– Aunque depende un poco de la hora del día -añadió-. Sobre las cuatro, cuatro y media de la madrugada hay más calma. Entonces sólo se oye el extractor. Yo duermo con la ventana abierta todo el año, es bueno para la piel. Pero no oí nada…
– ¿Tu ventana da a la calle o al patio?
– A ambos lados. Vivimos en el segundo piso, al fondo a la derecha. El dormitorio da al patio.
– ¿Y tú vienes por aquí todos los días?
– Sí, aún estoy de baja de maternidad por Skruttis, todas las madres del grupo familiar nos reunimos en el «parque infantil» por las mañanas. No, corazón…
Skruttis había sorbido todo el líquido rojizo y berreaba. Su madre se inclinó sobre él y con un movimiento experto introdujo el dedo corazón en el pañal y a continuación lo olió.
– Vaya -anunció-. Nos tenemos que ir. Un nuevo pañal y un poco de ñam-ñam, ¿verdad, Skruttis?
El bebé enmudeció al encontrarse con una cinta del gorro para morder.
– ¿Podríamos hacerte una foto? -se apresuró a preguntar Annika. Daniella Hermansson abrió los ojos de par en par.
– ¿A mí? Pero yo no voy…
Se rió y se pasó la mano por el cabello. Annika la miró fijamente.
– La mujer que yace allí entre las lápidas probablemente haya sido asesinada -dijo-. Por eso es importante describir el barrio de una forma verídica. Yo misma vivo en Kungsholmstorg.
Daniella Hermansson había abierto los ojos aún más.
– Dios mío, ¿asesinada? Aquí, ¿en nuestro barrio?
– Nadie sabe dónde murió, sólo que ha sido encontrada aquí.
– Pero este barrio siempre ha sido tan tranquilo… -dijo Daniella Hermansson, se inclinó y cogió a Skruttis en brazos. El bebé perdio la cinta y se puso a llorar de nuevo. Annika sujetó la correa del bolso con fuerza y se encaminó hacia Bertil Strand.
– Espera un momento -le dijo por encima del hombro a Daniella.
El fotógrafo estaba chupando el papel del helado cuando Annika se acercó.
– ¿Puedes venir un momento? -dijo en voz baja.
Bertil Strand estrujó lentamente el papel y señaló con la palma de la mano al hombre a su lado.
– Annika, éste es Arne Påhlson, reportero del Konkurrenten. ¿Os conocéis?
Annika bajó la mirada, alargó la mano y murmuró su nombre. Arne Påhlson tenía una mano cálida y húmeda.
– ¿Has acabado con el helado? -preguntó irritada.
El bronceado de Bertil Strand adquirió un tono algo más oscuro. No le gustaba que le reprendiese una becaria estival. En lugar de responder, se inclinó y cogió su mochila.
– ¿Adónde vamos?
Annika se dio la vuelta y se dirigió hacia donde estaba Daniella Hermansson. Echó un vistazo al cementerio, los hombres vestidos de civil continuaban ahí dentro y hablaban entre sí. Skruttis seguía llorando, pero su madre no le prestaba ninguna atención. Se estaba pintando con una barra de labios que al parecer formaba parte del contenido de una cajita verde claro con espejo en el dorso de la tapa.
– ¿Qué sientes al saber que una mujer yace muerta cerca de tu dormitorio? -preguntó Annika y anotó.
– Terrible -respondió Daniella Hermansson-. Pienso en la de veces que mis amigas y yo pasamos por aquí a altas horas de la noche al volver del bar. Podría haber sido cualquiera de nosotras.
– ¿Tendrás más cuidado de ahora en adelante?
– Sí, claro -replicó Daniella Hermansson convencida-. Nunca más pasaré por el parque de noche. No, corazón, no llores más…
Daniella se inclinó para coger de nuevo a su hijo en brazos, Annika anotaba y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Esto podría ser un titular, si lo trabajaba un poco más.
– Muchas gracias -dijo rápidamente-. ¿Puedes mirar a Bertil? ¿Cómo se llama Skruttis en realidad? ¿Cuántos años tiene? ¿Cuántos años tienes tú? ¿Cómo quieres que te nombremos…? Baja maternal, okey. Quizá no deberías estar tan contenta…
Murió la estudiada sonrisa de estrella de cine de Daniella Hermansson, esa que seguramente utilizaba en todas las fotografías de vacaciones y Navidad, y se trocó en confundida y desconcertada. Bertil Strand soltó una ráfaga de disparos mientras se movía alrededor de la mujer y del bebé con cuidadosos pasos de bailarín.
