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– Dios mío, ¿no puedes controlarte?

Era Sven, su novio.

– ¿Cuándo has llegado? -preguntó ella con el corazón latiendo desbocado en el pecho.

– Ayer por la noche. Quería invitarte al cine. ¿Dónde has estado?

– Trabajando -respondió y se fue al salón.

Él se levantó de la cama y la siguió.

– No es verdad -dijo él-. Llamé hace una hora y me dijeron que ya te habías ido.

– Estuve dando de comer a los gatos de Anne -contestó y abrió la ventana del salón.

– ¡Joder, qué excusa más mala! -replicó él.

Diecisiete años, seis meses y veintiún días

Existe una dimensión que borra los límites entre los cuerpos. Vivimos juntos, el uno dentro del otro, espiritual y físicamente. Los días se convierten en instantes, me ahogo en sus ojos. Nuestros cuerpos se disuelven, se adentran en otro tiempo. El amor es de oro y cristales. Nos podemos dirigir a cualquier lugar del universo, juntos, dos y, sin embargo, uno.

Un alma gemela es alguien que tiene cerraduras que nuestras llaves abren y llaves que abren nuestras cerraduras. Con esta persona nos sentimos seguras en nuestro propio paraíso. Eso he leído en alguna parte, y eso es cierto con respecto a nosotros.

Le echo de menos cada segundo que no estamos juntos. No sabía que el amor fuera tan absoluto, tan total, tan abrumador. No puedo comer, ni dormir. Sólo a su lado me siento completa, una persona de verdad. Él es la condición de mi vida y mi sentido. Sé que para él yo significo lo mismo. Hemos recibido el mayor don.

No me abandones nunca,

dice,

sin ti no puedo vivir.

Y yo se lo prometo.

Domingo, 29 de julio

Patricia posó la mano sobre el picaporte de la puerta de Josefin. Vaciló. El dormitorio era su territorio. Aquí le estaba vedado entrar. Jossie había sido muy clara con respecto a eso.

– Puedes vivir aquí, pero el dormitorio es mío.

El picaporte andaba algo suelto. Patricia había pensado en atornillarlo, pero no tenían destornillador. Abrió cuidadosamente. La puerta chirrió. La sacudió el olor a polvo, el calor era estático y compacto. Jossie se encargaba de limpiar su cuarto, lo que venía a significar que no lo había hecho nunca. El registro de la policía por la noche había levantado dos meses de abandono.

Una aguda luz solar bañaba la habitación. La policía había descorrido las cortinas. Patricia comprendió que nunca antes había visto la habitación así. Josefin prefería la oscuridad. La luz del día revelaba la suciedad y las manchas del papel pintado. Patricia se sintió avergonzada al pensar en la policía. Debieron de creer que ella y Jossie eran unas auténticas puercas.

Lentamente, se acercó a la cama y se sentó. En realidad era sólo un colchón de Ikea que habían colocado en el suelo, pero, a diferencia del de gomaespuma de Patricia, éste tenía unos cuantos decímetros de grosor.

Patricia estaba cansada. Había dormido mal debido al calor, se había despertado, sudado, llorado. Se tumbó lentamente encima de la colcha. Cuando llegó a casa por la mañana temprano se había encontrado en la puerta con una soledad oscura y sorda. La policía se había marchado, y tan sólo quedaban los rastros de su visita. La casa estaba realmente patas arriba, aunque no se habían llevado muchas cosas.

Se adormeció entre las almohadas, pero sintió unas conocidas sacudidas en el cuerpo. Se incorporó rápidamente. No podía dormir en el cuarto de Jossie.

Había una pila de prensa junto a la cama, Patricia se inclinó y hojeó el primer ejemplar. Era Vecko Revyn, la revista favorita de Jossie, que a Patricia no le gustaba tanto; escribían demasiado sobre maquillaje, dietas y sexo. Después de leerla siempre se sentía fea y estúpida, como si no diera la talla. Comprendió que ésa era la finalidad de la revista. Bajo el pretexto de ayudar a que las jovencitas tuvieran más confianza en sí mismas, las desalentaban.

