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– Sor Fidelma… Nosotros, es… -Resultaba claro que estaba nervioso debido a la entrada brusca que habían realizado-. Llevamos esperándoos desde ayer, más o menos. Nos advirtieron… dijeron… que os esperásemos… Yo soy el hermano Conghus, el aistreóir de la abadía. ¿Qué ha sucedido? ¿Quiénes son estos niños?

Fidelma se volvió hacia el ostiario y contestó bruscamente.

– Supervivientes de Rae na Scríne, que unos asaltantes han quemado.

El religioso dirigió su mirada de los niños lastimosos a la joven y rolliza hermana Eisten. Abrió de un palmo los ojos al reconocerla.

– ¡Sor Eisten! ¿Qué ha sucedido?

La joven seguía contemplando con aspecto depresivo el aire y no le saludó.

El monje se volvió hacia Fidelma claramente desconcertado.

– En esta abadía conocemos a sor Eisten. Se ocupaba de una misión en Rae na Scríne. ¿Destruido por unos asaltantes, habéis dicho?

Fidelma inclinó la cabeza asintiendo levemente.

– El pueblo fue atacado por un grupo de hombres conducidos por un tal Intat. Tan sólo han sobrevivido sor Eisten y estos niños. Pido santuario para ellos.

– ¿También habéis mencionado algo respecto a la peste? -preguntó el hermano Conghus confuso.

– Me han dicho que la razón de este horrible ataque era que había peste en el pueblo. Por ello pido que llamen al médico de la abadía. ¿Teméis la plaga, aquí?

El hermano Conghus sacudió la cabeza en señal de negación.

– Con la ayuda de Dios, la mayoría de nosotros ha descubierto una inmunidad en esta abadía. Hemos tenido cuatro brotes de peste durante el último año, pero tan sólo se ha llevado algunas vidas entre los jóvenes estudiantes. Ya no tenemos miedo a la enfermedad. Voy a por alguien al hostal que se haga cargo de sor Eisten y sus niños; se ocuparán de ellos.

Se giró y llamó con la mano a una joven novicia que pasaba. Era una muchacha alta, de espaldas ligeramente anchas y andares torpes.

– Sor Necht, llevad a esta hermana y a los niños al hostal. Decidle al hermano Rumann que llame al hermano Midach para que los examine. Luego ocupaos de que les den de comer y descansen. Después hablaré con Midach.

Sus órdenes fueron dictadas en varios arranques. Fidelma percibió que la joven vacilaba y se quedaba con la boca abierta, sorprendida al reconocer a Eisten y los niños. Entonces pareció hacer un esfuerzo consciente para recuperarse y se apresuró a conducir a los niños y a la triste y rolliza Eisten. El hermano Conghus, seguro de que sus órdenes se obedecían, se volvió hacia Fidelma.

– El hermano Midach es nuestro médico principal y Rumann es nuestro administrador. Se ocuparán de sor Eisten y de los niños -explicó sin que hubiera necesidad. Señaló del otro lado del patio-. Os llevaré ante el abad. ¿Venís entonces directamente de Cashel?

– Así es -confirmó Cass mientras le seguían. Cass, como soldado que era, se detuvo para llamar la atención respecto a un asunto que Fidelma no había tenido en cuenta-. Nuestros caballos necesitan que los cepillen y les den de comer, hermano.

– Me ocuparé de vuestros caballos tan pronto como os haya conducido hasta el abad -contestó Conghus.

El ostiario de la abadía empezaba a apresurarse por el patio empedrado y se iba deteniendo de vez en cuando para exhortarlos a seguirlo con mayor rapidez. Fidelma y Cass obedecían, pero con un ritmo mucho más tranquilo debido a su fatiga. La caminata parecía interminable pero, por fin, después de ascender las escaleras de un gran edificio algo separado de los demás, el aistreóir se detuvo ante una puerta de roble oscuro y les hizo señal de esperar mientras él llamaba y desaparecía tras ella. Tan sólo pasaron unos momentos y volvió a aparecer y, aguantando la puerta abierta, les indicó que entraran.

