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Dos días.

Empezó a vestirse a la carrera. Tenía que sacar a Fredericks de ahí y subirlo a un avión. No había tiempo para errores. Ni para juegos. Rescataría a Fredericks de manos de los rebeldes aunque tuviera que regar con napalm toda la selva hasta Bogotá.

Y seguro que estaría en Washington antes de que se cumplieran los dos días que había negociado.

No la dejes escapar, Kelly.

El grito de Michael recorrió la casa justo en el momento en que se activaba la alarma del monitor en la mesilla de noche de Sophie.

En cuestión de segundos, ya se había levantado y corría hacia su habitación.

Michael volvió a gritar antes de que ella llegara a su lado.

– Michael, no pasa nada. -Sophie se sentó en la cama y lo sacudió. Michael abrió los ojos, desconcertado, y ella lo abrazó-. No pasa nada. Estás a salvo. -No era verdad. Siempre pasaba algo. Sophie sentía latir su corazón, galopando, errático. Michael temblaba como si tuviera la malaria-. Se ha acabado.

– ¿Mamá?

– Sí. -Sophie lo apretó con fuerza-. ¿Estás bien?

Pasó un momento antes de que Michael contestara. Siempre tardaba unos minutos en recuperarse, aunque Sophie interviniera antes de que se hundiera irremediablemente en el horror.

– Sí, claro -dijo Michael, con voz temblorosa-. Siento que tú… Debería ser más fuerte, ¿no?

– No, eres muy, muy fuerte. Conozco a hombres adultos que también sufren terrores nocturnos y tú eres mucho más fuerte que ellos. -Sophie se separó apenas de él y le apartó el pelo de la cara bañada en lágrimas. Sophie no intentó secárselas, porque había aprendido a ignorarlas para no avergonzarlo. Era un pequeño gesto, pero era lo único que podía hacer para salvar su orgullo, aunque Michael dependiera tanto de ella-. Siempre te digo que no es una cuestión de debilidad. Es una enfermedad que tenemos que curar. Conozco tu dolor y me siento muy orgullosa de ti -afirmó, y luego calló-. Sólo hay una cosa que me haría sentir más orgullosa. Si me hablaras de ellos…

Él desvió la mirada.

– No me acuerdo.

Era una mentira y los dos lo sabían. Era verdad que las víctimas de terrores nocturnos a menudo no recordaban el contenido de sus sueños. Pero los sueños de Michael tenían que estar relacionados con lo ocurrido aquel día en el muelle. Con sólo ver su reacción cuando ella le preguntaba, se veía que se acordaba.

– Te haría bien, Michael.

Él sacudió la cabeza.

– Vale, quizá la próxima vez -dijo Sophie, y se incorporó-. ¿Qué te parece una taza de chocolate?

– Son las cuatro y media. Hoy tienes que ir a trabajar, ¿no?

– Ya he dormido lo suficiente. -Sophie fue hacia la puerta-. Tú ve a lavarte la cara y, entretanto, yo prepararé el chocolate. -Michael estaba pálido. Había sido una pesadilla de las fuertes. Dios mío, Sophie esperaba que no vomitara-. Te espero en la cocina dentro de diez minutos, ¿vale?

– Vale.

El color le había vuelto a la cara cuando se sentó a la mesa, cinco minutos más tarde.

– Papá me llamó ayer por la tarde.

– Qué bien. -Sophie vertió el chocolate caliente en los dos tazones y agregó un poco de merengue-. ¿Cómo está?

– Muy bien, supongo. -Michael bebió un sorbo-. Volveré a casa el sábado por la noche. Papá y Jean se van de viaje fuera de la ciudad. Le dije que no me importaba. Prefiero volver a casa y estar contigo.

– Me alegro. Te echo de menos. -Sophie se sentó y cogió el tazón con ambas manos, que estaban frías-. Pero, ¿por qué? Jean te cae bien, ¿no?

– Sí, claro. Es simpática. Pero creo que ella y papá quieren estar solos. Es lo que pasa con los recién casados, ¿no?

– A veces. Pero ellos ya llevan casi seis meses casados y estoy seguro de que hay un lugar para ti en sus vidas.

– Puede que sí. -Michael bebió otro sorbo y se quedó mirando el chocolate-. ¿Es culpa mía, mamá?

– ¿Qué es culpa tuya?

