– Gracias -Sophie cerró la puerta.
– Espera.
Ella se volvió para mirarlo.
Royd había bajado la ventanilla. Ahora la miraba con una intensidad y un brillo en sus ojos que le quitaron el aliento.
– ¿Recuerdas que en una ocasión te dije que mataría por ti?
Ella dijo que sí con la cabeza.
– Pues he estado pensando en ello. Y ha cambiado. Se ha hecho más grande -afirmó, con voz temblorosa-. Ahora creo que moriría por ti.
Antes de que ella pudiera responder, él puso el coche en marcha y Sophie lo vio perderse calle abajo.
Royd observó a Sophie por el retrovisor cuando ella se quedó mirando un momento antes de dar media vuelta y alejarse a toda prisa por la calle.
Maldita sea. Maldita sea.
Apretó las manos sobre el volante hasta que se obligó a relajarse. Lo último que necesitaba ahora era perder el control y tener un accidente.
Ella había intentado que él no se percatara, pero se había sentido muy sola e insegura en esos últimos momentos. ¿Quién podía reprochárselo? Él la había lanzado deliberadamente a las fauces del león.
Pero Sophie no sufriría. Él mismo se encargaría de que saliera de allí sana y salva.
Cogió el móvil y llamó a Kelly.
– Ya la he dejado. Reúnete conmigo en el muelle.
– ¿Cómo está?
– ¿Cómo crees que está? -preguntó él, con voz seca-. Tiene agallas, pero está asustada y se pregunta si conseguirá salir viva de esto. -Colgó.
Tenía que llamar a MacDuff. Tenía que resistir la tentación de ir y sacarla de ahí antes de que se encontrara con el hombre de Sanborne. Eso suponía que ella aceptaría ir con él, después de haberse comprometido con el plan. Sophie no se había prestado a ello sólo porque él la había convencido de que era la mejor manera de acabar con Sanborne. Al menos esperaba que no fuera el único motivo. Él la acusaba de estar obsesionada con su culpa, pero ahora los papeles se habían invertido.
Marcó el número de MacDuff.
San Torrano.
La isla tenía un aire tropical y todo parecía completamente normal. Era la hora del crepúsculo y el ambiente era cálido, pensó Sophie, mientras la zodiac cortaba las aguas en dirección al largo muelle donde esperaba Sanborne. Era un muelle muy largo, y Sophie tuvo una sensación de déjà vu que la hizo estremecerse. En un muelle como ése, su padre y su madre habían muerto y la horrible pesadilla había comenzado.
Sanborne era un hombre atractivo, de poco más de cincuenta años, pelo canoso y piel bronceada que hacía que pareciese estar perfectamente a sus anchas en aquel cuadro. Incluso parecía más joven y relajado que cuando ella había trabajado para él. Sonreía y le hacía señas.
Sophie sintió que se le tensaban los músculos del vientre. ¿Cómo podía parecer tan afable? ¿Y cómo era posible que ella no se hubiera dado cuenta cuando trabajaba para él de que aquel tipo era un monstruo? Nunca lo había visto como a una persona desagradable durante esos meses. Quizá nunca le había importado porque había estado tan absorta en el trabajo.
Sin embargo, después sí le había importado. Ese hombre le había destrozado la vida y destruido a sus seres queridos.
Sanborne se acercó tranquilamente cuando la zodiac lanzó las amarras al muelle.
– Sophie, querida, por fin otra vez juntos. -Lanzó una mirada al hombre que llevaba el bote-. ¿Algún problema, Monty?
El hombre negó con la cabeza.
– Ha venido sola. No nos han seguido.
– Buen trabajo -dijo, y le tendió la mano a Sophie-. Deja que te ayude.
Ella evitó el contacto y de un salto se plantó en el muelle.
– Puedo yo sola.
– Siempre tan independiente -dijo él, sin que se le borrara la sonrisa de la cara-. Ya no estoy acostumbrado a esa virtud. Gracias a ti, la mayoría de las personas con las que trato son humildes y modestas.
– Eso debe procurarte un gran placer.
– Ya lo creo. No te puedo describir la emoción que siento al saber que soy el amo de todo lo que contemplan mis ojos.
