Выбрать главу

Mientras tanto, seguí trabajando. Daba vueltas por medio Buenos Aires con el taxi y con cada pasajero sufría una absurda decepción. A lo mejor esperaba verlo todavía en una esquina, más joven y entero, haciéndome señas para darse una vuelta conmigo. «¡Míster Mareco!, ¿qué hacés de taxista? A vos también te dieron duro, ¿eh? Llevame al centro, dale. Voy a culearme a una gringa que me hace feliz.»

Me parecía mentira que con tanto desahuciado suelto, tantos descosidos que cuelgan de los hilos porque no hay alma piadosa que se atreva a cortárselos, le hubiese tocado a él, sobreviviente nato, náufrago por naturaleza de este país que se fue a pique hace rato sin que nos diéramos cuenta.

Cuando volví a casa, en la tarde del tercer día, encontré el llamado en el contestador.

«¿Mareco?», preguntaba como acariciando una voz de mina. «¿Mareco? Contestá si andás cerca… ¿Mareco?» Una pausa y un suspiro de impaciencia: «Soy Gloria, Mareco. La carta que recibiste no te la mandó el finado». Una risita pequeña, de muñeca a la que se le aprieta el ombligo de plástico: «Tengo algo para vos, Mareco. Buscame».

Y yo, que había pensado mal de la Pecosa. Sin mirarme a los ojos, sin saber siquiera si existía, ya me calentaba de esa manera.

El Chivo siempre había sido bueno para elegir sus relaciones. Acertaba con el afecto, como un buitre con el cálido corazón intacto en medio de la carroña. No lo imaginé nunca con mujeres frígidas, aunque no sé qué hizo de su vida después que dejó el rugby.

Buscame, rogó la Pecosa, pero dónde. La comunicación se había cortado y no volvió a llamar.

Me di una ducha, encontré al peón del taxi en la parada de siempre -Avenida de Mayo y Piedras- y le di el auto para la vuelta nocturna.

– El primer viaje lo hago yo -le dije-, llevame a Tacuarí y Caseros.

4

Quien conozca Buenos Aires sabe que las avenidas De Mayo y Rivadavia la cruzan de este a oeste como el muro a Berlín, antes de que lo tiraran abajo. El obelisco, la Recoleta, el barrio norte y el puerto reciclado, la vidurria de los restoranes, las librerías de Corrientes con Joyce, Faulkner y Kafka por un peso, el Colón con Pavarotti o Plácido Domingo que cobran fortunas por trinar en el Tercer Mundo y la sinfónica nacional o el ballet estable currando todos los días y casi por nada. Ciudad engreída y pretenciosa por un lado, Berlín oeste. Y desolada por el otro, oriental sin comunistas. Oriente que para colmo es sur, paredón y después, final sin sorpresas, esa clase de abandono que hasta deja tiempo para la melancolía, como un bandoneonista al que un infarto acuesta de a poco sobre el fueye.

Tacuarí y Caseros, puterío con categoría de hotel para familias, no era el mejor lugar para hacer un examen de conciencia.

– Tenga cuidado -me aconsejó el peón del taxi cuando llegamos, como si le importara.

Planta baja y dos pisos, sin puertas, un pasillo mugriento y oscuro donde a lo mejor a comienzos de siglo hubo alfombra roja. El Chivo tenía razón, gritos y olores saturan esos inquilinatos sin verdaderos inmigrantes, colmados de hermanos latinoamericanos sin agallas para convertirlos en conventillos de buena ley.

Encaré como si fuera de la casa, aunque sólo tuviera la descripción seguramente fantasiosa de la crónica del diario. Por la mitad de la escalera hacia el primer piso se me cruzó una gorda desaliñada, un coágulo de pura grasa transpirada preguntándome qué busca. Le dije que allí había muerto un amigo y que, como según su testamento me había dejado algo, venía a ver si lo encontraba en la que había sido su pieza.

– ¿Cómo sé que no es poli?

Ocupaba, increíblemente, casi toda la luz de la escalera. Para pasar, tendría que haberme sumergido en ese pozo ciego adiposo, abrirme paso entre sus carnes como si estuviera naciendo de nuevo a los cincuenta y siete. Preferí hacerme amigo de la gorda.

– Lo sabe, simplemente -dije sonriendo.

– Tiene razón -aceptó, halagada porque le reconocieran su olfato-, los polis apestan.

Giró despacio, resoplando, y me dijo que la siguiera.

– Aunque a esa pieza la ocupan ahora dos familias de bolitas. Si había plata de su amigo ahí, despídase.

– De todos modos era poca -la consolé.

– Tratándose del Chivo, un cambio de cien ya sería una fortuna -dijo la gorda.

Se detuvo frente a la puerta de la habitación y la abrió de un saque, estilo Gestapo.

– ¡Afuera! -les gritó a los bolivianos que, amontonados en dos catres como cubanos sobre sus balsas, estaban comiendo con la mano albóndigas con puré-. ¡El señor viene a revisar!

Nadie protestó. Salieron mirando al piso, dos hombres con sus mujeres y media docena de chicos, callados y en fila, masticando las albóndigas.

– Mire bien -dijo la gorda, severa-, a ver si estos ladrones no se quedaron con algo.

Escuché un murmullo a mis espaldas mientras entraba, le reclamaban a la gorda que los llamara ladrones pero el rezongo sonaba como un rezo, las eses afiladas por el odio, aunque al mismo tiempo el miedo les apretara las mandíbulas.

Me dio un poco de asco revolver en esos hatos de ropa tirados en el piso o arrugados en valijas de cartón, asco por el olor y la mugre, y asco por mí mismo. Esa gente debió vivir con alguna dignidad en las afueras de La Paz o de Oruro, y hasta en los húmedos arrabales de Santa Cruz de la Sierra. Sin embargo estaban en aquella mazmorra, encandilados por quién sabe qué promesas de subterránea prosperidad. Difícilmente reconocerían ante el espejo su estirpe de indios secos y misteriosos, humillados por una ciudad extranjera opresiva y racista de la que, en ese momento, la gorda había asumido su rol de sacerdotisa.

– No se preocupe, son ilegales -me dijo al oído con su aliento a cebollas-, un perro vagabundo tiene más papeles que éstos. ¿Encontró algo?

Encontré una foto. Los bolivianos le habían puesto un baúl encima y el papel se había quebrado. Pero ahí estaba, aunque fracturada, la sonrisa joven y la mirada limpia del Chivo.

– Mi amigo -me ufané ante la gorda-. El estilo de campeón nunca se pierde.

– ¿Eso buscaba?

No le confesé que buscaba mil quinientos dólares en efectivo porque se me habría reído en la cara. Le hablé, en cambio, de Gloria la Pecosa. No hizo falta que la describiera, parecía conocerla bien.