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– Lo siento, no quería asustarte.

La joven que le hablaba tenía el rostro enrojecido y moqueaba de tanto llorar. Tenía un ligero pero claro acento. Annika la miró de hito en hito.

– Yo… Yo no la conocía. Pero la vi mientras yacía ahí. Muerta.

– ¿Dónde? -preguntó la muchacha y dio un paso.

Annika señaló. La mujer fue hacia allí y miró en silencio el lugar durante algunos minutos. Después se sentó en la hierba junto a Annika, le dio la espalda al cementerio y se apoyó en la verja.

– Yo también la vi -dijo ella y manoseó el dobladillo de su blusa.

Annika rebuscó en el bolso algo para sonarse.

– Yo la vi en el depósito. Era ella. Estaba bien, entera y bien.

Annika titubeó y miró de nuevo fijamente a la mujer. ¡Dios mío! ¡Ésta era la compañera de piso de Josefin, la muchacha que la había identificado! Tenían que ser muy buenas amigas.

Sin poder evitarlo, pensó en la portada del Kvällspressen del día siguiente y la embargó una repentina e inesperada sensación de vergüenza, que la hizo comenzar a llorar de nuevo.

La joven también sollozaba a su lado.

– ¿Verdad que era buena? -comentó la muchacha-. Podía ser muy desordenada, pero nunca le hizo mal a nadie.

– Yo no la conocía -confesó Annika y se sonó con una hoja de su cuaderno-. Trabajo en un periódico, he escrito sobre Josefin.

La joven la miró.

– Jossie quería ser periodista -prosiguió-. Quería escribir sobre los niños desvalidos.

– Hubiera podido hacer carrera en el Kvällspressen -respondió Annika.

– ¿Qué has escrito?

Annika tomó aliento, dudó un instante. Toda su satisfacción por los artículos había desaparecido. Deseaba hundirse en la hierba y desaparecer.

– Que fue violada y asesinada en el cementerio -respondió apresuradamente.

La mujer asintió y desvió la mirada.

– Yo se lo había advertido -dijo.

Annika, que estaba apretujando la hoja de papel hasta convertirla en una pequeña bola, se quedó paralizada en medio del gesto.

– ¿Qué quieres decir?

La mujer se secó las mejillas con el dorso de sus manos.

– Joachim no era bueno con ella -dijo-. La pegaba continuamente. Ella nunca hacía las cosas bien. Siempre tenía moratones por todo el cuerpo. Discutían por cosas del trabajo. «Tienes que dejarlo», le decía, pero ella no podía.

Annika escuchaba con los ojos muy abiertos.

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¿Lo sabe la policía?

La mujer asintió, sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta vaquera y se sonó.

– Soy alérgica -dijo-. ¿No tienes un Teldanex?

Annika se excusó con un gesto.

– Tengo que irme a casa -anunció la mujer y se levantó-. Hoy trabajo de nuevo por la noche, así que necesito dormir un poco.

Annika también se puso de pie y se sacudió unas briznas de hierba que había en su falda.

– ¿Crees de verdad que su novio pudo haberlo hecho? -preguntó.

– Le solía decir a Jossie que un día la mataría -respondió la joven mientras caminaba en dirección a Parkgatan.

Annika miró fijamente entre las tumbas con una sensación completamente distinta en el estómago. ¡Su novio! Entonces el asesinato estaría pronto resuelto.

De repente comprendió que no sabía cómo se llamaba la joven.

– Oye, ¿cómo te llamas? -gritó a través del parque.

La muchacha se detuvo y respondió:

– ¡Patricia!

Luego se dio la vuelta y desapareció hacia Fleminggatan.

No fue hasta llegar al portal de su casa cuando Annika recordó que le había prometido a Anne Snapphane que daría de comer a sus gatos. Se lamentó pero hizo una rápida evaluación. Los gatos probablemente sobrevivirían, la cuestión era si ella lo lograría si no se acostaba enseguida. Por otra parte, sólo estaba a unos doscientos metros de distancia de la casa de Anne, y se lo había prometido. Buscó en su bolso y encontró las llaves en el fondo, pringadas de chicle viejo. Joder, soy demasiado buena, pensó.

Subió por las escaleras de Pipersgatan hacia Kungsklippan, las piernas le temblaron antes de llegar arriba. Le dolía la rabadilla después de la caída en el parque.

