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– Buena piba -resopló mientras con un gesto les daba permiso a los bolivianos para volver a entrar-. No tan puta como ella cree porque se enamoró de ese carcamán, lo tomó de padre, qué sé yo: hay hembras jóvenes que se mojan por un viejo verde.

– Yocasta.

– ¿Yoqué? -reculó la gorda.

No era ése el lugar, la oportunidad ni la interlocutora para hablar de Sófocles. Guardé la foto del Chivo y le di diez pesos a la gorda, sin sospechar que iba a retribuirme con un beso pegajoso en la mejilla, demasiado cerca de la boca.

– Estoy tan poco acostumbrada a tratar con gente -dijo a modo de despedida y homenaje.

5

La excursión al inquilinato me había quitado el sueño y me había despertado la curiosidad por la herencia del Chivo. Decidí buscar a la Pecosa.

– Ronda mucho por la avenida Brasil y laterales, zona de hoteles no precisamente cinco estrellas -me había orientado la gorda. -Usa minifaldas muy cortitas y blusas de encaje ajustadas.

– Si es una puta no va a andar vestida de carmelita.

– Pero aunque anduviera, todo le queda bien, parece una modelo de las que almuerzan con Mirtha Legrand o salen en la tapa de la revista Gente. Y casi no se pinta, es muy joven.

En mi juventud me ufanaba de no haber pisado nunca un prostíbulo, aunque ya crecido descubrí que no pagar por lo que a uno le gusta es pura soberbia, una tara congénita de pequeñoburgués intoxicado con Marcuse. El sexo va por las calles como barquitos de papel por las alcantarillas: zarpa con gallardía, despedido por multitudes entusiastas, y termina sus viajes estrujado y solo, encallado en alguna pieza barata o aplastado en el asiento de un auto. Buenos Aires es además una ciudad hipócrita donde las putas navegan todavía algo escoradas, de refilón contra las paredes o atracadas en los zaguanes, la policía las molesta demasiado para que puedan ir de frente y negociar al sol, sin miedo al chantaje, a la confiscación grosera o a la violación en la comisaría, sin derecho al pataleo. Porque sí, además. Porque justo esa noche el comisario no tiene ganas de negociar.

Identificar a Gloria la Pecosa no fue fácil. Tuve que caminar cuadras y cuadras por esas tensas veredas del paraíso, vigilado por ojos de gato que desde el filo de la medianera ven pasar al ovejero jadeante y torpe. Caminar, además, como si aquello fuera lo mío, lo de todos los días, como un pescador avezado que ni respira para que la trucha, feliz aunque desconfiada entre los espejos de agua de un río de montaña, muerda los colores tramposos del anzuelo.

Preguntar algo que no sea el precio es un ejercicio peligroso, la primera reacción de las putas es mirar por qué calle viene el patrullero a paso de hombre y con las luces apagadas. Me ayudó mi aspecto, supongo, el mismo que me había ganado la complicidad de la gorda del inquilinato, aunque no pude evitar que dos chulos me cegaran en una encerrona con el brillo del acero de sus navajas. Les expliqué para qué buscaba a Gloria la Pecosa, aunque creo que hablarles del Chivo Robirosa fue lo que me salvó de un tajo preventivo.

Resultó que gracias al Chivo, ese par de empresarios de la calle había descubierto el rugby y ahora seguían las campañas del seleccionado nacional con una pasión secreta, como si por celebrar una victoria de los Pumas ante el seleccionado de Francia o un empate con el de Nueva Zelanda en Auckland estuvieran traicionando su condición de fanáticos de Boca Juniors.

– El Chivo fue un grande, un verdadero crack -dijo uno de ellos-. Un buenazo, además, un angelote -dijo el otro-. El que lo mandó a matar es un profanador -agregó el primero-: hay que cortarle las manos para que se muera desangrado.

Gracias a aquellas dos almas sensibles no tuve que caminar más para encontrar a la Pecosa.

6

Lo que atrae de una mujer no es su belleza sino su femineidad. Mal que les pese a los transformistas, la amistad y el amor no pueden falsificarse ni copiarse en una Xerox. Que al Chivo lo hubiera matado un travesti podía parecerme una burla o un mensaje cifrado, pero jamás aceptaría la conjetura de Gloria la Pecosa: «Puede que fuera bonito, a lo mejor tu amigo… no sé… a la vejez viruela».

Me recibió a media cuadra de donde me habían encerrado los fiolos, no estaba yirando sino sentadita en un bar, café recién servido y celular sobre la mesa.

– Sabía que ibas a encontrarme, Mareco. El Chivo te recordaba bien, confiaba en vos. Pero yo no te conozco.

Pedí una ginebra y me quedé mirando a aquella mocosa de rizos y ojos negros rabiosamente delineados. No encontré las pecas.

– Me las pinto para trabajar -explicó, sosteniendo mi mirada-, por hoy ya terminé, te aviso para que no te hagas ilusiones.

Me pregunté si con la misma ligereza con que se borró las pecas podría haberse borrado la tristeza, o por lo menos la perplejidad, por la muerte del Chivo.

– Acá me siento segura -explicó-, los muchachos van y vienen, es mi territorio. Pero ahora que te veo se me fue la desconfianza, dame un trago de ese veneno.

Se liquidó el vasito de ginebra y se le enturbió la mirada, que desvió hacia la calle. La chicharra del celular me sobresaltó, aunque ella lo dejó sonar un rato antes de atender.

– Hola, corazón, treinta la media hora con una práctica, cincuenta la hora completa con dos, pero llamame mañana, ya terminó mi turno, chau.

Cortó sin dar tiempo a su interlocutor de pedirle rebaja o armar una cita. Había hablado en un tono monocorde de contestador automático, y desconectó el aparato. Después se revolvió los rizos con las manos, como para escurrírselos o despejarse la cabeza, y me dedicó por fin una mirada con sonrisa.

– Hola, Mareco -dijo.

No sé por qué lo hice, a lo mejor para devolverle el gesto amistoso, o por agradecerle que se hubiera tomado mi ginebra y evitado la acidez fatal que me provoca: le mostré la foto que había encontrado en el inquilinato.

– ¡Guau! Era resultón el guacho, de joven.

Había sido recortada de una revista y el Chivo posaba con el equipo -Cuba, tal vez, por la camiseta- donde había jugado un campeonato, antes de irse a Italia.

– Tenía veinte años. Había terminado la mili, jugaba en primera y el padre, que era mecánico en un tallercito de La Calera, quería ponerlo a engrasarse la vida. Pero el Chivo la tuvo clara, quiso surfear la ola de los ganadores y estuvo arriba unos cuantos años. No sé qué le pasó.

– Tengo que ir a mi segundo trabajo -me interrumpió la Pecosa, como si no le importara lo que le contaba-. Acompañame, si tenés ganas de trasnochar un rato. Después hablamos de tu amigo.

El segundo trabajo pecoso era otro hobby: cantaba tangos en un bar de mala muerte de la calle Brasil. Entre las dos y las tres de la mañana se enroscaba en el cuello los ajados armiños de Cadícamo, taconeaba casi como una bailaora flamenca las taquicardias de Mores, y la luz de escena -un par de focos destartalados que más que colgar del techo parecían suspendidos en telas de araña- se descomponía como atravesando vitrales misteriosos cuando caminaba por la poesía de Manzi como por las veredas de levante, moviendo el culo y casi afónica, y encaraba con una especie de striptease las desnudeces metafísicas de Discepolín.