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– Se refiere a las que llevaban el carrito de los recuerdos del AVE y descubrieron a los dos muertos, ¿no es así? -interrumpió el inspector mientras limpiaba con una servilleta los cristales de sus gafas, que se volvió a colocar.

– Sí, a ésas. Gritaron, no es para menos con el susto que se llevarían las pobres, y nos despertaron a mi marido y a mí. Al principio no entendíamos lo que sucedía. Después… después miramos hacia atrás y vimos la sangre…

– Tranquilícese, señora. ¿Quiere que le traigan algo?

La mujer tenía los ojos húmedos de las lágrimas que comenzaban a insinuarse.

– No -rechazó la oferta con decisión renovada-. Señor policía, quiero ir a casa cuanto antes con mi marido. Nosotros no sabemos nada, ni vimos nada. No podemos ayudar.

Quintero hizo caso omiso a la petición de María de Gracia; como si no la hubiese oído, continuó:

– La única parada intermedia que realizó este tren fue en Córdoba, según creo. ¿Alguien del vagón de ustedes bajó allí?

– No, no, señor.

– Es decir, que llegaron a Sevilla los mismos pasajeros que habían subido en Madrid, ¿no es así?

– Sí.

Quintero reflexionó unos instantes, y tras otra rápida mirada a Víctor, se dirigió al uniformado que permanecía en la puerta.

– Tráigame al marido de esta señora.

Mientras el policía salía a cumplir la orden recibida, en la habitación se hizo un pesado silencio.

En ese mismo instante entró Juan Ramírez haciendo un gesto significativo a Quintero, mostrándole un papel que tenía en la mano.

En el momento en que el inspector se acercaba a su subordinado, entró el marido de la mujer que interrogaban. Se sentó junto a su esposa y la abrazó cálidamente, con un gesto protector.

Quintero recogió el papel que Ramírez le mostraba. Lo leyó. Se detuvo pensativo unos instantes y después se lo entregó a Víctor Saltero.

– Gracias, Juan -dijo por toda despedida al subinspector.

El abogado lo leyó: "Los muertos son dos etarras excarcelados hace pocos meses. Se llamaban Manex Olavarria y Ander Arrufe. Con cuarenta y nueve, y cuarenta y cinco años, respectivamente. Fueron acusados y condenados por atentado terrorista”.

El abogado extendió la mano y, sin comentario alguno, devolvió el papel a Quintero.

Este intentó concentrarse en el interrogatorio, lo que le costaba trabajo dado el insospechado cariz que había tomado el asunto.

– Su señora nos ha informado del motivo de su viaje, de que usted está jubilado y de que no vieron nada extraño en ese tren. Permítame una pregunta: ¿han vivido alguna vez en el País Vasco?

– No, nunca. Ni siquiera lo conocemos -respondió el marido mientras ella asentía con la cabeza.

– ¿Conocen a alguien que viva allí, o tienen algún pariente?

La respuesta fue negativa. De nuevo se hizo el silencio.

Quintero era consciente de que estaba desconcertado. Aquellos nombres, que acababa de conocer, daban una nueva dimensión al caso y, definitivamente, no le gustaba.

– Nos van a perdonar un momento -dijo al matrimonio, a la vez que se levantaba y hacía un gesto a Víctor para que le siguiera.

Instantes después, los dos hombres entraban en la habitación que utilizaban los empleados de aquella sala como almacén. Tras de sí, cerraron la puerta.

– ¡Joder! ¿Qué te parece?

– Que tienes un problema. Pero baja la voz.

Quintero golpeó una caja con irritación.

– ¡Coño, me tuvo que tocar un sucio asunto de etarras! Y tal y como están estos temas hoy en día…

– Bueno, tranquilízate.

Callaron unos instantes.

– ¿Qué opinas? -preguntó el inspector, con el tono de resignación que produce lo inevitable.

– Debes hablar con tu jefe; éste es un asunto para los de antiterrorismo.

Quintero hizo un gesto de asentimiento. Cogió el móvil y llamó al comisario. De forma breve y concisa le explicó lo que sabía hasta ahora, pidiéndole que se hiciese cargo del asunto la división especializada correspondiente, dada la identidad de los asesinados. Aquél le respondió que contestaría en unos minutos y colgó.

