– Lo cocinó a balazos con el arma que el mercader tenía para defenderse. Me lo confesó cuando volvió de su excursión a Mar del Plata, después que Victoria Zemeckis lo dejó pagando: fue a buscar protección y la guacha le soltó los perros. Antes de que lo mataran se inventó la historia que a vos te contó, la de víctima, la del ateo que al final de su vida y sin haber pagado una sola cuota pide que desde el Vaticano lo declaren santo. Quiso que fueras vos el que se internara en su pasado, por eso te dejó esa guita y el encargo. Reventó a ese Aristóteles Fabrizio, Mareco, ¿entendés de lo que hablo? Más asco y culpa le daba aplastar las cucarachas de su pieza inmunda de San Telmo: discutieron, no me preguntes por qué, problemas con la merca, agachadas, trampas, lo de siempre. Pero la causa fue el hartazgo del Chivo, la necesidad de masacrar a un tipo por el que nadie lloraría. «Por tendero -me dijo-, ratas como ésa les ven las caras a sus clientes, son amigos de las familias, buenos vecinos que no se privan de dar el pésame a los padres cuando un pibe se pasa de rosca o se corta las venas porque no consiguió guita para la falopa.» Llenó de plomo al mercader y se hizo matar: ése fue tu amigo, Mareco, el crack, el Nijinski de la ovalada, un cabecita negra subido a un Porsche que encaró por la autopista de contramano. Yo también lo quise. Más que vos y que esa mojigata de Charo. Lo quise sabiendo lo que era: un pobre tipo y hasta un asesino que mató a esa basura porque sí, no por hacer justicia ni nada que se le parezca. Por esconderse, por tapar con sangre sus remordimientos, no hay que darle tiempo al arrepentimiento, decía, y eligió morir como una comadreja en su madriguera que escucha sobre su cabeza los pasos del cazador.
– Pero si no buscaba justicia y no tuvo huevos para la venganza, si el mundo entero le importaba una mierda, ¿por qué se pudrió de esa manera? Aceptó la guita que le pusieron en Suiza, ésa es la única verdad. Nadie imaginó que no pensara en tocarla, ni él mismo, seguramente, por lo menos en aquella Navidad del setenta y nueve cuando se lo veía tan a gusto entre maricas y torturadores.
La Pecosa estaba reseca de frustración y de hastío, harta de mí, de sus recuerdos, del mundo que se negaba a apagar la luz para que ella se fuera a dormir.
– Sos de los que les gusta joder hasta que consiguen que les peguen -reaccionó-. ¿Quién se pudrió más, Mareco, él o vos? No te hice viajar doscientos kilómetros para esto, pero ya que me estropeás la noche con tanta saña te voy a cantar un tango que no está en mi repertorio.
La sacrosanta indignación, el derrumbe del olvido como un rancho de adobe. Hasta ese día había insistido, tal vez porque creí que, después de aquella tarde en Chascomús en que estuvimos a punto de abrir nuestra cajita de Pandora, nadie me lo recordaría. Me había envalentonado con la posibilidad de construir sobre tanto despojo una verdad a mi medida, de algún modo estaba parado sobre ella y disfrutaba probando que ya nada me podría herir.
Pobre Pecosa, empezó a temblar como si la obligaran a rematar a un herido en el campo de batalla. Por hacerle un favor le pedí que se callara, le anuncié que ya me iba, pero era tarde. La había puesto contra la pared y ahora defendía su derecho a terminar de una vez por todas con el Chivo, conmigo, con su cansador oficio de pasarse la vida compitiendo con otras putas y travestis por acostarse con tipos que acaban inevitablemente entre maldiciones.
