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El grito de los lobos continuaba rasgando los extraños sonidos nocturnos del bosque.

Cass se puso en cuclillas ante el fuego; iba alimentando sus hambrientas llamas con trozos de leña que no eran muy adecuados y siseaban, pero al menos producían suficiente lumbre y despedían cierto calor.

– Nos pondremos en marcha con la primera luz -le dijo Fidelma-. Si avanzamos a un paso razonable, tendríamos que llegar a la abadía a media mañana.

– Tenemos que mantener una guardia esta noche -observó Cass-. Si no para asegurarnos que Intat y sus hombres se acercan, sí para ir alimentando el fuego. Yo haré la primera guardia.

– Entonces yo haré la segunda -insistió Fidelma, tapándose bien los hombros con su capa en un vano esfuerzo por que ésta le abrigara más.

Fue una noche larga y fría, pero, aparte del aullido lejano de los lobos y los gritos de otras criaturas nocturnas, no sucedió nada que perturbara su incómoda paz.

Cuando todos se despertaron a la luz gris y lánguida de la mañana, con el helor del nuevo día, fue sor Eisten quien descubrió que el bebé había muerto durante la noche. Nadie mencionó el color amarillento en la textura cérea de la piel del bebé.

Cass cavó una tumba poco profunda con su espada y, ante el lloriqueo desconcertado de los demás niños, sor Fidelma y sor Eisten elevaron una plegaria silenciosa mientras enterraban su diminuto cuerpo. Sor Eisten no había sido capaz de recordar su nombre.

Para entonces, las nubes se habían ido rodando y un débil sol otoñal pendía del cielo azul claro y brillante, pero no cálido. Cass había acertado sobre el cambio de tiempo.

Capítulo IV

La campana daba el ángelus de mediodía cuando Fidelma y su grupo avistaron la abadía de Ros Ailithir. El viaje les había llevado más tiempo del que ella había calculado, pues, aunque el día era cálido y luminoso, el camino todavía estaba encharcado y embarrado y resultaba difícil avanzar.

La abadía era mayor de lo que Fidelma había imaginado; constituía un amplio complejo de edificios de piedra gris elevados, tal como le habían informado, en la ladera de la punta de una estrecha cala. Era una ensenada demasiado larga y estrecha para llamarla bahía. Enseguida se dio cuenta de que había varios barcos anclados allí, y luego volvió la mirada hacia las varias construcciones grises. Había diversas estructuras grandes, todas ellas en el interior de unos oscuros y altos muros de granito que formaban una figura oval. En el centro distinguió la imponente iglesia de la abadía. Era un edificio extraordinario y peculiar. La mayoría de las iglesias de los cinco reinos estaba construida en plantas circulares, pero ésta estaba edificada en forma de crucifijo con una gran nave y un crucero en los ángulos rectos. Fidelma sabía que este estilo se iba haciendo popular entre los nuevos constructores de iglesias. Junto a ésta, había un alto cloictheach, o campanario, desde donde las solemnes campanadas resonaban por el pequeño valle que descendía al mar.

Uno de los niños, otra vez el más joven de los dos muchachos de cabello negro, soltó un gemido y empezó a temblar. Su hermano le dijo algo bruscamente, pero en voz baja.

– ¿Qué le aflige? -preguntó Cass. Era el que estaba más cerca de los dos niños; el más joven estaba sentado sobre su caballo.

– Mi hermano cree que nos harán daño si vamos donde haya adultos -contestó el mayor con solemnidad-. Tiene miedo después de lo que pasó ayer.

Cass sonrió amablemente al joven.

– No tengas miedo, hijo. Nadie allí os hará daño. Es una abadía santa. Os ayudarán.

El mayor susurró secamente algo a su hermano menor y luego se volvió hacia Cass.

– Ya está mejor.

