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Dice que no puede estar sin mí.

La vulnerabilidad se encuentra justo debajo de su suave piel. Estoy tumbada sobre su brazo y él pasa un dedo por todo mi rostro.

No me abandones nunca,

dice,

sin ti no puedo vivir.

Y yo se lo prometo.

Sábado, 28 de julio

– Hay una chica muerta en Kronobergsparken.

La voz era jadeante, el balanceo de la lengua denunciaba un consumo habitual de anfetamina. Annika Bengtzon apartó la vista de la pantalla y buscó torpemente un bolígrafo entre el desorden de la mesa.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó demasiado escéptica.

– ¡Porque estoy aquí a su lado, joder!

La voz se elevó en un falsete, Annika separó un poco el auricular del oído.

– Vaya, ¿cómo de muerta? -respondió y ella misma notó lo estúpido que sonaba.

– ¡Completamente muerta! ¿Cómo de muerto puede estar uno?

Annika miró a su alrededor en la redacción. Spiken, el jefe de la mesa de redacción, estaba sentado a lo lejos en su mesa y hablaba por teléfono; Anne Snapphane, sentada enfrente, se abanicaba con un cuaderno. Foto-Pelle se hallaba en la mesa de la redacción de fotografía y tecleaba en el mace.

– Bueno -respondió ella y encontró una pluma estilográfica en una taza de café vacía, arrancó un viejo teletipo de TT y comenzó a escribir por detrás-. Dijiste en Kronobergsparken, ¿dónde?

– Detrás de una tumba.

– ¿Una tumba?

El hombre del teléfono comenzó a gimotear. Annika esperó en silencio durante algunos segundos. No sabía cómo continuar. Aquel teléfono de emergencias, que oficialmente se llamaba «Línea Caliente» pero al que todos denominaban simplemente «Escalofríos», recibía un gran número de llamadas de bromistas y yonquis. Este parecía candidato a formar parte de estos últimos.

– ¿Oiga…? -dijo Annika cuidadosamente.

El hombre se sonó. Respiró hondo unas cuantas veces y comenzó el relato. Anne Snapphane observó a Annika desde el otro lado de la mesa.

– No sé cómo puedes contestar a ese teléfono -dijo cuando Annika colgó.

Annika no reaccionó sino que continuó garabateando el teletipo.

– Me muero por tomar un helado. ¿Quieres algo del bar? -preguntó Anne Snapphane mientras se levantaba.

– Primero tengo que comprobar una cosa -respondió Annika, cogió el auricular y marcó el número directo del centro coordinador de emergencias. La información era correcta. Cuatro minutos antes habían recibido una llamada sobre un cadáver en Kronobersparken.

Annika se puso de pie y se encaminó hacia la mesa de la redacción de noticias con el teletipo de TT en la mano. Spiken seguía hablando por teléfono, sus pies reposaban sobre la mesa. Annika, inquisitiva, se situó justo delante de él. El redactor jefe parecía irritado.

– Sospecha de asesinato, mujer joven -anunció Annika y agitó la nota.

Spiken cortó la conversación colgando inmediatamente el auricular, y a continuación puso los pies en el suelo.

– ¿Ha llegado por TT? -preguntó, e hizo clic en su ordenador.

– No, por «Escalofríos».

– ¿Confirmado?

– Por lo menos el centro coordinador de emergencias ha recibido la llamada.

Spiken miró hacia la redacción.

– Okey -dijo-. ¿A quiénes tenemos?

Annika tomó impulso.

– Es mi noticia -dijo.

– ¡Berit! -gritó Spiken y se levantó-. ¡El asesinato del verano!

Berit Hamrin, una de las periodistas de más edad del periódico, cogió su bolso y se acercó a la mesa.

– ¿Dónde está Carl Wennergren? ¿Trabaja hoy?

– No, libra, participa en la regata de la vuelta a Gotland -respondió Annika-. Es mi noticia, fui yo quien la recibió.

– ¡Pelle, fotógrafo! -gritó Spiken hacia la mesa de fotografía.

