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– ¿Me puedes contar los datos que te dio tu informador? -preguntó Berit y se volvió hacia ella.

Annika pescó el arrugado teletipo.

– Bueno, se trata de una joven que yace muerta detrás de una lápida en Kronobergsparken. Desnuda y posiblemente estrangulada.

– ¿Quién llamó?

– Un drogata. Su amigo estaba meando junto a la verja y la vio por entre los barrotes.

– ¿Por qué creen que ha sido estrangulada?

Annika le dio la vuelta al papel y leyó algo que había escrito de través.

– No había sangre, tenía los ojos completamente abiertos y heridas en el cuello.

– Eso no significa que la hayan estrangulado, ni siquiera asesinado -dijo Berit y se giró hacia delante.

Annika no respondió. Miró a través de los cristales ahumados y vio pasar a los locos por el sol de Rålambshovsparken. Frente a ella se abría el brillante espejo de Riddarfjärden. Tuvo que entornar los ojos, a pesar del recubrimiento del cristal. Dos windsurfistas se dirigían hacia Långholmen, no parecía irles demasiado bien, el aire apenas se movía en la solana.

– Qué verano más bueno hemos tenido -dijo Bertil Strand y giró en Polhemsgatan-. Quién lo iba a decir, con todo lo que llovió en primavera.

– Sí, he tenido suerte -dijo Berit-. Acabo de disfrutar de mis cuatro semanas de vacaciones. Sol todos los días. Si quieres, Bertie, puedes aparcar junto a unas casas, justo al lado del cuartel de bomberos.

El Saab aceleró subiendo la cuesta de la última manzana de Bergsgatan. Berit se quitó el cinturón de seguridad antes de que Bertil Strand redujera la velocidad y salió del coche antes de que éste aparcara. Annika se apresuró a seguirla y resopló al recibir una bocanada de aire caliente.

Bertil Strand aparcó en un desvío, Berit y Annika pasaron junto a una casa de ladrillo rojo de los años cincuenta. El camino de asfalto era estrecho, estaba limitado por un zócalo empedrado hasta el parque.

– Más adelante hay una escalera -informó Berit jadeante.

Seis escalones después entraron en el parque. Corrieron a lo largo de un sendero asfaltado que conducía a un pretencioso «parque infantil».

A la derecha había unas cuantas construcciones parecidas a barracones, Annika leyó «Parque infantil». Allí había un cajón de arena, bancos, mesas de camping, construcciones para trepar, toboganes, columpios y otros artilugios con los que los niños podían jugar y escalar. Tres o cuatro madres con sus hijos parecían estar recogiendo.

A lo lejos, dos policías uniformados hablaban con otra madre.

– Me parece que el cementerio se encuentra hacia Sankt Göransgatan -indicó Berit.

– Qué bien te orientas -dijo Annika-. ¿Vives por aquí?

– No -contestó Berit-. Pero éste no es el primer asesinato ocurrido en este parque.

Annika observó que cada uno de los policías sujetaba una cinta de plástico azul. Por lo tanto, estaban vaciando el parque y acordonándolo al público.

– Hemos llegado a tiempo -murmuró.

Torcieron a la derecha, siguieron un sendero y subieron a un montículo.

– Abajo a la izquierda -apuntó Berit.

Annika corrió por delante. Cruzó dos senderos, y ahí estaba. Vio una fila de estrellas de David dibujarse entre el follaje.

– Lo veo -les gritó a los otros y comprobó de reojo cómo Bertil Strand había alcanzado a Berit.

La verja era negra, forjada y bella. Los barrotes de hierro se mantenían unidos con aros y arcos, y cada barrote estaba coronado por una estilizada estrella de David. Annika, al comprobar que corría sobre su propia sombra, comprendió que se acercaba al cementerio desde el sur.

Se detuvo en el montículo que presidía las tumbas, desde ahí tenía una buena vista. La policía aún no había acordonado este lado del parque, lo que ya había hecho en los lados norte y oeste.

– ¡Deprisa! -les gritó a Berit y a Bertil Strand.

