Su voz no denotaba una vana bravuconada; simplemente una fría afirmación.
Cass observaba con respeto sincero a Fidelma, que silenciosamente, pero con firmeza, se hizo cargo de todo; reunió a los niños y los colocó sobre los caballos, tomó al bebé para dar a la joven y exhausta sor Eisten la oportunidad, si es que podía recuperarse. Tan sólo el más joven de los dos muchachos de cabello negro parecía reacio a salir del abrigo del bosque; sin duda todavía estaba aterrorizado por lo que había visto. Fue el hermano mayor quien finalmente lo persuadió con algunas palabras en voz baja. El muchacho mayor no parecía dispuesto a cabalgar en el caballo, sino a caminar junto a él; insistió en que estaba cerca de la edad de elegir y tenían que considerarlo un adulto. Fidelma no discutió con el chico de cara solemne. Se pusieron en marcha por el sendero en dirección a la abadía de Ros Ailithir. Cass deseaba no encontrarse con Intat y su banda de forajidos por el camino.
Entendía, sin embargo, los temores que llevaban a los aldeanos a arremeter contra sus paisanos. Había oído muchas historias de la peste amarilla que devastaba comunidades enteras, no sólo en los cinco reinos de Éireann, sino más allá de sus costas, donde se decía se había originado la plaga. Cass se daba cuenta de que ningún temor a la extensión de la peste absolvía a Intat y sus hombres de sus responsabilidades ante la ley. Incendiar toda una comunidad por miedo al contagio era comprensible, pero equivocado. Lo que también sabía, y se daba cuenta de que Fidelma lo compartía, era que, como bó-aire, Intat tendría que enfrentarse a las consecuencias de esta terrible acción cuando se tuviera conocimiento de ella en Cashel. Había dejado que Fidelma y Cass continuaran su viaje sin molestarlos al creer que no averiguarían lo que había sucedido. Si Intat se diera cuenta de que habían dado media vuelta y se habían encontrado con los supervivientes a su horrible carnicería, sus vidas estarían en peligro. Lo mejor era alejarse de aquel lugar y ellos.
Admiraba que la joven hermana de Colgú no manifestara tener miedo alguno a la peste. Él no se hubiera relacionado tan abiertamente con estos niños si no hubiera sido porque no quería sentirse avergonzado ante Fidelma. Así que controlaba sus temores y hacía lo que ella le ordenaba.
Fidelma charlaba alegremente intentando animar a los niños horrorizados y temerosos. Se agarraba a cualquier tema intrascendente, como preguntar a la joven hermana Eisten dónde había adquirido el magnífico crucifijo que llevaba. Después de insistir un poco, sor Eisten confesó que una vez había hecho un peregrinaje que había durado tres años. Fidelma tuvo que interrumpirla para decir que no hubiera pensado que tuviera tantos años para haber vivido tal experiencia, pero Eisten era mayor de lo que parecía, tenía veintidós años. Había viajado con un grupo de religiosas a Tierra Santa. Había estado en la ciudad de Belén y había peregrinado al mismísimo lugar de nacimiento del Salvador. Allí había comprado el ornamentado crucifijo a un artesano local. Así que Fidelma la animó para que hablara de sus aventuras, simplemente para que los niños estuvieran ocupados y contentos.
En su fuero interno, Fidelma no estaba en absoluto feliz. Estaba desconsolada, no ante la idea de entrar en contacto con potenciales portadores de la peste, sino porque las condiciones del viaje eran incluso peores de lo que habían sido para ella, que se había estado quejando del tiempo y del frío y de la humedad. Al menos entonces iba a caballo. Ahora se iba tambaleando por entre el barro y la nieve del camino, intentando mantener un delicado equilibrio con el bebé que llevaba en los brazos. El pequeño no dejaba de lloriquear y se retorcía y giraba, lo que complicaba más las cosas. Fidelma no quería alarmarse, pero bajo la media luz había observado un color amarillo revelador en la piel del bebé y había notado fiebre en su pequeña frente. De vez en cuando, para evitar que el pequeño se retorciera y se le escapara, Fidelma casi se caía a causa del barro que se le pegaba a los tobillos.
– ¿Cuánto falta para llegar a Ros Ailithir? -preguntó después de que llevaran caminando dos horas.
