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No lo contradije: interrumpir su discurso me habría alejado tal vez definitivamente del conocimiento de los hechos, y si me había metido en aquel baile de pistoleros era para saber qué pasó con mi amigo.

– Para no quemarse, algunos milicos se pusieron a la sombra de argentinos en el exterior presuntamente insospechables, gente limpia de contactos con la guerrilla, por supuesto, pero que tampoco fueran ladrones. No es fácil encontrar un compatriota que no sea ladrón. El Chivo reunía las condiciones: deportista, un rugbier cuya estrella declinaba sin escándalos, un negrito del interior reconocido en Europa aunque de relativa notoriedad en este país donde el único deporte que le importa a la gente es el fútbol.

– El encuentro con Victoria Zemeckis no fue casual.

– Con Pinto Rivarola -me corrigió-. Viuda de un coronel «caído en un enfrentamiento» porque no estuvo de acuerdo con amontonar zurdos en el Olimpo o la Esma para faenarlos. Dicen que el coronel Pinto Rivarola se le plantó a su jefe de comando y amenazó con declarar en el exterior lo que sabía «si no paraban la matanza». Apareció tirado en una zanja, junto a la banquina de la ruta nueve antigua, cerquita de Maschwitz.

– Nadie formulaba esa clase de amenazas y se iba después a casa a darse una ducha, me parece pelotudo -objeté.

– Ahí está el meollo -celebró Gargano mi perspicacia-, ésa fue la historia oficial, pero lo cierto es que Victoria enviudó por decisión propia. Harta del milico pundonoroso, que además era un quintacolumnista de los montos en el ejército, fue ella quien en realidad lo entregó, y recibió de premio lo que sería el germen de su floreciente negocio: proveedores de merca y zonas para trabajarla, contactos para venderla afuera, en fin, el kit completo.

– Nunca tuvo demasiados escrúpulos.

– ¿Querés la verdad o querés una colección en fascículos de fábulas de Esopo con moralejas? -se crispó Gargano.

– Sólo la verdad -lo tranquilicé.

– Como tanta mujer de milico, Victoria soñaba con tener su boutique. Que fuera de ropa o cocaína le importó poco, sobre todo porque la instalación de los negocios y su abastecimiento corrían por cuenta de los proveedores, ella lucraba con el merchandising.

– Con el franchising, querrás decir.

– Eso, y la inmunidad para entrar y salir de la Argenti na con lo que fuera y siempre por el salón vip, la marearon y le hicieron olvidar que el suyo era un poder prestado. Se lió con Dubatti, a quien antes que un hueso en el rugby ya le habían quebrado la conciencia en el momento del parto, y salieron de business por el viejo continente. Fue Dubatti quien le presentó al Chivo, que por esa época, al filo de su ocaso, odiaba todo lo argentino porque le recordaba su origen y el destino que lo esperaba a su vuelta con paciencia implacable. Veía entonces a Charo como a una chirucita de provincia que sólo quería cortarle las alas. La abandonó una noche por teléfono, desde Venecia. Seguro que, a su lado, la Ze meckis le pasaba letra.

– ¿Qué le habían prometido?

– Un contrato fantasma. Le hicieron firmar un acuerdo con un equipo que nunca existió, pero el adelanto fue un camión de plata y el Chivo volvió a tocar el cielo con las manos. Largó a la gallega y se lió con la Zemeckis y compañía. Le inundaron de oro la cuenta en Zurich. Al principio el Chivo se la creía, aunque entrara guita por nada, «adelantos», le decían, «es un equipo búlgaro, vos sabés que en Bulgaria son comunistas y estas cosas se arreglan por izquierda». Decenas de miles por no hacer ni un tacle. Pero pasó el encandilamiento y empezó a sospechar.

– Se dio cuenta de que lo estaban usando.

– Savia nutriente de todo sistema social organizado: que te usen como a un forro -dijo Gargano al concluir la tercera medialuna-. Una mañana cualquiera, como quien va a comprar el diario y cigarrillos al kiosco de la esquina, se tomó un avión a Zurich. Supongo que le habrá costado hacerse entender porque si ahí el castellano es lengua de indígenas, imagínate el cordobés. Pero se las arregló para encontrar el banco y presentar su boletita de extracción. No le dieron un mango. Si bien la cuenta estaba a su nombre, necesitaba de otra firma para autorizar cualquier retiro. Para poner guita no había restricciones, pero para sacarla, y una mierda.

– Me imagino la bronca del Chivo.

– Debió quedarse arañando las paredes y los mostradores de mármol. Claro que era ignorante pero no boludo. Preguntó si podía transferir la cuenta a otra sucursal y le dijeron que sí. Firmó con los tipos un compromiso de información reservada, o algo por el estilo. Tampoco podría retirar un centavo sin la dichosa firma autorizante, de cuyo titular los relojeros se guardaron la identidad, pero ellos a su vez no podrían revelar el número clave de la transferencia ni aceptar retiros sin autorización del Chivo.

– ¿Cómo pudo un negrito sudaca lograr eso?

– Se tiró a la piscina. Si no aceptaban renunciaría a su cuenta, lo que habría implicado el blanqueo de los que ponían la guita. Se la vieron venir, los relojeros. Antes que blanquear sus identidades, los de la firma misteriosa seguramente retirarían el total de los fondos, y eso a ningún banquero le gusta ni medio. Aceptaron la transferencia y la cláusula aunque implicara la interrupción del flujo, supongo que por aquello de más vale pájaro en mano. Por supuesto que, al enterarse, los patrones del Chivo le cortaron los víveres, pasó a ser un paria con un colchón de guita que no podía tocar. Victoria Zemeckis se lo sacó de encima y en el ínterin el Rubio volvió de Malvinas con la idea fija de colgarse bajo el puente de Salguero.

– ¿Por qué no mataron al Chivo veinte años antes?

– Lo necesitaban, Mareco. El titular formal de la firma misteriosa era un brigadier que zafó de los juicios por violaciones a los derechos humanos pero cayó ajusticiado por verdugos locales: viejas cuentas que seguramente el milico aviador pasó a incobrables, creyendo que los lavadores de plata respetan los indultos que generosamente da el gobierno. El Chivo quedó sentado sobre ese hormiguero verde. No hubo juicios sucesorios por la fortuna malhabida del aeronauta, sólo entraron a correr los plazos. En seis meses a partir de la muerte del brigadier, el Chivo Robirosa ya estaría en condiciones de retirar solito su fortuna.

– Esos seis meses debieron cumplirse hace poco.

Gargano había terminado su desayuno y estaba milagrosamente vivo, a pesar del veneno para ratas que el coreano mezclaba en su café con leche. Prendió un cigarrillo negro y cerró un ojo, como para tomar puntería.

– El día exacto en que lo mataron -disparó, expulsando un humo denso como el de las chimeneas de Chernobyl.