– Sólo en Córdoba.
– Averigüe si alguien del vagón bajó allí.
Tras decirlo, se desentendió por completo del empleado de Renfe, oyéndolo salir a su espalda. Se concentró sobre los pasajeros. Pudo observar que eran dos hombres, los cuales debían viajar solos, y una pareja, de más edad, que ocupaban asientos adyacentes.
– ¿Están ustedes sentados en el lugar que les corresponde?
Por toda respuesta, como un murmullo, escuchó un mustio "sí, señor".
Uno de los hombres, de unos treinta y tantos años, bien vestido, se encontraba en el asiento doce D. Es decir, detrás de los muertos según la dirección del tren, aunque en la hilera contraria.
El otro hombre, que también debía de viajar solo, en el asiento cuatro A, junto a la ventanilla, en la misma línea de los asesinados y por delante de ellos. Éste no tendría más de veinticinco años, vestía ropa deportiva, con pelo largo y negro recogido en una coleta.
El matrimonio, de alrededor de sesenta años, ocupaba los asientos dos C y D. Es decir, al principio del vagón según se entraba. Parecían personas totalmente normales, aunque asustadas. "No es para menos", pensó Quintero. "No todos los días se viaja con un par de cadáveres calientes". No pudo evitar un gesto de reproche hacia sí mismo al percibir, una vez más, lo cínico que le volvía su profesión. Se encogió imperceptiblemente de hombros diciéndose "¡qué se le va a hacer!", cuando la subida de unos hombres al vagón atrajo su atención. Allí estaban los de la científica y el juez. Poco después los dejó haciendo su trabajo, no sin antes indicar que acompañasen a la sala Club AVE de la estación a aquellos cuatro pasajeros, para comenzar a interrogarles en cuanto pudiera.
Ya en el andén pudo observar, por las ventanillas exteriores del tren, que el nerviosismo del resto de viajeros subía de tono. Decidió llamar al subinspector Ramírez.
– Oye, Juan, ¿os queda mucho?
– No, prácticamente hemos acabado de identificar a todos -respondió el delgado joven policía, de poco menos de cuarenta años, que trabajaba con Quintero desde hacía más de un lustro.
– Bien, me parece que aquí vamos a poder hacer poco más con ellos. Si alguno te parece sospechoso, retenle para que le interroguen inmediatamente los de Información; si no, déjalos marchar, pero adviérteles que podrán ser llamados para interrogarles posteriormente. Anotad sus teléfonos, y que digan dónde estarán localizados durante la próxima semana. Lo mismo con la tripulación, exceptuando a las dos chicas que llevaban el carrito de los regalos y descubrieron a los muertos. A ésas quiero verlas ahora, así como a la azafata que atendía ese vagón y al mandamás de la tripulación.
– De acuerdo, jefe.
El inspector de policía vio alejarse a su subordinado presto a cumplir las instrucciones recibidas.
Quintero se tomó un respiro.
Había sido un día duro, aunque en el fondo casi como otro cualquiera. Demasiados casos y poco personal. O sea, la cantinela de siempre.
Esa noche, apenas había terminado de cenar con su mujer y los niños, cuando una llamada del comisario le indicó que se personara inmediatamente en la estación de Santa Justa, pues el jefe del tren AVE que salió de Madrid a las veinte horas había comunicado que traía dos muertos en su vagón último. Que no sabía mucho más, salvo que las azafatas, al descubrirlos, creían haber visto sangre. Rápidamente dio instrucciones para que varias brigadas se personaran en la estación y aislaran de la gente el andén y aledaños por donde fuera a entrar el convoy. Conectó en directo con el jefe de tren, ordenándole que no permitiera salir a nadie del vagón donde estaban los muertos, y que no se abrieran las puertas al resto de viajeros hasta que él mismo lo autorizara.
Cuando llegó a Santa Justa ya había allí varias dotaciones cumpliendo sus órdenes.