Sor Fidelma fue precisa.
– Está a siete millas de aquí, pero el camino no mejora.
Fidelma apretó un momento los dientes y no contestó.
La penumbra del anochecer se extendía rápidamente desde el este, mezclándose con las nubes bajas tenebrosas y, casi antes de que se diera cuenta, una espesa niebla nocturna iba oscureciendo el camino. El tiempo no se había despejado todavía como Cass había predicho.
Fidelma, muy a su pesar, pidió un alto.
– No conseguiremos llegar nunca a la abadía así -advirtió a Cass-. Tendremos que encontrar un lugar para quedarnos hasta la mañana.
Como para dar énfasis a los peligros de un viaje nocturno, una manada de lobos empezó a aullar y gañir al unísono en las colinas. Una de las niñitas empezó a llorar, un lloriqueo triste y doloroso que a Fidelma le partió el corazón. Se había enterado de que las hermanas de cabello cobrizo se llamaban Cera y Ciar. El niño rubio se llamaba Tressach, mientras que los otros dos niños, tal como había supuesto, eran hermanos, Cétach y Cosrach. Durante su corto trayecto por los fríos bosques, había conseguido extraerles toda esta información.
– Lo primero es encender algunas antorchas -anunció Cass-. Luego tendremos que encontrar algún refugio.
Entregó las riendas de su caballo al muchacho mayor, Cétach, y se fue a un lado del camino bordeado por los bosques. Fidelma oyó el crujir de unas ramitas y un débil reniego de Cass que buscaba yesca lo bastante seca para hacer fuego y encender una antorcha.
– ¿Sabéis si hay algún lugar que nos pueda servir de abrigo? -preguntó Fidelma a sor Eisten.
La joven religiosa sacudió la cabeza en señal de negación.
– Tan sólo el bosque.
Cass había conseguido prender fuego a un montón de ramitas, pero no arderían mucho tiempo.
– Es mejor que encendamos un fuego -murmuró al reunirse con Fidelma-. Si no hay nada más, al menos los árboles pueden proporcionarnos algún cobijo. Tal vez podamos encontrar suficientes arbustos para construir alguna protección. Pero va a ser una noche fría para los niños.
Fidelma dejó ir un suspiro y asintió con la cabeza. Había poco que hacer. Ya resultaba imposible ver a unas pocas yardas de distancia. Tal vez hubiera tenido que insistir en quedarse en el pueblo a pasar la noche. Al menos no hubieran tenido frío entre las ruinas humeantes. De todas maneras, no tenía sentido reprochárselo.
– Entonces vayamos hasta el bosque y veamos si podemos encontrar un lugar seco. Dormiremos lo que podamos.
– Los niños no han comido desde esta mañana -lanzó sor Eisten.
Fidelma gruñó para sí.
– Bueno, no se puede hacer nada hasta que sea de día, hermana. Concentrémonos en calentarnos y mantenernos todo lo secos que podamos. La comida vendrá luego.
Los ojos agudos de Cass consiguieron descubrir un claro entre los árboles altos, por el que se extendía, sobre un área bastante seca de ramitas y hojas, un matorral casi como si fuera una tienda.
– Casi a propósito -dijo alegremente. Fidelma se lo imaginó sonriendo en la oscuridad-. Ataré los caballos aquí fuera y encenderé un fuego. Llevo un croccán, mi hervidor, y así podremos tomar algo caliente. Vos y sor Eisten podéis llevar a los niños bajo el arbusto. -Hizo una pausa y añadió algo encogiéndose de hombros-: Es lo mejor que podemos hacer.
– Sí -contestó Fidelma; había poco más que decir.
Al cabo de media hora, Cass había encendido un fuego aceptable y había colocado su croccán lleno de agua para que hirviera. Fidelma insistió en que añadieran hierbas a la mezcla, alegando que ayudarían a protegerlos de la helada de la noche. Se preguntaba si Cass o Eisten se darían cuenta de que la infusión de hojas y flores de la hierba drémire buí se utilizaba para protegerse del azote de la peste amarilla. Nadie comentó nada cuando se repartió la bebida, aunque los niños se quejaron de la amargura de la mezcla. Pronto, sin embargo, casi todos estaban dormidos, más por cansancio que por otra cosa.