Con alivio, los milicos de guardia me vieron ir y fueron a protegerse del temporal, no había nadie y quién se acuerda a esa hora, ni a ninguna, de las guerras perdidas.
Busqué un teléfono público y llamé a Huguito, necesitaba insultar a alguien y mi hijo menor era apuesta segura: estaba seguro de que no había salido esa mañana a manejar el taxi.
– ¿Qué querés, viejo? Buenos Aires no existe, está sumergida, naufragó por fin, ¿no viste lo que es la calle? Manejo un taxi, no una lancha.
Iba a cortar pero me pidió un segundo de tolerancia.
– Ya que te dignaste a llamar, tengo algo que decirte y no lo tomes a mal. No te choqué el auto, no te asustes. Es peor.
Esperé, al otro lado de la línea.
– No tengo todo el día y me quedé sin monedas… ¿de qué se trata?
– ¿Estás sentado?
– Estoy parado y en la calle, bajo el diluvio, domingo en pleno centro, no hay un solo boliche abierto, dale, hablá.
– Gustavo está de novio.
– Qué novedad, con el zapatero. No me digas que rompió, no me des esa alegría.
– No. Se casa.
– «¿Se casa?»
– Sí. Mañana.
En el visor del teléfono público apareció la leyenda «crédito agotado».
– Mañana, viejo, qué vas a hacer. Y quiere que vos vayas a la ceremonia. No es en el registro civil, claro, no estamos en Holanda, esto sigue siendo la Argentina. Quiere que vayamos los tres: vos, mamá y yo. Pobre, somos su única familia, después de todo. Van a hacer una reunión en su departamento, amigos y parientes progres, y ahí piensan ponerse los anillos. ¿Te vienes?
Un rayo partió el cielo y un trueno apocalíptico sacudió los edificios a mi alrededor, crédito agotado, la tierra iba a abrirse bajo mis pies antes de que pudiera reaccionar. Huguito preguntó «¿qué pasa, están bombardeando?, poné otra moneda, no seas carcamán, te prometo que cuando me toque a mí, me caso por iglesia y con una mina vestida de blanco, dale, ¿le digo a Gustavo que vas?»
Busqué frenético en el fondo del bolsillo y encontré entre hilachas y pelusas una moneda de cincuenta y la dejé caer por la ranura del teléfono. Medio dólar me pareció poca plata por mi decisión. Por el mismo precio, sin embargo, Huguito prometió retransmitirle a Gustavo mi respuesta, ahorrarme el mal trago de ir al pie y traicionar mis convicciones.
– Pero con dos condiciones, y que quede claro: a tu vieja no quiero verla ni pintada, que la encierre en el baño cuando yo llegue.
– Esa es la primera, ¿y la segunda?
– Que el vals con la novia lo baile otro.
Epílogo
Estoy de lo más tranquilo mirando la tele en casa, tomando mi segundo whisky y soñando ya con el tercero, y una noticia más en el informativo de la medianoche: la muerte de un tipo que fue funcionario de gobierno en la provincia, que estuvo preso un par de meses, envuelto en un fugaz escándalo por tráfico de drogas, y salió para perderse en el anonimato, aunque en uno o dos años bien podría haber vuelto de polizón en alguna lista de diputados o concejales. No le dieron tiempo, parece, y es noticia policial.
Imágenes de archivo del gobernador -que sigue siendo el mismo-, recibiendo a una delegación de empresarios chinos o japoneses, y en segundo plano un gordo pelado y robusto que recoge y consuela las manos tendidas que el gobernador no da abasto para estrechar. La voz en off del locutor informa que se trata de Romeo Dubatti, ex secretario privado del mandatario provincial, cuyo cadáver fue encontrado en un pesquero fondeado en el puerto de Mar del Plata. Se investigan las escasas pistas existentes y no se descarta la hipótesis de un ajuste de cuentas.
En pantalla, imagen congelada y un círculum enmarcando el rostro del Romeo que en sus ratos libres fue Julieta.
Me quedo un rato desvelado, con el televisor y la mente en blanco. Después del informativo, un cura habla sobre pecados que han dejado hace tiempo de ser originales. «Volveríamos a crucificar a Jesús si apareciese de nuevo entre nosotros», advierte el sotanudo, dispara al aire su cretina conjetura.
Dubatti jugó al rugby, como el Chivo. Fueron jóvenes, aunque cueste imaginarlos con veinte kilos y treinta años menos, con ideales -nazis, en el caso de Dubatti-. Cocinados en una salsa que por lo visto pocos se privan de probar, la posibilidad de distinguir a uno del otro se desvanece con el susodicho paso del tiempo. Sus asesinos pueden haber sido los mismos, poco importa y ya nadie se va a calentar por averiguarlo.
En la cabina de la barca de pescadores amarrada en el puerto marplatense lo ejecutaron al manfloro. Como aturdidas por el disparo, en vez de espantarse, unas gaviotas estuvieron volando en círculos sobre la cubierta durante por lo menos media hora. Un viejo pescador, un calabrés hipertenso y desdentado, declaró a la tele local que nunca había visto nada parecido: «un vero messaggio di disgrazia, e quantun que il sole brillaba nessuno partió al mare».
«¿Mensaje de quién, o de qué?», le preguntó el cronista, y el viejo se quedó mirando a cámara sin saber qué contestar, murmurando un va fangulo que el micrófono no registró.
No lo dijo el cura de trasnoche porque los curas usan todavía el arcaico lenguaje de la camorra romana que se lo cargó hace dos mil años. Pero lo cierto es que si, aprovechando el fin del milenio, a un tal Jesús se le ocurriera caerse por estos aguantaderos preguntando por su viejo amigo Judas con la sana intención de invitarlo otra vez a cenar, no habría esta vez juicio previo alguno ni cruces ni sudarios. Y el cadáver del ingenuo aparecería una mañana cualquiera, flotando entre las lanchas de los pescadores de Mar del Plata. O lo encontrarían, ya avanzado el siglo veintiuno, encerrado en el Kaiser Bergantín de Gargano, en el fondo del Riachuelo y con un tiro en la nuca.
No somos perros. Soñamos y recordamos a medias, y en algún momento mezclamos todo, los sueños y nuestra versión de la vigilia con las ganas de matar o de ir al baño, y ya no sabemos de qué se trata la felicidad, ni mucho menos cómo encontrarla. Y el tiempo pasa. Y un tipo cualquiera, uno de tantos, un don nadie, se desangrará una noche de éstas frente al televisor haciendo zapping y mirando sin ver un canal que no eligió.
Me sirvo el tercer whisky y apoyo el vaso sobre la correspondencia que recibí esta mañana. Lo habituaclass="underline" facturas de gas, luz, teléfono, impuestos municipales y la última intimación del abogado de mi ex mujer sugiriéndome que prepare una valija con diarios viejos y frazadas porque estoy a punto de dormir en la calle. Levanto el vaso, lo vacío de un trago y, antes de apoyarlo en el mismo lugar, separo y vuelvo a mirar la postal que llegó desde Locarno, Suiza.
Lindo paisaje con pueblito alpino y verdes praderas insinuadas al fondo de estrechas calles entre casas de muñecas. No hay firma. Y una sola frase, manuscrita: ascenso, las pelotas.