Ahora, tras haber revisado el vagón de los muertos, comenzó a intuir que aquello no iba a ser fácil. Y lo peor serían las presiones de su jefe y de los medios de comunicación debido a lo espectacular del suceso. En primera instancia, el sentido común le decía que los asesinatos los tenían que haber realizado una o varias de las cuatro personas que ocupaban el mismo vagón. Pero ¿sería realmente así? ¿Tan absurdamente evidente? ¿Alguien asesina a dos tipos y después se queda allí esperando a que le cojan? Es verdad que, si no lo habían hecho, al menos deberían haber visto quién lo hizo. Aunque no dejaba de llamarle la atención que ninguno hubiese realizado algún comentario al respecto cuando él estuvo en el vagón. O estaban muy asustados, o bien no sabían nada. ¿Podrían haber sido todos ellos? ¿Por qué no?
"¡Mierda!", pensó. "Esto va para largo. Otra noche que no podré dormir".
Se encaminó hacia la sala Club AVE de la estación. A su alrededor los pasajeros comenzaban a salir del tren con rostros de circunstancias. El andén se animó con la gente que buscaba las escaleras mecánicas, arrastrando sus equipajes apresuradamente. Todos tendrían mucho que contar en casa.
Quintero los miró, y entre ellos pudo divisar a un caballero de unos cincuenta años, pelo ligeramente canoso, delgado y bien vestido, que se dirigía hacia la salida con paso decidido. Le recordó a su amigo Víctor Saltero, el hombre que mejor vivía de España y, probablemente, una de las mentes más brillantes que nunca había conocido. Se debían múltiples favores mutuos, habiendo colaborado en diversos casos con notable éxito. "Quizá fuera un buen momento para llamarle", pensó. Por un instante dudó en hacerlo, pero la imagen de su jefe exigiéndole resultados rápidos le animó a registrar el interior de su chaqueta en busca de su teléfono móvil.
Capítulo 2
El mayordomo entró en el salón, como siempre, sin oírsele llegar. Parecía que no andaba, que se desplazaba levitando. Vio a Víctor Saltero disfrutando un Cardhu con agua y una sola piedra de hielo, que él mismo le había servido poco antes, mientras leía un libro sentado en su cómodo sillón, iluminado por la luz acogedora de una elegante lámpara de pie.
– Señor, lamento interrumpirle.
– ¿Si? -dijo el aludido, levantando la vista de la lectura-. ¿Qué sucede?
– Está al teléfono el inspector Quintero. Parece que tiene cierta urgencia por hablar con usted.
– Muy bien. Pásemelo.
Instantes más tarde el criado entregaba a Saltero el teléfono inalámbrico, para después desaparecer tras la puerta del salón.
– ¿Cómo estás? -preguntó Víctor por toda salutación.
– Escucha, abogado -oyó decir al otro lado, reconociendo inmediatamente la voz de su amigo, aunque más tensa de lo normal-. Estoy en Santa Justa, en la estación, con dos muertos en el AVE que acaba de llegar de Madrid.
– Bien -el tono del letrado sonó neutro, esperando que el otro siguiera.
– ¿Cómo bien? Lo que quiero es que vengas inmediatamente.
Por un instante Saltero reflexionó la respuesta, para después afirmar:
– Tienes del don de la inoportunidad. Estoy citado con Irene en media hora…
– Este asunto no me gusta -interrumpió el policía sin dar síntomas de haber oído al amigo-. Por ello, te daré la posibilidad de echarme una mano, y así podrás tener tema para una nueva novela. Te espero en diez minutos.
Sin más, colgó el teléfono.
Víctor se levantó, dejó el inalámbrico sobre la mesa y sonrió para sí mismo: Quintero nunca cambiaría; era un hombre de carácter.
Le conocía desde la época en que peleaba en los tribunales, hacía ya unos años de eso, cuando tenía su prestigioso bufete jurídico. Desde entonces había mantenido una extraña amistad con él, para tratarse de un policía y un abogado; conservando, de alguna forma, un mutuo respeto profesional.
Recientemente le había ayudado a resolver el caso de las dos mujeres desaparecidas en un barrio de Barcelona, una de ellas pariente de Hur, y ahora se encontraba escribiéndolo, de forma novelada, con el título de El amante de la belleza.