Víctor tomó el papel y comenzó a señalar las columnas:
– La primera columna te indica el número de jugadas que llevamos. La segunda, las fichas que debemos poner en cada número de los siete que jugamos en la ruleta. La tercera, el total de fichas que exponemos en cada una de las jugadas; es decir, cada vez que tiran la bolita. La cuarta columna, las fichas que llevamos acumuladas como pérdidas en las diversas tiradas que no hemos ganado. La columna de premio nos indica lo que nos pagarán si acertamos en esa tirada; como podrás ver, supera siempre lo que llevamos invertido. Y la última, la de fichas de retorno, las que te devuelven, correspondiendo a las que estaban colocadas en el número ganador. Es decir, que cuando alguno de estos números salga antes de diecisiete tiradas, inevitablemente, ganas. Y una vez que ganas, da igual que sea en la segunda como en la décima tirada, debes comenzar otra vez desde el principio. En definitiva, de nuevo con una sola ficha por número a pleno.
– ¿Por qué pones un máximo de veinte fichas por número?
– Porque el Casino tiene un tope de cincuenta euros a pleno. Si no fuese así, inevitablemente perderían siempre; sólo sería cuestión de aguantar e ir subiendo cada vez que no te sale. Como nosotros vamos a cambiar fichas de valor 2,5 euros, si los multiplicamos por veinte, tienes los cincuenta de máximo.
– ¿Qué sucede si después de las dieciséis jugadas no ha salido ningún número de los nuestros?
– En ese caso debes hacer igual que cuando estabas al principio de la tabla. Por eso te dije que hay que aguantar, pero es muy difícil que no toque ninguno de tus siete números durante dieciséis jugadas consecutivas. Es más, lo normal es que toque antes de las diez primeras.
Tras pagar la cena, se acercaron a la zona de juego. Escogieron una de las mesas de ruleta y cambiaron mil euros en fichas de un color. Cinco personas más jugaban allí.
Decidieron escoger los números 2, 7, 11, 13, 17, 19 y 22. En cada uno de ellos pusieron una ficha a pleno. En la primera tirada no les tocó. Sería en la sexta cuando salió el 19. Quintero no pudo evitar una exclamación de alegría cuando vio cómo aumentaba el montón de fichas, que, anteriormente, parecían disminuir peligrosamente. Les entregaron setenta nuevas fichas por el premio conseguido, además de devolverles las dos del número que les había tocado.
– ¿Y ahora qué hacemos? -el policía, tras un momento de duda, sugirió-. ¿Nos largamos con los beneficios?
– No, hombre, no -respondió Saltero en voz baja y sonriendo-. Esto es sólo el principio. Ahora comenzaremos otra vez con una ficha por número.
Dos horas más tarde, a Víctor le costó trabajo convencer al policía de que se fuesen. Este contaba con emoción los beneficios de la noche, que ya superaban, ligeramente, los mil euros.
Por el camino de vuelta, en el automóvil, Saltero explicaba al amigo que el método se podía aplicar de la misma forma jugando a rojo y negro, a par o impar, o a tercios. El fundamento de la idea era idéntico: ir subiendo la apuesta, de manera que, cada vez que tocara, te pagaran un premio superior a lo invertido hasta entonces, y, tras ello, volver a comenzar el ciclo. Víctor reía cuando el inspector le sugirió que por qué no venían con más frecuencia al Casino: se sacarían un fantástico sobresueldo.
Daban las doce cuando ambos hombres llegaban a la casa del abogado en la calle Betis.
La noche no invitaba a estar en la terraza del ático. Hacía frío; así que Víctor y Quintero se habían sentado en el salón en sendos confortables sillones, desde los que se veían las luces de Sevilla, con la Giralda y la Torre del Oro al fondo, y las aguas del Guadalquivir jugando con el reflejo de las farolas iluminadas.
Hur les sirvió unas bebidas: al abogado, Cardhu con agua y una piedra de hielo, y al policía, un cubalibre de ron. Tras ello, el criado, se retiró discretamente.
– Oye -dijo en voz baja el inspector-, ¿ese mayordomo gorrón no oirá todas tus conversaciones?
– ¿Te preocupa lo que vayamos a comentar? -el tono de Saltero iba cargado de sorna, mientras miraba intencionadamente al amigo.
– No. Por mí, no. Pero ¿cómo te las apañas cuando está aquí Irene?