– ¿Por qué? Lo tienes todo. Dinero, influencias… ¿Por qué tienes que aplastar a los que te rodean?
– Si no lo entiendes, no te lo puedo explicar. Boch cree que es el dinero y la capacidad de mover el mundo. Eso es lo que lo impulsa a él. En mi caso, la sumisión de los demás me procura una ilusión que no me da ninguna otra cosa. Ven conmigo. -Echó a andar por el muelle hacia la orilla-. Haré que te instalen. Quiero que comiences a trabajar inmediatamente.
– ¿Dónde se supone que voy a trabajar?
– Tengo un laboratorio en la casa que he construido en la isla. En una ocasión traje aquí a Gorshank, y las instalaciones todavía están operativas.
– No es demasiado probable que pueda continuar el trabajo de Gorshank fácilmente. Primero tendré que estudiar sus fórmulas y programar algunos experimentos para descubrir dónde está el error. O quizá la fórmula entera es del todo inaplicable. Puede que no funcione, a pesar de mis modificaciones.
– Funciona con ciertas limitaciones. Gorshank me lo aseguró y yo mismo he realizado algunos experimentos desde mi llegada.
Ella lo miró fijamente.
– ¿Con los nativos?
– Todavía no. Con la tripulación del Constanza -aclaró, mirando hacia el barco anclado en la distancia-. En todo caso, tenían que ser eliminados. No podíamos arriesgarnos a que se marcharan sin más. Quizá se hubieran ido de la lengua.
– ¿Y fueron eliminados?
– Perdimos a ocho miembros de la tripulación la primera noche que bebieron el agua de las cubas. Parecía una muerte dolorosa. Al capitán y al primer oficial les dimos una doble dosis y murieron en medio de alaridos. Los demás se han mostrado muy tranquilos y receptivos a la sugestión. Ahora los hemos puesto a trabajar en el jardín de la casa, bajo vigilancia, para observar cuánto dura ese estado. La situación ideal sería una alteración permanente de los patrones cerebrales, aunque quizá eso sea pedir demasiado. Tendremos que seguir administrándoles una dosis.
Sanborne hablaba distendidamente, como dándolo todo por sentado. Con un estremecimiento, Sophie pensó que aquel hombre sencillamente carecía de sentimientos.
– Me llevará tiempo -repitió ella-. No voy a experimentar con personas inocentes a menos que tenga la seguridad de que no les hará daño.
– Un pensamiento muy loable. Pero hay que llevar a cabo los experimentos -observó Sanborne, haciendo una mueca-. Boch y yo precisamente no coincidimos en definir hasta qué extremos llegar. Creo que los clientes de Boch no pondrán reparos a un pequeño porcentaje de muertes, pero ellos quieren seguidores, no cadáveres. Y si lo utilizan en las fuentes de agua de Estados Unidos, no quieren que queden rastros de que esas fuentes han sido contaminadas. Querrán…
– Zombis sin cerebro que puedan reunir y utilizar cuando los necesitan.
– O quizá para que sigan bebiendo el agua durante un año o dos, hasta que afecte a su futura progenie.
– Los bebés.
– La obediencia del esclavo que nace en el vientre materno. Qué concepto más atrevido.
– Es horrible.
– Pero lo harás -dijo él, sonriendo-. Porque, en realidad, a ti no te importan esos desconocidos. Te importa tu hijo.
– No es verdad. Me importa esa gente -dijo ella, y tragó saliva-. Pero haré lo que quieras. Sin embargo, quiero que traigan a mi hijo aquí, vivo y en perfecto estado, antes de que acabe.
– Hablaremos de ello después del primer experimento.
– Tengo que analizar el agua de las cubas. ¿Dónde están? ¿En la planta depuradora?
– Más o menos la mitad se encuentra allí. Hemos permitido que la tripulación dejara de descargar al cabo de unas horas para que pudiésemos comenzar los experimentos con ellos. La otra mitad todavía está en el Constanza. Pero no tienes por qué ir a la planta, te traerán las muestras al laboratorio.
Sophie iba a hablar para protestar por esa decisión, pero decidió cerrar la boca. No había que presionar.