tenía elección. Decidido, se bajó del coche con las piernas anquilosadas. Miró rápidamente a su alrededor, y a continuación orinó detrás del coche.
Las maletas pesaban más de lo que había imaginado. No voy a poder, pensó. Se encaminó hacia Storgatan, pasó el Rättscentrum y entró en el viejo barrio de Östermalm. Su propia casa brillaba tras los abedules, sus cristales de artesanía relucían. Las bicicletas de los niños estaban tiradas junto a la valla. La ventana del dormitorio estaba entornada, sonrió cuando vio que las cortinas se agitaban al viento.
– ¿Christer…?
Al entrar silenciosamente en el dormitorio, su esposa le miró soñolienta. Se apresuró hasta llegar a la cama y se sentó junto a ella, le acarició el cabello y la besó en la boca.
– Duerme un poco más, cariño -susurró él.
– ¿Qué hora es?
– Las cuatro y cuarto.
– ¿Qué tal la carretera?
– Bien, muy bien. Ahora duérmete.
– ¿Qué tal el viaje?
Él dudó.
– He traído un poco de coñac de Azerbaiyán -dijo él-. No lo hemos probado antes, ¿verdad?
Ella no respondió, sino que lo atrajo hacia sí y le abrió la bragueta.
El sol se había levantado, colgaba como una naranja madura justo por encima del horizonte y le alumbraba directamente el rostro. Y ya calentaba, eran las cuatro y media de la mañana. Annika estaba mareada de cansancio. Gjörwellsgatan aparecía completamente vacía, mientras ella seguía la línea del medio de la calzada en dirección a la parada del autobús. Allí se dejó caer sobre el banco, con las piernas completamente cansadas.
Había visto el borrador de la primera edición en el ordenador de Jansson antes de marcharse. Lo dominaba una fotografía de Josefin con gorra de bachiller y el titular decía: «Violada en el cementerio». Había escrito los titulares junto a Jansson. Sus artículos estaban en las páginas seis, siete, ocho, nueve y doce. Esta noche había escrito más columnas que durante las siete primeras semanas en el periódico.
Esto va bien, pensó. Puedo hacerlo. Ha funcionado.
Apoyó la cabeza contra el metacrilato de la parada del autobús y cerró los ojos, respiró hondo y se concentró en el zumbido del tráfico. No era muy fuerte y llegaba desde lejos. Estuvo a punto de dormirse, pero el trinar agitado de un pájaro dentro del recinto de la embajada la despertó.
Después de un buen rato se dio cuenta de que no sabía cuándo vendría el autobús. Se levantó y buscó el tablón de horarios de la parada. El primer 56, esta mañana de domingo, llegaría a las 7.13, dentro de dos horas y media. Suspiró sonoramente. Sólo podía hacer una cosa, caminar.
Después de unos minutos consiguió mantener un ritmo. Se sentía bien. Las piernas se movían solas y hacían que el aire circulara a su alrededor. Siguió por la prolongación de Västerbron hacia Fridhemsplan. Al llegar a Drottningholmsvägen el verdor se multiplicó. Kronobergsparken quedaba a contraluz, oscuro. Sabía que tenía que llegar hasta allí.
Habían levantado el acordonamiento. Sólo la verja mantenía la cinta de plástico. Se acercó a la puerta de hierro, dejó que los dedos resbalaran por el arco metálico del candado. El sol había alcanzado la copa de los tilos y hacía que las hojas llamearan.
Ella estuvo aquí más o menos a la misma hora, pensó Annika. Vio al mismo sol hacer parecidos dibujos con las hojas. Todo es tan efímero. Puede acabar tan rápidamente…
Annika bordeó el cementerio y subió por el lado este, dejó que su mano discurriera a lo largo de los aros y arcos de la verja. Reconoció de nuevo la imagen de los arbustos y las lápidas caídas, por lo demás no había nada que delatara que aquél había sido el lecho mortuorio de Josefin.
Sujetó la verja con las dos manos y miró fijamente el verdor. Se dejó caer lentamente al suelo. Sus piernas se doblaron y se sentó cuidadosamente sobre la hierba. Sin percatarse aparecieron unas lágrimas. Le resbalaban silenciosas por las mejillas y goteaban sobre su falda arrugada. Apoyó la frente contra los barrotes, lloró lenta y quedamente.
– ¿Dónde la conociste?
Annika se levantó de golpe. Agitó las manos, se resbaló y cayó sobre la hierba. Se dio un golpe en la rabadilla.