Ahora todos los niños mostraban signos de fatiga, cansancio y agitación después de su aterradora experiencia. De hecho, todos estaban exhaustos tanto física como emocionalmente. El malestar y la inquietud de la fría noche no habían resultado reparadores y aquella mañana habían realizado un duro trayecto desde los bosques hasta la costa. Sus rostros reflejaban cansancio.

– No pensaba que la abadía fuera tan grande -le comentó Fidelma a Cass, como para dar un aire de normalidad a la compañía deprimida.

Sin embargo, también era cierto que se sentía impresionada por la amplitud de los edificios que dominaban la cala.

– Me han dicho que aquí estudian cientos de proselitistas -contestó Cass con indiferencia.

De repente la campana dejó de sonar.

Fidelma hizo que volvieran a avanzar. Se sentía un poco incómoda, porque no había hecho caso de la llamada a la oración. Habría tiempo de sobra para detenerse y rezar cuando ella y su exhausta carga estuvieran a salvo bajo la protección de las murallas de la abadía. Echó una mirada ansiosa a sor Eisten. La rolliza joven parecía perdida en pensamientos melancólicos. Fidelma lo atribuyó a la conmoción que la mujer había recibido por la mañana al conocer la muerte del bebé. Justo después de que se pusieran en marcha, había caído en un malestar, una contemplación sensiblera, y parecía que no era consciente de lo que sucedía a su alrededor. Caminaba automáticamente, con la cabeza inclinada hacia delante, los ojos fijos en el suelo, y no respondía cuando se le hablaba. Fidelma había reparado en que ni siquiera había alzado los ojos cuando habían avistado Ros Ailithir y se había oído el tañido de la campana. Sí, era mejor llevar al grupo hasta la abadía que detenerse a rezar en el camino.

Mientras se acercaban a las murallas de la abadía, se dio cuenta de que había unos cuantos religiosos trabajando en los campos de los alrededores. Parecía que estaban cortando col rizada, probablemente para dar de comer a las vacas. Lanzaron algunas miradas en dirección de ellos, pero los hombres se entregaban diligentemente a su trabajo en aquella mañana fría de otoño.

Las puertas de la abadía estaban abiertas. Fidelma frunció el ceño cuando vio, colgando junto a la puerta, un manojo de ramas retorcidas de mimbre y álamo temblón. Le recordó algo, pero no supo qué. Todavía seguía intentando encontrar entre sus recuerdos el simbolismo de aquel manojo cuando tuvo que fijar su atención en un hombre grueso y de mediana edad que vestía hábito de religioso y estaba esperándolos en la entrada. El cabello que le crecía junto a su tonsura tenía algunas canas. Era un hombre musculoso y su rostro ceñudo parecía advertir que no era alguien con quien bromear.

– Bene vobis -entonó con voz profunda de barítono, haciendo el saludo ritual.

– Deus vobiscum -respondió sor Fidelma automáticamente y luego decidió prescindir de las demás cortesías habituales-. Estos niños necesitan comida, descanso y entrar en calor -dijo sin más preámbulo, haciendo que el hombre abriera bien los ojos asombrado-. Lo mismo necesita esta hermana. Han tenido una mala experiencia. He de advertiros de que han estado expuestos a la peste amarilla, así que vuestro médico tendría que examinarlos inmediatamente. Mientras tanto, mi compañero y yo queremos que nos llevéis ante el abad Brocc.

El hombre tartamudeó sorprendido de que una joven anacoreta pudiera largar tantas órdenes antes de haber sido propiamente admitida en la abadía. El hombre frunció el ceño y abrió la boca para articular una protesta.

Fidelma lo interrumpió antes de que pudiera hablar.

– Soy Fidelma de Cashel. El abad debe de estar esperándome -añadió con firmeza.

El hombre se quedó con la boca abierta, como un pez. Luego se apartó. Fidelma pasó majestuosamente a su lado y atravesó las puertas con las personas a su cargo. El monje se giró y corrió tras ella; la alcanzó cuando entraba en un patio grande y empedrado que había tras la entrada.