Abandoné la residencia de los Miller exactamente seis minutos más tarde. Al parecer, treinta y cuatro años de abstinencia no contribuyen a mejorar la resistencia de uno.
– Guau, qué rapidez -observó Hugh al verme cruzar el patio delantero. Volvía a estar apoyado en el coche, fumando un cigarro.
– No me fastidies. ¿Tienes otro de ésos?
Sonrió y me ofreció el suyo mientras me miraba de arriba abajo.
– ¿Te ofenderías si te digo que esas alas como que me ponen?
Cogí el cigarro y entorné los ojos hacia él mientras aspiraba el humo. Un rápido vistazo para comprobar que no había nadie en los alrededores y cambié a mi forma habitual.
– Me debes una bien gorda -le recordé mientras volvía a ponerme los zapatos.
– Ya lo sé. Claro que hay quien diría que eres tú la que está en deuda conmigo. Vas a sacar un buen pellizco con esto. Más de lo que acostumbras.
Eso era innegable, pero tampoco tenía por qué sentirme bien al respecto. Pobre Martin. Geek o no, entregar su alma a la condenación eterna era un precio terrible a cambio de seis minutos.
– ¿Te apetece un trago? -me ofreció Hugh.
– No, ya es muy tarde. Me voy a casa. Tengo un libro que leer.
– Ah, por supuesto. ¿Cuándo es el gran día?
– Mañana -proclamé.
El diablillo se rió de la adoración que le profesaba a mi héroe.
– Sólo escribe narrativa para las masas, ¿sabes? Tampoco es que sea Nietzsche ni Thoreau.
– Oye, que no hace falta ponerse surrealista ni trascendental para ser un gran escritor. Lo sé bien; he visto unos cuantos en el transcurso de los años.
Mi aire imperioso hizo gruñir a Hugh, que me dedicó una reverencia burlona.
– Nada más lejos de mi intención que discutir con una dama de su edad.
Le di un beso rápido en la mejilla y caminé las dos manzanas que me separaban del lugar donde había aparcado. Estaba abriendo la puerta del coche cuando lo sentí: el cálido hormigueo que indicaba la presencia de otro inmortal en las proximidades. Vampiro, pensé, tan sólo un milisegundo antes de que apareciera a mi lado. Maldición, qué rápidos eran.
– Georgina, bella mía, dulce súcubo, mi diosa del placer -entonó, con las manos dramáticamente plantadas sobre el corazón.
Estupendo. Justo lo que necesitaba. Duane era posiblemente el inmortal más odioso que había conocido nunca. Llevaba el pelo rubio rapado casi al cero y, como de costumbre, hacía gala de un gusto espantoso a la hora de elegir atuendo y desodorante.
– Lárgate, Duane. No tenemos nada que decirnos.
– Oh, venga ya -arrulló, alargando la mano para sostener la puerta cuando intenté abrirla-. Ni siquiera tú puedes hacerte la recatada esta vez. Mírate. Estás radiante. Buena caza, ¿eh?
La referencia a la energía vital de Martin me hizo fruncir el ceño, consciente de que debía de estar envolviéndome. Obstinadamente, intenté abrir la puerta pese a la oposición de Duane. No hubo suerte.
– Estará fuera de combate durante días, según parece-añadió el vampiro, escudriñándome atentamente-. Sin embargo, me imagino que quienquiera que sea habrá disfrutado del viaje… en tus brazos y al infierno -me dedicó una sonrisa lánguida, revelando apenas sus dientes puntiagudos-. Habrá estado muy bien para que tengas ahora este aspecto tan caliente. ¿Qué pasó? Pensaba que sólo jodías con la escoria del mundo. Con los auténticos capullos.
– Cambio de política. No quería darte falsas esperanzas.
Sacudió la cabeza con admiración.
– Ay, Georgina, nunca me decepcionas… tú y tus agudezas. Claro que todavía estoy por conocer a la puta que no sepa usar bien la lengua, tanto en horas de trabajo como fuera.
– Déjame -le espeté, tirando con más fuerza de la puerta.
– ¿A qué viene tanta prisa? Tengo derecho a saber qué estabais haciendo aquí el diablillo y tú. El Eastside es mi territorio.
– No tenemos por qué acatar vuestras normas territoriales, y tú lo sabes.