– Tú y papá.

Sophie llevaba esperando que Michael hiciera esa pregunta desde el día en que ella y Dave se habían separado. Se alegraba de que por fin hubiera salido a la superficie.

– ¿El divorcio? En absoluto. Sencillamente éramos dos personas muy diferentes. Nos casamos en la universidad, cuando éramos muy jóvenes, y cambiamos a medida que envejecimos. Les ocurre a muchas parejas.

– Pero vosotros dos discutíais mucho por mí. Yo os oía discutir.

– Sí, discutíamos. Pero discutíamos mucho por casi todo. Y eso no significa que no nos habríamos divorciado de todas maneras.

– ¿De verdad?

Ella se inclinó y le cogió ambas manos.

– De verdad.

– ¿Y no importa si Jean me cae bien?

– Me parece estupendo que te caiga bien. Ella hace muy feliz a tu padre, y eso es importante. -Sophie cogió una servilleta de papel y le limpió el merengue derretido en los labios-. Y ella es buena contigo. Eso es todavía más importante.

Él guardó silencio un momento.

– Papá dice que a Jean la ponen un poco nerviosa mis pesadillas. Creo que por eso no quieren que me quede por la noche.

Qué cabrón. Le había colgado la responsabilidad a Jean para quedar como un inocente. Se obligó a sonreír.

– Ya se acostumbrará. Vaya, puede que ni siquiera tenga que acostumbrarse. Como tú mismo has dicho, ya no ocurre todas las noches. Estás mejorando día a día.

Él asintió con un movimiento de la cabeza y guardó silencio un momento.

– Papá me preguntó acerca de Jock.

Sophie tomó un trago de su chocolate.

– ¿Ah, sí? ¿Le hablaste de Jock?

– Sí, claro. Se lo mencioné un par de veces la última vez que fuimos al cine.

– ¿Qué quería saber?

– Preguntó qué hacía todo el día aquí en casa -dijo Michael, sonriendo-. Creo que pensaba que había algo sentimental.

– ¿Y tú qué le dijiste?

– Le conté la verdad. Que Jock era tu primo, que estaba en la ciudad y que buscaba un empleo.

Era la verdad, por lo que Michael sabía. Sophie había tenido que inventarse una historia cuando Jock apareció.

– Es una suerte para nosotros -dijo-. Jock ha sido una gran ayuda, ¿no? ¿A ti te cae bien?

Michael asintió con un gesto de la cabeza, pero su sonrisa se desvaneció.

– Sabes, me da un poco de vergüenza que haya otras personas cuando tengo pesadillas. Pero con Jock es diferente. Es como… si supiera lo que me pasa.

Jock lo sabía. Nadie conocía mejor ese tormento.

– Tal vez sí lo sepa. Jock es un hombre muy sensible -dijo Sophie, y se incorporó-. ¿Has acabado? Lavaré tu taza.

– Yo la lavaré. -Michael se levantó, cogió las dos tazas y las dejó en el fregadero-. Tú has preparado el chocolate. Lo justo es justo.

Sin embargo, no había nada de justo en lo que Michael estaba viviendo, pensó Sophie, entristecida.

– Así es. Gracias. ¿Estás listo para volver a la cama?

– Supongo que sí.

Ella lo miró fijo a los ojos.

– Nada de suposiciones. Si no estás preparado, nos quedamos aquí y conversamos. Podríamos ver un DVD.

– Estoy listo -dijo Michael, sonriéndole-. Tú vuelve a la cama. Yo me enchufaré al monitor -dijo, con una mueca-. Me pondré muy contento cuando no tenga que usarlo porque me siento como un personaje de una peli de ciencia ficción.

Ella se puso tensa.

– Por ahora es necesario, Michael. No puedes prescindir de él. Quizá en unas semanas podamos dejar de usar la conexión del pulgar.

Él asintió y desvió la mirada al ir hacia la puerta.

– Lo sé. Sólo hablaba por hablar. Todavía no quiero dejar de usarlo. Me da mucho miedo. Buenas noches, mamá.

– Buenas noches.

Sophie lo miró mientras se alejaba por el pasillo. Parecía tan pequeño y vulnerable con ese pijama de franela azul. Era vulnerable.

Vulnerable al dolor y al terror, e incluso a la muerte. Daba miedo. Daba terror.