Gargano había seguido caminando y parecía no haberme escuchado, pero se plantó a pocos metros y volvió con algo en la mano, un papel liviano y arrugado, una carta manuscrita.
– Yo nací poli, no sicólogo. Nunca me calenté por tener respuestas para todo, Mareco. Si a lo mejor llego a viejo es porque me sé cuidar y no le doy la espalda a nadie, ni a los amigos. Este papel lo encontré entre los pocos efectos personales del Chivo, no creo que te aclare nada ni que, en el fondo, tampoco a vos te importe demasiado llegar a la verdad -dijo-. Y ahora borrate. Avisale a Navarro que no me busquen para la próxima reunión de ex alumnos.
Se subió a un desvencijado siam di tella, estacionado entre dos colectivos.
– Esos hijos de puta me tiraron el Bergantín al Riachuelo -me informó a los gritos, a modo de despedida, y se fue, echando un humo negro y espeso como el de sus pulmones y las chimeneas de Chernobyl.
– ¡Dios es eterno, omnipotente y misericordioso! -bramó por su megáfono el predicador instalado junto a mí, en el centro de aquel círculo dibujado por sonámbulos.
45
«Y todavía estoy hundido en un pozo sin fondo de barro y agua helada -habían escrito en el papel que era el fragmento de una carta sin firma-. Todavía escucho los gritos de Adrián y del Pelado hechos mierda, y los veo desangrarse a mi lado interminablemente mientras vos y Victoria me dan la espalda y se alejan corriendo, entran en la lluvia donde están todos mis recuerdos, en la selva de agua donde crecen el deseo y el terror como gigantescos hongos venenosos», rezaba el fragmento redactado por quien debió ser además un fragmento de sí mismo y que terminaría desangrándose como sus compañeros de trinchera, como ese Adrián y ese Pelado a quienes les llegó demasiado tarde el bálsamo de la rendición en las islas, la bandera blanca sobre centenares de cadáveres, la desmemoria ondeando sobre campos minados y los gritos que de a poco se hundieron también en la niebla.
Me hubiera gustado volver a hablar con Charo, alguna vez. Qué sintió ella si leyó esa carta que Gargano había rescatado de entre los escombros. Qué, más allá de la incredulidad y de la sacrosanta indignación. Me hubiera gustado preguntarle si no se había arrepentido alguna vez, si no había soñado en que volvíamos juntos a aquel día en que decidimos separarnos y, como fulleros del tiempo, cambiábamos la letra, gritábamos truco con veinticuatro y salíamos ganadores sin mostrar las cartas. Mentir no es tan jodido si se trata de ser felices, después de todo. De llegar enteros al final del juego, haciéndonos señas aunque el valor de los naipes no justifique tanto embuste, aunque estemos condenados de antemano a pagar deuda e intereses cuando llegue la hora del ajuste de cuentas. Pero mientras tanto qué delicia, qué suaves las miradas y qué jóvenes los cuerpos, qué mieles reventando las colmenas, qué larga primavera, qué mares en calma.
Charo supo lo que hacía cuando decidió no verme más, romper los puentes del pasado y abrazarse a lo que fuera, por ejemplo a un poli que iba por su cuerda floja sobre el abismo disparando a ciegas mientras hacía equilibrio, que había dejado su montón de ladrones acribillados y de mujeres infelices reclamando alimentos y que, estaba claro, nunca llegaría a comisario general.
La Pecosa me llamó esa misma tarde desde Nueve de Julio, en la provincia de Buenos Aires. ¿Estás en París?, le pregunté.
– Voy en camino. Tenés que venir a verme, Mareco: la gente me aplaude de pie, soy la Maizani, soy la Rinaldi, soy la reencarnación ovárica de Gardel.
Me tomé un ómnibus y esa noche fui uno más entre los que aplaudieron parados a Gloria la Pecosa en el teatro Provincias. Después fui a comer con el elenco a una cantina, me reí con los cuentos y la imitación de Troilo que hizo el bandoneonista, los otros dos cantores de la típica le regalaron a la Pecosa flores y bombones, y me pregunté si toda la orquesta se la cogería y por eso estaban tan contentos, o era sólo la música, las penas de arrabal y los himnos a la vieja que, compartidos, dan vuelta de un cachetazo a la tristeza.
– Alguna vez habló de ese asunto, aunque mejor olvidarlo. Dijo que se había cogido al Rubio para que se diera cuenta de que ningún culorroto puede aspirar al amor de un hombre de verdad -recordó después la Pecosa a su pesar, cuando insistí en que me contara porque yo no iba a pasarme la vida examinando papeles, porque ni mirándolos al trasluz ni con rayos equis podía entender por qué lo había hecho-. «Pero al Rubio se lo chupó la guerra, no fui yo, yo no tuve la culpa, Pecosa», decía. «¿Qué culpa tengo? El Rubio era un pervertido y los pervertidos terminan mal, no hay lugar en este mundo para los que ofenden el orden natural de las cosas. Además, nunca me dio el cuero para querer a nadie.»
– Te quiso a vos, a pesar de todo.
– A mí cualquiera me quiere, Mareco, qué gracia tiene -sonrió sin pecas la Pecosa y me preguntó si podía por fin irse a dormir.
– Decime algo más, Pecosa. Si vos sabés.
– Creí que habías venido por mis tangos, fíjate qué ilusa. Y no: querés saber y saber, y después no vas a tener los huevos para bancártelas.
– ¿Bancarme qué? ¿Que el Chivo era bufa, que rompió todos los manuales por nada y que te puso a vos de señuelo con mil quinientos mangos roñosos, nada más que para que yo averiguara por Charo lo que Charo ya sabía, que fue un hijo de puta?
– Y de los buenos, Mareco, un buen hijo de puta, uno de los que con cara de yo no fui te mandan al infierno y después les dicen a los curiosos que fue culpa tuya, que tropezaste, que quiso agarrarte pero no pudo.
– ¿A quién más mandó al infierno el Chivo?
La Pecosa bajó sus párpados hinchados y un rubor azulado como una cianosis le tiñó las mejillas.
– No vas a decírselo a nadie, ¿no? No vas a ser chivato.
– ¿Y a quién le importa, si está muerto? -dije, mejorando el cinismo de Gargano.
– A vos, supongo, por el modo en que jodés para enterarte de todo. A su ex mujer y a los hijos, si lo supieran, porque nadie queda indiferente cuando se desayuna con que no compartió su vida con un querubín.
– ¿Si supieran qué, Pecosa? -la apuré, como un boxeador que desobedece la cuenta protectora del juez y le sigue dando al adversario hasta demolerle el cerebro.
La Pecosa se reanimó como un fuego que se aviva antes de consumir su último leño, la reconstrucción del hecho debió soplarle con ganas el consumido corazón y reencendió las cenizas de una relación que hasta esa noche había considerado tan muerta como el Chivo Robirosa. Contó entonces a media voz y escudriñando detrás de mi mirada de sapo, con el desasosiego de una mujer que busca un chispazo de humanidad en los ojos del cura tras el enrejado del confesionario, que había sido el Chivo quien mató a Fabrizio.