El jefe de fotografía levantó el dedo afirmativamente.

– Bertil Strand -le voceó este.

– Okey -respondió el redactor jefe y se volvió hacia Annika-. ¿Qué tenemos?

Annika miró su nota emborronada, repentinamente se percató de lo nerviosa que estaba.

– Una chica muerta detrás de una tumba en el cementerio judío, dentro de Kronobergsparken en Kungsholmen.

– Joder, no tiene por qué ser un asesinato.

– Está desnuda y estrangulada.

Spiken miró atentamente a Annika.

– ¿Y quieres cubrirlo tú misma?

Annika tragó saliva y asintió al redactor jefe, se volvió a sentar y sacó un cuaderno.

– Okey -dijo-. Puedes ir con Berit y Bertil Strand. Intentad sacar una buena foto, el resto de los datos los podemos conseguir después, pero necesitamos la fotografía inmediatamente.

Al pasar junto a la mesa de redacción el fotógrafo se colgó la mochila con su material.

– ¿Dónde es? -indagó, dirigiendo la pregunta a Spiken.

– En los calabozos de Kronobergs -respondió y cogió el auricular.

– En el parque -dijo Annika y buscó su bolso con la mirada-. Kronobergsparken. El cementerio judío.

– Comprobad que no sea una pelea familiar -añadió Spiken y marcó un número de Londres.

Berit y Bertil Strand ya iban hacia el ascensor camino del garaje, pero Annika se detuvo.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó ella.

– Justo lo que he dicho. No nos inmiscuimos en peleas familiares.

El redactor jefe le dio demostrativamente la espalda. Annika sintió cómo la rabia le subía por todo el cuerpo hasta alcanzar de golpe el cerebro.

– La muchacha no estará menos muerta por eso -replicó ella.

Spiken recibió respuesta al otro lado del auricular y Annika comprendió que la conversación había terminado. Alzó la mirada, Berit y Bertil Strand ya habían desaparecido por la escalera. Se dirigió rápidamente a su mesa, pescó su bolso que se había caído detrás de los archivos y salió corriendo tras sus colegas. Como el ascensor estaba en la planta baja, descendió por las escaleras, joder, joder, ¿por qué coño tenía que enfrentarse siempre a la gente? Ahora estaba a punto de perder su primer gran trabajo por querer poner en su sitio al redactor jefe.

– Idiota -se dijo en voz alta.

Alcanzó a la reportera y al fotógrafo cuando entraban en el garaje.

– Trabajaremos juntas hasta que llegue el momento en que debamos repartirnos el trabajo -dijo Berit, mientras caminaba y escribía en un cuaderno-. Me llamo Berit Hamrin, me parece que no nos hemos presentado.

La mujer mayor sonrió a Annika, se dieron la mano al mismo tiempo que se sentaban en el Saab de Bertil Strand, Annika en la parte trasera y Berit en la delantera.

– No des esos portazos -refunfuñó Bertil Strand reprobadoramente y le lanzó una mirada a Annika por encima del hombro-. La pintura se puede estropear.

Dios mío, pensó Annika.

– Vaya, perdón -dijo.

Los fotógrafos disponían de los coches del periódico como si fueran sus coches privados. Prácticamente todos se tomaban con una seriedad desmedida la tarea del cuidado del coche. Quizá se debiera a que todos, sin excepción, eran hombres, pensó Annika. Aunque sólo llevaba trabajando siete semanas en el Kvällspressen ya se había percatado de la veneración que merecían los coches de los fotógrafos. En varias ocasiones, hasta las entrevistas planeadas se habían pospuesto porque los fotógrafos estaban ocupados en algún lavado de coches, lo que demostraba la importancia que atribuían a sus vehículos.

– Creo que lo mejor será llegar al parque por la parte trasera y evitar Fridhemsplan -dijo Berit, cuando el coche aceleró en el cruce de Rålambsvägen. Bertil Strand se apuró y consiguió pasar en ámbar, condujo por Gjörwellsgatan y continuó hacia Norra Mälarstrand.