– ¿Si necesitara algo más te podría llamar más tarde? ¿Cuál es tu número de teléfono? ¿El código del portero automático? Por si fuera necesario…
Daniella Hermansson colocó al gritón de su hijo en el cochecito y se marchó contoneándose a lo largo del acordonamiento policial. Annika vio con disgusto cómo Arne Påhlson del Konkurrenten se acercaba a ella y la detenía al pasar. Por suerte el niño chillaba tanto que la mujer no se detuvo para ser entrevistada de nuevo. Annika exhaló un suspiro.
– No me digas cómo debo hacer mi trabajo -dijo Bertil Strand.
– Muy bien -respondió Annika-. ¿Qué hubiera pasado si se hubieran llevado el cuerpo mientras tú le comprabas helados a la concurrencia?
Bertil Strand la miró con desdeño.
– Cuando trabajamos no somos competidores, aquí todos somos colegas.
– Me parece que estás equivocado -dijo Annika-. El periodismo no se beneficia en absoluto si todos cazamos en manada. Deberíamos mantenernos cada uno por nuestro lado.
– Nadie se beneficia de eso.
– Sí, los lectores y la credibilidad del medio informativo.
Bertil Strand se colgó las cámaras del hombro.
– Qué bien que me lo cuentes. Yo sólo he trabajado en este periódico durante quince años.
¡Joder!, pensó Annika cuando el fotógrafo se marchó hacia sus colegas. ¿Por qué no podía mantener la boca cerrada?
De pronto se sintió mareada y sin fuerzas. Tengo que beber algo, ahora mismo, pensó. Sintió una inmensa alegría al ver que Berit venía andando desde Hantverkargatan.
– ¿Dónde has estado? -le gritó Annika y se encaminó hacia ella.
Berit resopló.
– Estaba sentada en el coche haciendo unas llamadas. He encargado el recorte del otro asesinato y he hablado con mis contactos policiales.
Intentó refrescarse infructuosamente agitando una mano.
– ¿Ha ocurrido algo?
– Sólo he hablado con una vecina.
– ¿Has bebido algo? Estás pálida.
Annika se quitó el sudor de la frente y de pronto tuvo ganas de romper a llorar.
– Me acabo de comportar como una estúpida con Bertil Strand -respondió a media voz-. Le dije que no debería compadrear con la competencia en el lugar del crimen.
– Esa también es mi opinión. Pero Bertil Strand no piensa así, lo sé -dijo Berit-. A veces puede resultar difícil ponerse de acuerdo con él, pero es un gran fotógrafo. Vete a comprar algo de beber. Yo me quedo de guardia.
Annika abandonó agradecida Kronobergsparken y bajó por Drottningsholmsvägen. Estaba haciendo cola para comprar una botella de Ramlösa en el Pressbyrån de Fridhemsplan, cuando vio un coche fúnebre doblar a la izquierda por Sankt Göransgatan y subir hacia Kronobergsparken.
– ¡Joder! -exclamó y salió corriendo hacia la calzada, un taxi tuvo que frenar en seco, luego cruzó Sankt Eriksgatan y regresó al parque. Pensó que se desmayaría antes de subir de nuevo.
El coche fúnebre había aparcado en lo alto de Sankt Göransgatan y en ese momento se apearon un hombre y una mujer.
– ¿Por qué estás tan sofocada? -preguntó Berit.
– El coche, el cuerpo -balbució Annika, posó sus manos sobre las rodillas y jadeó echada hacia delante.
Berit suspiró.
– El coche fúnebre se quedará aquí un buen rato. El cuerpo no va a desaparecer. No tienes por qué preocuparte, no nos perderemos nada.
Annika dejó el bolso en la acera y se enderezó.
– Lo siento -dijo.
Berit sonrió.
– Siéntate a la sombra. Voy a comprarte una bebida.
Annika se retiró cabizbaja. Se sentía como una idiota.
– No lo sabía -murmuró-. No podía…
Se sentó en la acera y apoyó de nuevo la espalda contra la pared del edificio. El suelo le quemaba el trasero a través de su fina falda.