Se encontraron en una estancia grande y abovedada cuyas paredes de piedra fría y gris se alegraban con coloridos tapices, cada uno ilustrando algo de la vida de Jesús. Un fuego ardía en el hogar y el olor a incienso invadía la habitación. El suelo estaba cubierto por suaves alfombras de lana. El mobiliario era rico y los adornos extravagantes por su opulencia. El abad de Ros Ailithir parecía no creer en la frugalidad.

– ¡Fidelma!

Un hombre alto se levantó de detrás de una mesa de roble oscuro pulido. Era delgado, con nariz aguileña y penetrantes ojos azules; su cabello pelirrojo estaba cortado según la tonsura de la iglesia irlandesa, afeitado por delante hasta una línea de oreja a oreja y luego suelto y largo por atrás. Había algo en su cara que, para un ojo crítico, sugería que existía algún tipo de relación con Fidelma.

– Soy vuestro primo, Brocc -anunció el hombre delgado. Parecía que su voz tronara como la de un bajo-. No os había vuelto a ver desde que erais niña.

Se suponía que se trataba de un saludo cálido; sin embargo, había alguna nota falsa en la voz del abad. Era como si parte de sus pensamientos estuviera en otro lugar mientras intentaba dar la bienvenida.

Incluso cuando tendió ambas manos para tomar las de Fidelma en señal de saludo, estaban frías y flacidas y parecían desvirtuar el pretendido tono de bienvenida de su voz. Fidelma tenía pocos recuerdos de su primo. Tal vez era comprensible, pues el abad Brocc era al menos diez o quince años mayor que ella.

Fidelma le devolvió el saludo con una cierta formalidad estudiada y luego presentó a Cass.

– Cass ha sido asignado por mi hermano Colgú para que me ayude en este asunto.

Brocc examinó a Cass con una mirada inquietante, dirigiendo los ojos a su cuello. El soldado se había aflojado la capa y ésta se le había abierto y dejaba ver la gargantilla de oro que denotaba su rango. Por su parte, Cass tendió la mano para dársela al abad. Fidelma vio que los músculos faciales del abad se contraían al percibir la fuerza de su mano.

– Venid, sentaos, prima. Vos también, Cass. Mi ostiario, el hermano Conghus, me ha dicho que habéis llegado con sor Eisten y algunos niños de Rae na Scríne. La misión que tiene allí Eisten recae en la jurisdicción de esta abadía, así que nos preocupa mucho lo que ha sucedido. Explicadme la historia.

Fidelma miró a Cass mientras se dejaba caer agradecido en la silla, relajándose por primera vez en veinticuatro horas con una cierta comodidad. El joven soldado captó la invitación que su mirada implicaba y pronto empezó a explicar la historia de cómo habían encontrado a Eisten y a los niños en Rae na Scríne.

El rostro de Brocc se convirtió en una máscara de ira y levantó una mano y se dio unos golpecitos sin darse cuenta en el puente de la nariz.

– Es algo repugnante. Enviaré enseguida un mensajero a Salbach, el jefe de los Corco Loígde. Castigará a Intat y sus hombres por este acto atroz. Dejadme que me ocupe de este asunto. Me aseguraré de que Salbach se entere de esto inmediatamente.

– ¿Y sor Eisten y los niños? -preguntó Fidelma.

– No temáis. Nos ocuparemos de ellos. Tenemos una buena enfermería y nuestro médico, el hermano Midach, ha tratado diez casos de peste amarilla durante el último año. Dios ha sido bueno con nosotros. A tres de las víctimas las pudo curar. Aquí no tememos la peste. ¿Y no habría de ser así, no tener miedo, pues pertenecemos a la fe y estamos en manos de Dios?

– Estoy encantada de que veais las cosas desde esta perspectiva -contestó Fidelma con gravedad-. No hubiera esperado menos.

Cass se preguntó, por un momento, si la muchacha se estaba mostrando irónica ante la piadosa actitud de Brocc.

– Así pues -prosiguió Brocc examinándola fijamente con sus fríos ojos-, ahora vayamos al motivo principal de vuestra visita.

Fidelma gruñó para sí. Hubiera preferido dormir y serenarse antes de ocuparse de ese asunto. Una buena dormida era lo que más deseaba. Le habría gustado comer y beber vino especiado para entrar en calor y luego dejarse caer en una cama seca, sin importarle siquiera lo dura que fuera. Pero probablemente Brocc tenía razón. Era mejor empezar a solucionar las cosas.