«Los asesinatos y esas cosas se las dejamos a los tabloides. Nosotros no somos unos carroñeros».
Ya entonces, Annika comprendió que aquella opinión correspondía más a su colega que al Eko, pero había momentos en los que dudaba. ¿Por qué no valía la pena que un servicio público se ocupara de la muerte de una joven? No lo comprendía.
Observó que el resto de las personas que se encontraban junto al acordonamiento eran transeúntes curiosos.
Se alejó lentamente del grupo. Los policías, tanto los inspectores como la brigada científica, seguían ocupados tras la verja. No había llegado ninguna ambulancia o coche fúnebre. Miró el reloj. La una y diecisiete minutos. Habían pasado veinticinco minutos desde que recibió la información por «Escalofríos». No sabía muy bien qué hacer ahora. Hablar con la policía no parecía una buena idea, seguramente se enfadarían. Comprendía que aún no podían saber mucho, ni quién era la mujer, ni cómo había muerto, ni quién lo hizo.
Se alejó hacia Drottningholmsvägen. Junto al edificio, en la acera izquierda de Kronobergsgatan, se había formado una sombra con la forma de una porción de tarta, se dirigió hacia allí y se apoyó contra la fachada. La sintió rugosa, gris y caliente. Aunque la temperatura era de unos grados menos que en la solana, el aire le quemaba la garganta. Sentía una sed ridícula y pescó la botella de Pepsi de su bolso. El tapón había goteado y la botella estaba pringosa, se le pegaron los dedos a la etiqueta. ¡Joder, qué calor!
Se bebió el refresco caliente y sin gas y ocultó la botella entre dos pilas de papel para reciclar que había en el portal contiguo.
A lo lejos los periodistas que estaban junto al acordonamiento se movieron al otro lado de la calle. Seguramente esperaban a Bertil Strand y el suministro de helados. Por alguna razón la situación la hizo sentir mal. A unos cuantos metros de allí las moscas aún revoloteaban alrededor del cadáver, mientras la prensa esperaba ansiosa su agradable pausa.
Dejó que su mirada vagara por el parque. Estaba formado por empinados promontorios cubiertos de hierba y una extensa variedad de grandes árboles. Desde su sitio en la sombra pudo reconocer un tilo, un haya, un olmo, un fresno y un abedul. Algunos de los árboles eran enormes, otros estaban recién plantados. Entre las tumbas crecían otras especies gigantescas, sobre todo tilos.
Necesito beber algo más, pensó.
Se sentó en la acera y echó la cabeza hacia atrás. Tenía que pasar algo pronto. No podía seguir sentada allí.
Contempló cómo el rebaño de periodistas comenzaba a dispersarse. La muchacha de Radio Stockholm se había marchado, pero Bertil Strand había regresado con los helados. No veía a Berit Hamrin por ninguna parte, Annika se preguntó dónde estaría.
Esperaré cinco minutos, pensó. Luego me voy a comprar un refresco y comenzaré a hablar con el vecindario.
Intentó dibujar un mapa de Estocolmo en su cabeza y situar exactamente su posición. Este era el corazón de Estocolmo, la ciudad de piedra intramuros. Miró hacia el sur, pasado el cuartel de bomberos. Ahí estaba Hantverkargatan, su calle. En realidad vivía a sólo diez manzanas de allí, en el interior de un edificio ruinoso junto a Kungsholmstorg. Sin embargo, nunca antes había estado en aquella zona. Allá abajo se encontraba la estación de metro de Fridshemsplan, si se esforzaba podía sentir cómo el tren resonaba bajo tierra y esparcía sus vibraciones a través del hormigón y del asfalto. Justo enfrente había una gran salida circular de aire del metro, un urinario y un banco. Quizá fue ahí donde estuvo sentado el drogata que llamó a «Escalofríos», fumando al sol junto a su amigo con ganas de orinar. ¿Por qué el amigo no fue al urinario?, se preguntó Annika. Pensó en ello durante un rato y al final fue a comprobarlo personalmente. Al abrir la puerta comprendió la razón. El olor dentro del armazón de plástico era insoportable. Retrocedió un par de pasos y cerró la puerta.
Una mujer con un cochecito se acercaba desde el parque. El niño del cochecito sostenía un biberón lleno de un líquido rojizo. La madre miraba desconcertada la cinta de plástico que se extendía a lo largo de la acera.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
Annika estiró la espalda y se ajustó la correa del bolso.
– La policía ha acordonado la zona -respondió.
– Sí, eso ya lo veo. ¿Por qué?
Annika dudó. Lanzó una mirada por encima del hombro y vio que los otros periodistas la observaban. Rápidamente dio un par de pasos hacia la madre.
– Hay una mujer muerta ahí dentro -dijo en voz baja y señaló hacia el cementerio. La madre palideció.
– ¡Qué horror! -exclamó.
– ¿Vives por aquí? -preguntó Annika.
– Sí, a la vuelta de la esquina. Venimos de Rålis, pero había tanta gente allí que una apenas se podía sentar así que regresamos para acá. ¿Sigue ahí tirada?
La mujer estiró el cuello y ojeó entre los tilos. Annika asintió.
– ¡Dios mío, qué desagradable! -exclamó la mujer y miró a Annika de hito en hito.
– ¿Vienes mucho por aquí? -indagó Annika.
– Sí, a diario. Skruttis va al parvulario libre, arriba, en el «parque infantil».
La madre no podía apartar la vista del cementerio. Annika la estudió durante algunos segundos.
– ¿Oíste algo raro ayer noche? ¿Y hoy por la mañana? ¿Algún grito desde el parque? -inquirió.
La mujer dobló el labio inferior hacia afuera, reflexionó y lo negó con la cabeza.
– Éste es un barrio muy ruidoso -dijo-. Durante el primer año me despertaba cada vez que salían los bomberos, pero ahora ya no. Además están los borrachos de Sankt Eriksgatan -no me refiero a los que van al albergue, ésos desaparecen antes de que anochezca-, sino a los escandalosos habituales, que te pueden mantener despierta toda la noche. Pero en realidad lo peor es el extractor de humos del MacDonald's. Está encendido todo el día y me está volviendo loca. ¿Cómo murió?
– Todavía no se sabe -respondió Annika-. ¿Así que nadie chilló, gritó pidiendo auxilio o algo por el estilo?
– Por supuesto, aquí los viernes por la noche siempre hay gritos y chillidos. Toma, corazón…
El bebé había perdido el biberón y comenzó a llorar, la madre se lo volvió a dar. A continuación señaló con la cabeza hacia Bertil Strand y los otros.
– ¿Son los buitres?
– Sí. El que está comiendo el helado Dajm es mi fotógrafo. Me llamo Annika Bengtzon y soy del periódico Kvällspressen.
Alargó la mano y saludó. A pesar del comentario anterior la mujer pareció impresionada.
– ¡Vaya! -exclamó Daniella Hermansson-, encantada. ¿Vas a escribir sobre esto?
– Yo u otra persona del periódico. ¿Te importa que anote algunas cosas?
– No, en absoluto.
– Te puedo citar…
– Mi nombre se escribe con dos eles y dos eses, como suena.
– ¿Así que dices que suele haber mucho ruido por aquí?
Daniella Hermansson se enderezó e intentó mirar en el cuaderno de Annika.
– Sííí -respondió-. Muchísimo, principalmente los fines de semana.
– ¿Así que si alguien gritara pidiendo ayuda nadie le oiría?
Daniella Hermansson hizo una nueva mueca con el labio inferior y negó con la cabeza.