– Pues igual que contigo…
– Hombre, con ella harás cosas que no hacemos nosotros…
– ¿Tú crees? -Víctor miraba socarronamente al amigo.
– Está bien -el inspector hizo un gesto para indicar que no era su tema-. Allá tú con tus asuntos.
– ¿Cómo andan tu mujer y los niños? -preguntó Saltero.
– Dando la lata. Como siempre.
– No conozco a nadie que se queje más injustamente que tú, pues en el fondo no puedes vivir sin ellos.
– Es verdad: ni con ellos, ni sin ellos. Cuando no los veo durante unos días, los echo de menos. Cuando los veo demasiado, los echo de más. ¡Ésa es la vida! La cosa consiste en no estar nunca contentos -y, al hilo de la conversación, como si de repente se acordase, el policía continuó-: Oye, y tú, ¿cuándo piensas casarte con Irene? Alguna vez lo harás, ¿no?
– ¿Te preocupa mi felicidad o, simplemente, es por aquello de mal de muchos consuelo de tontos?
– Se nota que eres abogado; pero, además, por tus venas debe de correr alguna sangre gallega, pues te pregunten lo que te pregunten, respondes lo que te da la gana. Anda, dejémoslo -dijo Quintero con un gesto de impotencia-. Hoy, después del dinero que me has hecho ganar, no me siento con fuerzas para discutir contigo. Volvamos a la realidad y vayamos al asunto.
– Empecemos por los dos etarras muertos, si te parece.
– Está bien -el policía se detuvo un momento para después continuar-. Salieron de la cárcel habiendo cumplido poco más de un tercio de las condenas que tenían por asesinato. Ambos se habían apuntado a la Universidad vasca y a otros trabajos. Todo ficticio, como sabes, pero con ello consiguieron reducciones muy significativas de sus penas. En fin, lo que ya conoces de este país: si matas a un hombre, vas a la cárcel una larga temporada; pero si asesinas a mil, eres un patriota heroico y los políticos negocian contigo. Yo no entiendo de leyes como tú, pero todo eso me parece una barbaridad.
Víctor le miró y se encogió de hombros.
– Qué quieres que le hagamos -contestó-. Esas cuestiones están fuera de nuestro alcance; sigamos con el tema: ¿qué sabes de los atentados en que participaron los etarras muertos?
– Parece ser que dos: el primero, un guardia civil en Rentería, el típico tiro en la nuca, y por ello se les condenó; el segundo, aunque no quedó suficientemente probado, un coche bomba en la Costa del Sol, donde murió un turista. Ambos formaban parte de un mismo comando, cayéndoles idénticas condenas y habiendo sido soltados al mismo tiempo.
– ¿Qué hacían ahora?
– Trabajaban en Madrid para una cooperativa vasca de productos alimenticios congelados. O sea, vendedores. Atendían la zona de Andalucía fundamentalmente.
– ¿Se sabe si actualmente realizaban algún tipo de actividad política o para la banda?
– No, al menos no tenemos constancia y, además, no lo creemos, pues eran unos tipos quemados para el grupo terrorista.
El policía contó a Víctor todo lo que sabían hasta ese momento: había aparecido la pistola envuelta en una bolsa de plástico y escondida en una papelera del vagón número seis, junto a unos guantes de lana, los cuales, indudablemente, habían sido empleados en estos asesinatos. La pistola no tenía huellas de ningún tipo. Era una "cunera", es decir, sin número de identificación, con silenciador. Se había podido establecer que con ella había asesinado a aquellos dos hombres; por tanto, una sola persona había disparado. Los disparos fueron realizados a un metro de las victimas. Por otro lado, de los nuevos interrogatorios no se habían deducido grandes cosas, puesto que los tripulantes no recordaban haber visto entrar o salir a nadie del vagón ocho; aunque esto no significara nada especial, pues ellos no controlaban ese tipo de movimientos. En definitiva, cualquiera podía haber entrado o salido sin que nadie le observara. No obstante, las fotografías de todos los ocupantes del fatídico vagón habían sido enseñadas a los pasajeros que ese día iban en el AVE y a toda la tripulación, sin éxito. Aún se estaban investigando las declaraciones. De los viajeros, sólo tres personas parecían tener relación directa con el País Vasco. Por otro lado, el forense había establecido el momento de los asesinatos entre las veintiuna cincuenta y las veintidós horas. Es decir, pasada la estación de Córdoba. Por tanto, el asesino había tenido que llegar a Sevilla en el tren.