Cogió la siguiente revista del montón. Era de un tamaño mucho menor, Patricia no la había visto nunca antes. El papel era barato y la impresión bastante pobre. La abrió por el medio. Dos hombres tenían sus penes dentro de una mujer, uno en el ano, el otro en la vulva. La cara de la mujer se vislumbraba en segundo plano. Gritó, como si le doliera algo. La imagen golpeó a Patricia con un empujón en sus parte bajas. Retrocedió, asqueada, en parte por la foto, en parte por su propia reacción. Arrojó la revista al suelo como si quemara. Josefin no leía esas cosas. Sabía que era de Joachim.

Se volvió a tumbar, miró fijamente el techo e intentó reprimir una vergonzante excitación. Poco a poco se calmó. Ya debería estar acostumbrada.

Dejó vagar la mirada por la habitación. La puerta del ropero estaba abierta. La ropa de Josefin colgaba descuidadamente de sus perchas. Esto era obra de la policía, Patricia estaba segura. Jossie era muy cuidadosa con su ropa.

Me pregunto qué pasará ahora con esta ropa, pensó. Quizá yo podría quedarme con algo.

Se levantó y se dirigió al ropero, dejó que su mano se deslizara por las prendas. Era ropa cara, casi toda la había comprado Joachim. Patricia no podría usar los trajes, porque tenía los pechos pequeños. Pero las faldas y alguno de los vestidos quizá…

El tintineo de unas llaves en la puerta hizo que su corazón se desbocase. Rápidamente cerró el ropero, sus pies desnudos volaron sobre el suelo de madera. Acababa de cerrar la puerta del dormitorio de Josefin cuando Joachim apareció en el recibidor.

– ¿Qué haces? -preguntó él. Tenía el pelo sudado, manchas oscuras en la camiseta.

Patricia observó al hombre, el pulso se le aceleró, tenía la boca completamente seca. Intentó sonreír.

– Nada -respondió nerviosa.

– Deja el dormitorio de Josefin en paz, ¿no te lo hemos dicho?

Cerró la puerta de la calle de un portazo.

– Los policías de mierda -dijo ella-, los policías de mierda estuvieron aquí revolviéndolo todo. Todo está patas arriba, ahí dentro también.

Joachim cayó en la trampa.

– Maderos de mierda -replicó él, Patricia adivinó recelo en su voz-. ¿Se han llevado algo?

Se dirigió hacia Patricia.

– No lo sé -contestó-. Por lo menos nada mío.

El abrió la puerta del dormitorio, fue hacia la cama, alzó la colcha.

– Las sábanas. Se han llevado las sábanas.

Patricia esperaba expectante en la puerta. Él dio una vuelta por la habitación, miró a su alrededor pero al parecer no echó en falta nada más. Se sentó pesadamente sobre la cama de espaldas a la puerta. Patricia respiraba el polvo que bailaba en el aire, no se atrevía a moverse. Observó los anchos hombros del hombre, sus brazos fuertes. La luz de la ventana hacía que su cabello brillara. Era atractivo. Josefin fue la mujer más feliz del mundo cuando empezaron a salir juntos. Patricia recordó sus lágrimas de alegría y las maravillosas descripciones que hacía sobre lo encantador que era.

Joachim se dio la vuelta y la miró.

– ¿Tú quién crees que lo hizo? -preguntó en voz baja.

Patricia no se inmutó.

– Un loco -dijo tranquila y decididamente-. Algún borracho que regresaba a casa después de ir de copas. Ella estaba en el sitio erróneo en el momento equivocado.

Él le dio la espalda de nuevo.

– ¿Crees que ha sido uno de los clientes? -interrogó sin mirar.

Patricia sopesó la respuesta.

– ¿Te refieres a uno de los peces gordos de ayer? No sé. ¿Tú qué piensas?

– Sería un desastre para el club -respondió él.

Ella bajó la vista hasta sus manos mientras jugaba con el borde de su camiseta.

– La echo de menos -dijo ella.

Joachim se levantó y se acercó a ella, puso la mano en uno de sus hombros y le acarició lentamente el brazo.

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