El apartamento de Anne Snapphane estaba en el sexto piso y tenía un balcón con una vista extraordinaria. Los gatos comenzaron a maullar tan pronto como introdujo la llave en la cerradura. Cuando abrió la puerta los dos apartaron sus hocicos de la ranura de la puerta.

– Pequeños, ¿qué hacéis aquí maullando?

Apartó a los gatitos con el pie, cerró la puerta tras de sí y se sentó en el suelo del recibidor. Los dos animales saltaron inmediatamente sobre su regazo y levantaron los hocicos hacia su barbilla.

– ¿Qué, queréis un beso? -dijo Annika y rió.

Jugueteó con ellos unos minutos, se levantó y se dirigió a la cocinita. Los tres recipientes de los gatos estaban sobre un trozo de corcho junto a la cocina. La leche se había agriado y olía mal. La comida y el agua se habían acabado.

– Ahora vais a comer, gatitos…

Vació la leche agriada, lavó el tazón bajo el agua fría y lo rellenó con leche de la nevera. Los gatitos se apretaban alrededor de sus piernas y maullaban como posesos.

– Sí, sí, sí, tranquilos.

Estaban tan ansiosos que estuvieron a punto de volcar el tazón antes de que ella lo colocara en el suelo. Mientras los gatos se tragaban la leche, llenó de agua el otro recipiente y se puso a buscar algún tipo de comida para gatos. En un armario encontró tres latas de Whiskas. Esto hizo que sus ojos se humedecieran de nuevo. Whiskas, así se llamaba el gato que tenía en casa, en Hälleforsnäs, aunque aquel verano lo había dejado en casa de su abuela en Lyckebo.

– Me estoy volviendo sentimental de cojones -dijo en alto.

Abrió una de las latas, arrugó la nariz debido al olor, y vertió el compuesto en el tercer tazón. Se dio una vuelta por la cocina y le echó un vistazo al cajón de arena, aguantaría hasta mañana.

– Adiós, gatitos.

Los gatos no prestaron atención.

Abandonó rápidamente el apartamento y regresó a Kungsholmstorg. Comenzaba a amanecer. Notó que para los pájaros ya había empezado el día. Se sentía exhausta, hacía eses, tenía mala apreciación de la distancia.

No puedo seguir así indefinidamente, pensó.

En su apartamento hacía un calor asfixiante. Estaba en el último piso de un edificio interior de 1880 y no tenía cuarto de baño ni agua caliente. En cambio, tenía tres habitaciones y una gran cocina. Annika pensaba que había tenido una suerte inmensa al conseguirlo.

– Nadie quiere vivir tan primitivamente -dijo la señora de la agencia estatal de alquiler cuando Annika conformó en el impreso que podía vivir en un sitio sin ascensor, agua caliente, cuarto de baño y hasta sin electricidad si fuera necesario.

Annika había insistido.

– Aquí tengo uno que no lo quiere nadie -informó la señora y le dio una hoja impresa con la dirección, Hantverkargatan 32, 4.°, interior.

Annika la tomó sin verla siquiera. Le estaba agradecida a su estrella de la suerte desde aquel mismo día, pero sabía que la alegría podía durar poco. Había aceptado ser desalojada con una notificación y con sólo una semana de antelación. Lo que sucedería tan pronto como el constructor obtuviera un crédito para renovar el edificio.

Dejó caer el bolso en el suelo del recibidor y se fue al dormitorio. Había dejado la ventana abierta para que se aireara el apartamento antes de irse a trabajar, el día anterior por la mañana, pero la corriente la había cerrado. Con un suspiro abrió de nuevo y se encaminó al salón para crear corriente.

– ¿Dónde has estado?

Se asustó tanto que gritó y dio un salto.

La voz era queda y provenía de entre las sombras de su cama.

– Dios mío, ¿no puedes controlarte?

Era Sven, su novio.

– ¿Cuándo has llegado? -preguntó ella con el corazón latiendo desbocado en el pecho.

– Ayer por la noche. Quería invitarte al cine. ¿Dónde has estado?

– Trabajando -respondió y se fue al salón.

Él se levantó de la cama y la siguió.

– No es verdad -dijo él-. Llamé hace una hora y me dijeron que ya te habías ido.

– Estuve dando de comer a los gatos de Anne -contestó y abrió la ventana del salón.

– ¡Joder, qué excusa más mala! -replicó él.