– Dice que ahora me dará instrucciones.

Los dos hombres salieron del almacén y se dispusieron a esperar la llamada del comisario, separados unos metros de donde se encontraban el resto de policías y personas a interrogar.

Quintero tomó un bote de zumo de tomate de la vitrina que, con diversas bebidas y frutos secos, estaba allí a disposición de los pasajeros de clase preferente. Lo abrió, vertiendo su contenido en un vaso de plástico transparente.

– ¿Quieres? -ofreció a Víctor, el cual negó con la cabeza.

Mientras lo bebía daba cortos paseos, con evidentes muestras de impaciencia.

Saltero se sentó en uno de los cómodos sillones de la sala, desde donde contemplaba los mal disimulados nervios del amigo. Parecía que la llamada del comisario se retrasaba. No obstante, el móvil terminó sonando.

Quintero, prácticamente, no hablaba, sólo escuchaba. Al cabo de un momento colgó con cara de pocos amigos. Tras ello volvió a realizar un gesto a Víctor para que le siguiera y volvieron a entrar en el almacén.

– ¡Me largaron el marrón!

– ¿Qué ha pasado?

– Pues dice que, en principio, hasta que no se demuestre lo contrario, esto no es un caso de terrorismo, y así lo comunicará a la prensa. Me ha ordenado abandonar cualquier otro asunto y que me dedique con exclusividad a este tema.

– No cabe duda -dijo reflexivamente Saltero- que el comisario habló con los políticos. A éstos, en el momento que vive el país, no les interesan líos con ETA. Es la única explicación que encuentro, porque en otras circunstancias este caso correspondería a los de antiterrorismo, y no a la Policía judicial. En definitiva, le quieren dar carácter de un problema normal de inseguridad ciudadana.

– Evidentemente, abogado. Como casi siempre -matizó-, has dado en la clave. Pero al menor indicio que encuentre de que estamos ante un tema relacionado con el mundo del terrorismo, exigiré mi retirada del caso -concluyó-. ¡Mierda, me tocó!

Se hizo un silencio entre los dos hombres. Quintero golpeaba rítmicamente con los dedos una caja de latas de cerveza.

– ¿Qué puñetas hacemos ahora? ¡Tengo muy poca experiencia en estos asuntos! Lo mío son los chorizos corrientes…

– Primero, tranquilízate. Debemos tratarlo como cualquier otro caso de asesinato. Olvida que las víctimas sean etarras en este caso. Por tanto, sigamos el interrogatorio de esos cuatro, y tras ello el de los tripulantes. Alguien tiene que haber visto algo. El forense te dirá a la hora que los mataron, y a partir de ahí habrá que reconstruir lo sucedido. No es igual que fuese antes de la parada de Córdoba, pues los asesinos podrían haber abandonado el tren en esa estación, a pesar de lo afirmado por ese matrimonio; o después, en cuyo caso no pudieron huir y llegaron hasta Sevilla. Y, por último, comprueba con los de la científica si alguno de éstos tiene restos de pólvora en las manos producto de los disparos. Aunque supongo que no será así.

Quintero asintió algo más calmado.

– ¿Qué piensas de esa parejita de jubilados?

– Nada. Aún nada.

– Estos no parecen tener nada que ver.

– Seguramente no. Pero termina el interrogatorio y ya veremos.

Quintero miró al amigo.

– Oye, abogado, ¿tú nunca pierdes los nervios?

Víctor Saltero sonrió.

– Eso no sirve de nada.

Los dos hombres salieron del almacén y volvieron al saloncito donde, claramente inquieto, permanecía el matrimonio.

Tras sentarse nuevamente frente a ellos, y ocupar Saltero el mismo asiento anterior, el inspector preguntó:

– ¿Han intentado recordar quiénes entraron en el vagón durante el viaje?

– Señor, una azafata al principio para entregar los auriculares -respondió Vicente- y, al final, las del carrito de recuerdos que nos despertaron a los dos.