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Si hay gente que arma expediciones para ir a buscar los tesoros que galeones y carabelas se llevaron al fondo del mar, ¿por qué iban a permitir que el Chivo Robirosa anduviera flotando por ahí con una torta de plata en sus bodegas? En todos esos años no le habían perdido pisada. Como a un preso que cumple su condena en Devoto y se mantiene vivo sólo para ir por su botín el día en que salga por fin libre. Pensar que las fuerzas del orden y del desorden no acechan afuera y no van a morderle los garrones en cuanto ponga un pie en la calle Bermúdez, es por lo menos una ingenuidad.
Ordenado y memorioso como buen manfloro, Dubatti lo fue a ver cuando los plazos se vencían. Sabía que el Chivo jamás tocaría esa guita. Por eso la «herencia» a Charo de mil setecientos dólares, todo su patrimonio líquido con el que podría haberse comprado un pasaje de ida y vuelta a Zurich. Pero si lo hacía, era hombre muerto apenas cobrara. Si lo mataban antes, en cambio, la plata sería de Charo, la gallega de la que jamás se divorció a pesar de las trifulcas y los desplantes, de los escándalos en la comisaría del barrio y de sus posteriores devaneos con los mandamases de la época.
– No sé si el asqueroso de Dubatti se vistió de mina para matarlo o para seducirlo -dijo Gargano-. El caso es que, cuando llegó al conventillo de Constitución ya el Chivo estaba con visitas. Esas visitas debieron ser conocidos del manfloro porque en vez de cagarlo también a tiros le dijeron tomátelas puto de mierda no viste nada.
– ¿Quiénes eran, Gargano?
– Eso habría que preguntárselo al manfloro, pero por ahora el juez lo va a tener incomunicado. Fueron a matarlo, no lo torturaron, ni siquiera le pegaron, como si la guita guardada en Suiza no les importara. O a lo mejor pensaron: muerto el Chivo se acabó la rabia, nadie cobra un mango, la plata negra se pierde en el espacio negro y nadie sale perjudicado, qué son dos o tres millones si se trata de que la gilada no se avive y nos siga votando para hacer negocios de verdad.
– Pero Dubatti y Zemeckis sí querían cobrar. Miré la agenda del Chivo de arriba abajo, sin embargo; era una especie de diario personal, había algunos números de teléfono pero ninguno me pareció que fuese una clave o algo parecido.
– Claro, porque el Chivo no era boludo, a pesar de haber nacido en la sierra. La clave para acceder a la cuenta no está en la agenda, la tiene Charo.
La falta de descanso, la sordidez del bar, metido en ese Harlem amarillo en el que a Gargano le gusta vivir, exageraron mi gesto de incredulidad, de tardío asombro.
– ¿La tuvo siempre?
Gargano cabeceó, complacido.
– La tuvo siempre. La vela del odio que le prendía a los otarios que como vos fueron a darle el pésame era un camuflaje para jugarla de víctima que ignoraba todo, por lo menos hasta que el asesino del Chivo se quitara el antifaz.
– Por eso fingió aliarse a Dubatti y Araca.
– Fueron a buscarla. Mi pobre perro y el canario de Charo pagaron con sus vidas la furia de estos asesinos seriales de mascotas. Cuando empecé a entender cómo venía la mano, hablé con Charo. Se dejó encontrar a mi pedido y los convenció de que compartir la guita con ellos era lo mejor, después de todo la torta era demasiado grande para comérsela sola y ella jamás había salido de la Argentina, el matrimonio Fernández tiene amigos afuera, le daría una mano para cobrar sin levantar la perdiz y, gracias a ellos y sus influencias, después ya nadie la jodería. El argumento les pareció razonable, sobre todo porque se dieron cuenta de que sin ella no habría guita para nadie.
– ¿Por qué viajó entonces el Chivo a Mar del Plata en vez de tomarse el raje, ponerse a salvo? ¿Para qué quiso ver a la Zemeckis si sabía que no le iba a dar bola?
– No sé si quiso verla, Mareco. Anduvo haciendo ruido por la costa, es cierto, como quien entra a afanar en una casa pateando muebles y pisando vidrios rotos. Sabía que iban a dársela, que no iban a permitirle que tocara un solo billete de la guita guardada en Suiza. A lo mejor buscaba protección, o quiso darle a la griega una coartada servida en bandeja para que no la implicaran en su muerte.
– A su modo, la seguía queriendo, supongo -advertí, casi maravillado-, o hasta último momento necesitó saber, que alguien le explicara qué había pasado con el Rubio.
Gargano se sacudió mis especulaciones como caspa sobre los hombros.
– Algún cortocircuito tuvo en el cerebro, es cierto, pero no me hagas llorar. Mientras Charo creía que se las había tomado a Suiza, el Chivo volvió al matadero de Constitución y puso la cabeza. Después Dubatti, que además de maricón siempre fue un megalómano sin talento, le hizo creer a la Ze meckis que él lo había liquidado.
– No quiso resignar su minuto de gloria.
– Y supongo que tuvo miedo de quedarse solo en la estacada. Si la griega se enteraba de que los de la mafia iban un paso por delante de sus ambiciones, capaz que arrugaba. Dubatti creyó poder burlarlos, cortarse solo. Pero en este negocio el cuentapropismo está mal visto.
– Los caribeños no eran entonces los clientes que simularon ser.
– Lástima que tu intuición de taxista no funcionó a tiempo para quedarte afuera de este embrollo. Dubatti pisó en falso, quiso engañarlos, vendió influencias que ya no tenía. La guita que llevaban sus clientes era falsa, pero las metralletas eran verdaderas. Asesinos del Mercosur, este intercambio se da mucho ahora en los mercados emergentes.
No tuve más remedio que felicitarlo por su investigación y por el ascenso que justificadamente se habría ganado.
– Ascenso, las pelotas. Con el quilombo que armé tengo el ostracismo asegurado, y eso si la saco barata. A los grandes jefes les caen como patada al hígado los justicieros, Mareco. Soy un poli, no el Llanero Solitario, y si les doy la espalda unos segundos para gritar jaioó silver, me bajan de un itacazo antes de salir al galope -explicó Gargano mientras caminábamos por plaza Once abriéndonos paso entre desocupados y predicadores. Hablaba como mascando tabaco, llenándose la boca con el jugo amargo de sus conjeturas, y escupiéndolas.
– No hay justicia, Mareco, la democracia es Jauja. La Argentina fue siempre un cuartel bajo el mando de generales cobardes. Ahora la gobiernan una casta de manfloros más travestidos que Dubatti.
– Bienvenido al anarquismo -le dije.
– Andá a cagar.
Miró ese paisaje desolado de buscavidas, de autómatas desempleados, de sirvientas sin señoras ni señores, de alhamíes tucumanos o jujeños capaces de desollar vivo al primer boliviano o paraguayo que se atreviera a ofrecerse para levantar una pared por un mango menos.
– Se acabó la historia, Mareco. Tenía razón ese japonés Fukiyama, Tokoyama o no sé cómo se llama. Fin de la función, prendieron las luces pero no nos damos por enterados y estamos todavía con el culo clavado a la butaca, esperando que la caballería de los Estados Unidos venga a salvarnos.
– Te faltó averiguar algo, Gargano -le advertí, parándome en medio de la plaza y del círculo que habían formado los seguidores de un pastor ambulante-: ¿Por qué el Chivo se dejó matar? ¿Por qué se vino abajo y empezó a desgarrarse mucho antes de que allá en el hoyo lo descarnaran las lombrices?