– Aun así, la simple cortesía dicta que si estás en el vecindario… literalmente, como en este caso… deberías saludar por lo menos. Además, ¿cómo es que nunca hacemos nada juntos? Me debes un buen rato. Bastante tiempo pasas con esos otros perdedores.
Los perdedores a los que se refería eran amigos míos y los únicos vampiros decentes que conocía. La mayoría de ellos, como Duane, eran arrogantes, carecían de aptitudes sociales y estaban obsesionados con la territorialidad. En eso se parecían a casi todos los mortales con los que me había relacionado.
– Como no dejes que me vaya, te voy a enseñar una nueva definición de «simple cortesía».
Vale, era una frasecita estúpida digna de cualquier película de acción de segunda categoría, pero no se me ocurrió nada mejor en aquel momento. Intenté que mi voz sonara lo más amenazadora posible, pero era pura bravuconería, y él lo sabía. Los súcubos gozaban del don del carisma y el cambio de forma; los vampiros tenían superfuerza y velocidad. Lo que esto significaba era que mientras que uno de nosotros podía integrarse mejor en las fiestas, el otro era capaz de romperle la muñeca a un hombre con un simple apretón de manos.
– ¿Estás amenazándome en serio? -me acarició la mejilla juguetonamente con una mano, consiguiendo erizarme el vello de la nuca… no de forma placentera. Me revolví-. Eso sí que es adorable. Y enardecedor. De hecho, creo que me gustaría verte a la ofensiva. Quizá si te comportaras como una niña buena… ¡ay! ¡Zorra!
Aproveché el resquicio de oportunidad que me brindaban sus manos ocupadas. Un rápido estallido de cambio de forma y aparecieron unas afiladas garras de siete centímetros en los dedos de mi mano derecha, con las que le crucé la mejilla. Sus reflejos superiores me impidieron llegar muy lejos con el gesto, pero conseguí hacerle sangre antes de que me apresara la muñeca y me la aplastara contra el coche.
– ¿Qué ocurre? ¿Te parece poca ofensiva? -conseguí preguntar pese al dolor. Más líneas de guión de película mala.
– Qué graciosa, Georgina. Muy graciosa. A ver si sigues teniendo ganas de bromear cuando te…
Unos faros destellaron en la noche cuando un coche dobló la esquina del bloque adyacente y se dirigió hacia nosotros. En esa fracción de segundo, pude ver la indecisión en el rostro de Duane. Nuestro téte á téte sin duda no pasaría desapercibido para el conductor. Mientras que Duane podía matar fácilmente a cualquier mortal entrometido (diablos, si eso era lo que hacía para ganarse la vida), sus superiores no verían con buenos ojos que la muerte estuviera conectada con su acoso hacia mi persona. Hasta un gilipollas como Duane se lo pensaría dos veces antes de buscarse esa clase de embrollo.
– No hemos terminado -siseó, soltándome la muñeca.
Yo creo que sí -podía sentirme más valiente ahora que la salvación estaba en camino-. La próxima vez que te acerques a mí será la última.
– Mira cómo tiemblo -sonrió con afectación. Sus ojos brillaron una vez en la oscuridad, y desapareció, perdiéndose de vista en la noche al mismo tiempo que el coche pasaba por nuestro lado. Gracias a Dios por cualquiera que fuese la aventura o la escapada a comprar helado que habían sacado al conductor de casa esta noche.
Sin más dilación monté en el coche y me alejé, ansiosa por regresar a la ciudad. Intenté ignorar el temblor de mis manos sobre el volante, pero lo cierto era que Duane me aterraba. Me lo había sacudido de encima un montón de veces en presencia de mis amigos inmortales, pero plantarle cara a solas en una calle oscura era harina de otro costal, sobre todo porque todas mis amenazas carecían de fundamento.
Lo cierto era que aborrecía la violencia en todas sus formas. Supongo que esto se debía al hecho de haber vivido periodos de la historia cuyos niveles de crueldad y brutalidad no podría comprender jamás ninguno de los habitantes del mundo moderno. La gente dice que corren tiempos violentos ahora, pero no tienen ni idea. Claro que, hace siglos, me producía cierta satisfacción ver a un violador castrado sin el menor reparo por sus crímenes, sin interminables dramas en los juzgados ni puestas en libertad anticipadas por «buena conducta». Lamentablemente, quienes se entregan a la venganza y se toman la justicia por su mano rara vez saben dónde está el límite, de modo que me quedo con la burocracia del sistema judicial actual sin dudarlo.