La verja enmarcaba el pequeño cementerio judío con sus tumbas de granito en ruinas, Annika contó apresurada hasta una treintena. La vegetación casi se había apoderado de todo, el lugar daba una impresión asilvestrada. El cercado en sí medía como mucho treinta metros por cuarenta, por la parte trasera la verja apenas superaba el metro y medio de altura. La entrada estaba en el lado oeste y daba a Kronobergsgatan y Fridhemsplan. Vio al equipo de reporteros del Konkurrenten detenerse junto al acordonamiento. Un grupo de hombres, todos vestidos de civil, se encontraba dentro de la verja, en el lado este. Comprendió lo que hacían. Ahí estaba la mujer.

Annika sintió un escalofrío. No podía echar a perder esto, su primera auténtica noticia en todo el verano.

Berit y Bertil Strand aparecieron tras ella, y en ese mismo instante vio que un hombre abría la verja que daba a Kronobergsgatan. Sostenía un pedazo de tela gris. Annika jadeó. ¡Todavía no habían cubierto el cuerpo!

– Rápido -exclamó ella por encima del hombro-. Quizá nos dé tiempo a sacar una foto desde aquí arriba.

Apareció un policía en el montículo frente a ellos, extendía la cinta de plástico de acordonar azul y blanca. Annika corrió hacia la verja y oyó a Bertil Strand caminar con pasos cortos y pesados tras ella. El fotógrafo aprovechó los últimos metros hacia la verja para quitarse la mochila y sacar una Canon y un teleobjetivo. Se hallaban a tres metros de la tela gris cuando Bertil Strand comenzó a disparar una serie de fotografías a través del follaje. A continuación el fotógrafo se separó medio metro y lanzó un disparo más. El policía de la cinta de plástico gritó algo, los hombres de detrás de la verja también advirtieron su presencia.

– Lo conseguimos -informó Bertil Strand-. Tenemos fotos de sobra.

– ¡Joder! -gritó el policía con la cinta de plástico-. ¡Estamos acordonando la zona!

Un hombre con una camisa hawaiana y pantalones bermudas se acercó hacia ellos desde dentro del cementerio.

– Ahora os tenéis que ir -anunció.

Annika miró a su alrededor y no supo qué hacer. Bertil Strand ya se dirigía hacia el camino que bajaba hacia Sankt Göransgatan. Los dos policías, tanto el de atrás como el de delante, parecían muy enfadados. Comprendió que pronto tendría que moverse, si no la obligarían. Instintivamente, se dirigió lateralmente hacia el lugar desde donde Bertil Strand había sacado su primera fotografía.

Miró por entre los barrotes negros de la verja, y allí yacía la joven mujer. Sus ojos miraban fijamente a los de Annika desde una distancia de dos metros. Eran velados y grises. La cabeza estaba echada hacia atrás, los brazos reposaban alejados del cuerpo, los antebrazos estaban abiertos sobre su cabeza y una de las manos parecía herida. La boca, completamente abierta como en un grito sin sonido, mostraba unos labios marrón oscuro. El cabello se le agitaba ligeramente con la imperceptible brisa. Tenía un gran moratón en el pecho izquierdo y la parte inferior de su abdomen parecía mudar a verde.

Annika registró toda la imagen, nítidamente, en un instante. La áspera dureza de la piedra en segundo plano, la vegetación apagada, el juego de sombras de las hojas, la humedad y el calor, el repugnante olor.

Entonces un pedazo de tela convirtió la escena en gris. Los policías no cubrían el cuerpo, sino la verja.

– Ya es hora de que se vaya -dijo el policía de la cinta de plástico y posó la mano sobre el hombro de Annika.

¡Qué convencional!, alcanzó a pensar Annika al tiempo que se daba la vuelta. Su boca estaba completamente seca y notó que todos los sonidos le llegaban desde muy lejos. Se dirigió como flotando hacia el camino donde Berit y Bertil Strand la esperaban detrás del acordonamiento. El fotógrafo parecía aburrido y reprobador, pero Berit casi sonreía.

El policía la siguió con el hombro pegado a su espalda. Tiene que dar mucho calor ir de uniforme un día como éste, pensó Annika.