– Siempre supo todo, Mareco. Siempre supo que vos y Charo lo cagaron. Y aunque te suene cursi, se aguantan muchas cosas en la vida pero la traición de un amigo es una bomba de profundidad. Por eso soy puta y canto tangos, y por eso la podredumbre, el desconsuelo del Chivo. Se hizo el sueco, supongo, se inventó de nuevo allá en Europa y se sostuvo así, igual que yo, como un muñeco clonado. «Qué humillación, Pecosa. Si me hubieran corneado sin misericordia, por lo menos. Si me hubieran dado la chance de reventarlos a tiros. Pero me traicionaron por nada, no se atrevieron a dar la cara y ser felices, ella no lo admitió nunca y él está llegando a viejo haciéndose el boludo» -decía cuando chupaba, más triste que borracho-: mi mejor amigo, cuándo no, si es para tomárselo en joda; me di cuenta cuando volví para llevarme a Charo y al pibe, y ella no quiso venir conmigo. Lo que siguió después fue tan patético. Ya no tuve ganas de nada. A la mierda con ese tango, no soy Homero ni Celedonio, no voy a emborronar con sangre lo que otros escriben con tinta en los bares. Lo extraño es que yo la quería, Pecosa, y en sueños me sigue pasando: vuelvo a ella, la beso y me dice que sí, por qué no, Chivo, me dice, todavía estamos a tiempo. Y cogemos como nunca lo hicimos, pero acabo y siento la respiración de Mareco en la nuca como si él me estuviera cogiendo a mí, y está el Rubio mirándome desde abajo del puente de Salguero. Vos no sabés cómo miran los suicidas, Pecosa. No hay forma de convencerlos de que cierren los ojos de una vez por todas y se dejen de joder».
Temblaba como si los pecados fueran de ella, pobre mina que sueña con zafar del sida y alcanzar la fama de la Rinaldi. Había apretado el gatillo y no podía creer que yo siguiera de pie y con los ojos vacíos, como el Rubio bajo el puente de Salguero. Se quedó esperando los estertores de mi conciencia, mi descargo, la otra campana, la versión abolerada de la canción canalla. Pero desafino espantosamente cuando hablo de mí mismo.
Una cuarentona desencantada, con dos hijos que desde ahora irían por el mundo como eternos náufragos, sin acercarse ya jamás a la costa, no había encontrado mejor vía de escape que darse el piro con un poli y con la guita que el muerto cuidó para ella. Yo había sido entonces el mensajero, el verdadero cadete, el que recibió un día las llaves del infierno y, en vez de devolverlas y escapar, por una vez en la vida me mandé a abrir todas las puertas.
Ésos fueron los huesos que, escarbando en el basural, había podido desenterrar.
– Me tengo que ir.
– Tendrías que haberte ido hace rato, Mareco. Se te hizo tarde, me parece.
– El Chivo fue toda su vida un mentiroso. Si la hubiera querido de verdad, habría luchado. Me pasé veinte años esperando ese tiro en la cabeza, Pecosa.
– Y respiraste aliviado cuando se lo dieron a él.
46
Llovía cuando llegué de vuelta a Buenos Aires. Caminé tranquilo bajo el aguacero, desde la terminal de Retiro hasta el monumento a los caídos en Malvinas, un bloque de granito y mármol negro con los nombres de todos, menos los de los suicidas, en plaza San Martín, custodiado por dos soldados que temblaban sin heroísmo bajo el agua y que me miraron como a un gurka que, con la cabeza de un argentino en la mano, viene por su recompensa quince años después.
El agua bajaba por el muro, mezclando los nombres de tanto muerto al pedo. Bajo esa lluvia, concentrados como en un campo de prisioneros, se habían quedado los recuerdos del Chivo. Abandoné allí el sobre original con las fotos que me había enviado Rabindranath Gore Fernández. No sé si alguien las habrá recogido o habrán ido a parar a un contenedor de basura, pero no tuve coraje para destruirlas: el agua corre y tal vez, en el rincón más apartado de alguna desembocadura, a la vera del río o de alguna alcantarilla, la mirada de aquel viejo amigo habrá brillado todavía por un rato, como el arco iris de una lluvia tóxica.